Yacimientos de petróleo participados por Repsol. Autor: Internet Publicado: 04/05/2019 | 07:26 pm
Una de las pandillas que en 2011 derrocó y asesinó a Muamar al Gadafi, con el apoyo de los bombardeos aéreos de Estados Unidos y la OTAN, se apresta a implantar en Libia un Gobierno sumiso a Washington y al presidente Donald Trump.
El autotitulado mariscal Jalifa Haftar, fundador y jefe del llamado Ejército Nacional de Libia (ENL), quien controla Tobruk, la principal ciudad del este del país norafricano, donde se encuentran los mayores pozos petroleros en explotación, es el favorito de Trump para adueñarse de Trípoli, la capital.
Haftar figuró entre los oficiales que secundaron a Gadafi a derrocar la monarquía Idris en 1969, pero se enemistaron durante la guerra de Libia con Chad (1978-1987), donde fue tomado prisionero, según el diario israelí Haaretz, basado en datos de la agencia norteamericana AP.
El excoronel fue rescatado y reclutado por la Agencia Central de Inteligencia (CIA) después de haber trabajado desde Chad para derrocar a Gadafi.
La CIA le propició el ingreso a Estados Unidos donde vivió unos 20 años en el estado de Virginia, cerca de Langley, donde se encuentra el cuartel general de la agencia de espionaje y subversión estadounidense.
En 2011, Haftar regresó a Libia para unirse a los protagonistas del levantamiento que derrocó a Gadafi, al calor de la llamada «primavera árabe» y con el apoyo de cruentos bombardeos de Estados Unidos y otros países de la OTAN.
Libia, país con las mayores reservas petroleras de África, que gozaba del más alto nivel de vida en el continente, gracias a la redistribución de la riqueza nacional impulsada por Gadafi, quedó sumida en el caos y la división tribal —impulsada por las potencias externas— y la extensión del terrorismo, que se tornó incontrolable.
Desde hace cuatro años el país quedó dividido en dos focos de poder, uno en Trípoli, sostenido por Naciones Unidas, presidido por el arquitecto Fayez al Serraj, quien debía propiciar un diálogo entre las diversas facciones que permitiera convocar a elecciones y constituir un Gobierno de unidad nacional, y al que se dice también apoyan Italia, Turquía y Catar.
El otro polo de poder, liderado por el mariscal Haftar, se instaló en la ciudad de Tobruk, la más importante de la región oriental, donde se ubican los mayores yacimientos petroleros, pozos en explotación, refinerías y puertos de embarque. Según Sputnik, cuenta con el apoyo de Egipto, Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos y, de manera parcial, Francia.
Además, a ellos se suman las ciudades-estado de Misrata y Zintan, donde prosperaron grupos yihadistas y mafias dedicadas al contrabando de armas, personas y combustible, convertidos en la verdadera fuerza de generación de riqueza y empleo en el país.
El mariscal Haftar se lanzó a la conquista de otros espacios en el sur del país, con el pretexto de combatir el terrorismo yihadista, lo que le permitió recibir apoyo de la aviación francesa, de Egipto y Emiratos Árabes Unidos.
Tras apoderarse el pasado 6 de febrero del control del yacimiento petrolero de Sharara, el más importante del oeste y de un crudo de altísima calidad, explotado por la multinacional energética y petroquímica española Repsol, las fuerzas del mariscal asumieron el control del campo de Al Fil, en la propia región, que explota la multinacional italiana ENI y produce unos 70 000 barriles diarios de crudo.
La intervención del ELN en ambos yacimientos privó de su principal fuente de subsistencia energética y financiera al Gobierno sostenido en Trípoli por la ONU y la Unión Europea, que tenía por misión garantizar el suministro del crudo libio a los vecinos al otro lado del Mediterráneo, en particular Italia, y controlar el flujo de emigrantes norafricanos.
En su afán de poder, Haftar se lanzó a la conquista de Trípoli, a sabiendas de que a Washington poco le importan las vicisitudes que puedan sufrir los socios europeos de la OTAN.
El espaldarazo de Trump le llegó la última semana, en una llamada telefónica directa desde la Casa Blanca, que el mandatario mantuvo en secreto, varios días, al parecer a la espera del desenlace de los cruentos combates que se libran entre las tropas de Haftar y los milicianos defensores de Trípoli, quienes temen lo peor si son derrotados.
El propio Trump utilizó su canal personal en Twitter para anunciar su respaldo al agente de la CIA, devenido mariscal de un ejército que avanza sobre la capital con fuego de morteros y bombardeos aéreos, los cuales ya provocaron más de 500 muertos, cientos de heridos y la estampida de unos 15 000 residentes, pero ha dejado de ser el rápido avance que esperaba Haftar.
La Casa Blanca dijo el viernes último que el presidente Donald Trump habló el lunes por teléfono con el comandante militar libio Jalifa Haftar y discutió «los esfuerzos en curso contra el terrorismo y la necesidad de lograr la paz y la estabilidad en Libia».
Trump, según la nota, «reconoció el importante papel del mariscal de campo Haftar en la lucha contra el terrorismo y la seguridad de los recursos petroleros de Libia, y los dos discutieron una visión compartida de la transición de Libia hacia un sistema político estable y democrático».
Más claro ni el agua. El mandatario arrojó la máscara y confirmó que ese es el hombre de Washington. Se acabó el jueguito del Gobierno de transición, el diálogo nacional, los comicios y toda la palabrería que disfrazó la injerencia estadounidense en Libia.
Poco importan las críticas. Ni siquiera el presidente del Comité de Inteligencia de la Cámara, el demócrata Adam Schiff, le movió un pelo cuando advirtió que «Trump ha respaldado al general Haftar en Libia, un autoritario que ataca a un Gobierno respaldado por las Naciones Unidas».
Luego la Casa Blanca dejó trascender que el asesor de Seguridad Nacional, John Bolton, también habló recientemente con Haftar.
Una información reciente del diario libro Al-Wasat, citando a una fuente municipal, aseguró que efectivos de EE. UU. habían llegado a Misrata, principal puerto comercial libio, en botes de goma de alta velocidad.
Todo indica que se cocina el apoyo militar decisivo para el asalto final a Trípoli, pero la batalla por su control, que de ser victorioso Haftar le permitiría dominar prácticamente el país, muestra también un complejo laberinto de injerencias desde el exterior, en lucha a muerte —de los libios, por supuesto— por apoderarse de la riqueza petrolera del país.