Una medida como esta no se había visto en Brasil desde el fin de la dictadura militar, en 1985 Autor: Reuters Publicado: 24/02/2018 | 09:52 pm
Las imágenes hacen pensar en una intervención militar extranjera que desembarca en las playas; pero no: se trata del inusitado despliegue del propio ejército brasileño en unas de las ciudades más populosas e importantes del país.
El Congreso aprobó esta semana la medida, que estará vigente en Río de Janeiro hasta finales de año y ha levantado las protestas de una ciudadanía no solo preocupada por el pan de cada día. Ahora también teme por su integridad física.
Las pavorosas escenas de tanquetas y soldados en medio de las callejuelas, y gendarmes armados y cubiertos hasta los dientes en las esquinas, sugieren un virtual estado de sitio, como si lo que se estuviera dirimiendo fuera una guerra. Y, ciertamente, los acontecimientos en Río se asemejan a una confrontación; pero no de las que se resuelven con armas largas.
Más de 6 000 muertes violentas en el departamento durante el último año sirvieron de asidero para que el ejecutivo y ambas cámaras del Parlamento justificaran la decisión, que ha movido hacia Río de Janeiro a más de 3 000 efectivos.
Ellos realizaron operativos el viernes en las favelas requisando viviendas y pidiendo documentos de identidad, mientras imponían «cacheos» a cualquier joven.
Sin embargo, apenas el comienzo de la llamada intervención militar de una ciudad que hasta unos días antes deslumbraba al paso de las escuelas de samba en los carnavales, ha puesto en duda su eficacia. Tras el primer «megaoperativo» el lunes pasado, un sargento fue muerto en un intento de asalto.
Violencia genera violencia. Pero no debe extrañar que el ejecutivo de Brasil sea obtuso ante este enfoque. Desde que usurparon el poder a Dilma Rousseff, Temer y el dudoso Parlamento que mayoritariamente le respalda se han concentrado en hacer crecer la macroeconomía… parados sobre los hombros de la gente.
Disparo del desempleo en 157 por ciento desde 2014, y menos capacidad de compra —que en Rio de Janeiro ha decrecido en nueve puntos, dos veces más que en el resto de Brasil— debería ser el primer punto de mira a la hora de analizar los motivos de una violencia que existía desde mucho antes, y con cuna en la pobreza.
La exclusión ha sido la misma causa del nacimiento de las favelas, ahora salpicadas de ametralladoras y que levantaron, apenas abolida la esclavitud, los negros y los blancos excluidos ya desde aquella época.
Ahora, un Gobierno sacudido por continuas y masivas protestas contra su ejecutoria económica y las maniobras políticas con que persigue a Luiz Inácio Lula da Silva, reconoce que «desgraciadamente, el poder estatal agotó su capacidad para imponer autoridad», como ha dicho el líder del legislativo, Rodrigo Maia, cuyo nombre figura en medio de las turbulencias judiciales que envuelven al propio Temer, como uno de los posibles sustitutos.
Tan importante parece la decisión, que el mandatario se ha conformado con posponer la votación de la reforma previsional —que no puede debatirse con la militarización andando— para dejar en manos de las Fuerzas Armadas «la seguridad» de Río.
Y ha dado el Congreso dinero para este inusitado despliegue, pero no para paliar la miseria que crece con cada recorte al gasto social, congelado por Temer de manera constitucional ¡por 20 años!
Sin embargo, las miradas más suspicaces sospechan que la motivación de la medida no esté en la seguridad, ni siquiera en lo económico.
Mientras la gente protesta y se asusta, y dirigentes del Partido de los Trabajadores como su actual presidenta, Gleisi Hoffmann, alertan que la orden pueda emplearse para reprimir a los movimientos sociales y populares, otros apuntan a las cercanas elecciones presidenciales que, a toda costa, la derecha quiere ganar, aún al precio de encerrar entre rejas, inmerecidamente, a Lula.
Para quienes así piensan, el desfile de armas y soldados es una estratagema de corte electoralista. Pero, vista su impopularidad y los aciagos sucesos que aún puede desencadenar, quién duda que la medida se vire, como un bumerán, sobre las mentes estrechas y calenturientas de sus promotores.