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Troya, guerras raras y un odio convencional

Conflictos aparentemente diferentes, supuestamente distantes, comparten la raíz «cuadrada» —esto es, organizada con toda intención— de las protestas populares «espontáneas», dispuestas a barrerlo todo

Autor:

Enrique Milanés León

Si el rey Príamo hubiera tenido internet y otras redes de comunicación en su amadísima Troya, si las riquezas de su tierra despertaran apetitos distantes, si a alguno de sus enemigos le diera por autoproclamarse y si a varios mares de distancia ya estuviera fondeado un pirata llamado Imperialismo, es cosa segura que en aquellos violentos tiempos de finales del siglo XII antes de Cristo, la guerra más célebre de la historia —¿o solo de la literatura?— tendría, en manos del mismo Homero, otro argumento en el que el «caballo» que burló la muralla no fuera de carne y hueso, mas tampoco de madera.

En tales supuestos, el viejo monarca se hubiera ahorrado el dilema de que su hijo menor llegara a casa con una mujer bellísima —pero ajena—, seguida de una jauría de ejércitos griegos, en cambio enfrentaría un engendro genocida mucho más riesgoso que todos los «cuernos» del mundo juntos: la guerra no convencional. 

Desde hace unos 15 años un abanico de términos es la sal y el pan de todos los noticieros: guerra híbrida, revoluciones de colores, primaveras «regionales», golpes suaves, poder inteligente, guerra cibernética, lawfare —guerra jurídica—, conflicto de cuarta, o quinta, generación… Tienen algo en común: aunque ocultan por completo las batallas en el frente, todos pueden ser letales.  

Más velada o visible, la guerra no convencional integra desde hace unas cinco décadas la doctrina militar de Estados Unidos. No, ni el concepto ni sus aplicaciones son nuevos, así que —como en esas sagas policiales de la televisión— los pueblos perspicaces pueden rastrear en el planeta las víctimas fatales de este asesino en serie.

En noviembre de 2010, las Fuerzas de Operaciones Especiales del Ejército de Estados Unidos emitieron su Circular de entrenamiento 18-01 sobre esta modalidad de ataque, pero ese propio documento, todo un tutorial de la intromisión imperialista, recoge una frase de John F. Kennedy, de 1961, como para chuparse… los sesos: «Hay otro tipo de guerra, nueva en su intensidad pero antigua en su origen. Una guerra de guerrillas, subversiva, de insurgentes, de asesinatos; una guerra de emboscadas en vez de combates; de infiltración en vez de agresión; que busca la victoria mediante la degradación y el agotamiento del enemigo en vez de enfrentarlo».

A tal punto están enlodadas las estructuras oficiales estadounidenses en el asunto que la cadena de mando que autoriza tal paquete de «aventuras» implica al Secretario de Defensa y a la mismísima Oficina Oval, siempre con generoso financiamiento controlado por el Congreso.

La humanidad estaba condenada a llegar al punto en que se encuentra porque, tanto como la eterna pesquisa en el área armamentista, los Gobiernos estadounidenses han encargado a investigadores de la comunicación y las ciencias sociales estudios orientados a la manipulación de masas para cambiar, sin violencia visible, «regímenes» a bajo costo.

De tal suerte, conflictos aparentemente diferentes, supuestamente distantes, comparten la raíz «cuadrada» —esto es, organizada con toda intención— de las protestas populares «espontáneas», dispuestas a barrerlo todo, cuyo hilo directriz es halado desde Washington y sus aliados acompañantes.

Hacerlo implica, por supuesto, la selección de los provocadores adecuados y la fabricación acelerada de líderes locales de rápida caducidad encargados, en su minuto de gloria y visibilidad, de la poda y chapea del «patio» del Tío Sam para que no resurja en el área el verde de las izquierdas.

Llamadas también guerras asimétricas, estas prácticas de pillaje contemporáneo emplean con particular énfasis las armas mediáticas, orientadas a menoscabar la unidad, la moral y la efectividad operacional del adversario, que debe ser despojado, a mentira pura, del respaldo popular. Eso, que nunca lograron contra Fidel, es lo que intentan contra Maduro y lo que, tristemente, consiguieron con líderes de la talla de Rafael Correa y Evo Morales, por no hablar de los intensos pulseos entre entereza e infamia que ha sostenido Lula.

Nadie habla de un desarme del capital sino de un rearme del odio. Estados Unidos sigue destruyendo, a cohetazo limpio, acuerdos de contención militar internacionales previamente firmados; lo que sucede es que, además de esos daños, ahora ha colocado poderosas ojivas intelectuales en otra guerra, paralela, que deja un rastro de muerte silente —la del hambre, la de la insalubridad, la del estrés por tanto acoso, la del cansancio final— y sufrimiento cotidianos.

Aunque Medio Oriente y África —menguados durante siglos por las conflagraciones al uso— muestran ya cicatrices de la guerra no convencional, es América Latina, y especialmente Venezuela, el centro en la diana del arquero imperialista. Vayan solo dos muestras: mientras el presidente Maduro ha denunciado el robo a su país de 30 000 millones de dólares en activos, el canciller Jorge Arreaza ha explicado el «gigantesco e inhumano experimento de guerra no convencional» que acompaña este despojo no a un Gobierno, sino a todo un pueblo.

Trump y compañía están asomados tras una «hendija» de la Casa Blanca, vigilando los movimientos de ideas en su pretendida zona de influencia. En 2015 se descubrió que durante años, con apoyo de la Embajada norteña en Caracas, la Agencia Nacional de Seguridad (NSA) de Estados Unidos espió a unos 10 000 empleados de la empresa Petróleos de Venezuela (PDVSA) y almacenó datos sensibles de unos 900.

Dedicada a la seguridad, la compañía eslovaca ESET descubrió en su momento un ataque de espionaje avanzado contra la Fuerza Armada Nacional Bolivariana de Venezuela por parte de hackers, dirigido a mapear la ubicación nada menos que de las unidades militares más sensibles. Dave Maasland, vocero de la compañía, comentó que el ataque parecía «la versión moderna de enviar a alguien en su caballo para ver dónde están esperando los soldados».

¡Uhhhmmm… otra vez como en Troya! No hay dudas de que el asedio que hoy impone el imperialismo ante las murallas de pueblos no «simpáticos» a la Casa Blanca es mucho más crudo que aquel que por diez años, según Homero, puso a prueba la resistencia de los valientes troyanos.

No hay recato político. Cuando a Venezuela le quitaron, con un ataque electromagnético, el 80 por ciento de su energía, todos entendimos mejor que en el camerino del imperio queda aún tinte amarillo, pero se agotan las máscaras. Entonces, solo una cosa mantuvo en pie a los hijos de Bolívar: la certeza de que a sus muros no entran invasores en corceles de madera porque, en su patria, ellos llevan la brida de los caballos.

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