Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Otra señal de alerta

Pasado un mes y sin noticias de su destino, el caso de Maldonado ha sido calificado como desaparición forzada. Las circunstancias que lo rodean no sorprenden, aunque asustan

Autor:

Marina Menéndez Quintero

Con la activista Milagro Sala, en un sistema de prisión domiciliaria tan punitivo como la cárcel arbitraria de la cual ha sido víctima; después de contemplar imágenes reiteradas de uso desmedido de la fuerza para calmar más de una protesta social; siendo testigos, mediante Telesur, de la agresión física infligida por un uniformado a la excanciller de Venezuela, Delcy Rodríguez, cuando esta intentaba participar en una cita del Mercosur en Buenos Aires en el mes de diciembre… Con todo eso en cartera, digo, las circunstancias que rodean la desaparición en Argentina del joven Santiago Maldonado no sorprenden, aunque asustan.

Algo parece claro. La represión de la protesta social marca el quehacer del cuerpo de Gendarmería bajo el mandato de Mauricio Macri. En el menos doloroso de los casos, no resulta impensable que en el suceso que terminó con la ausencia del joven, la actuación policial cometiera, una vez más, excesos. Pasado un mes y sin noticias de su destino, el caso de Maldonado ha sido calificado como desaparición forzada.

Cuando habían transcurrido tres semanas de los acontecimientos, Fernando Machado, Defensor Público Federal, dijo en un video subido a su web por Página Doce que (tal vez) «alguno de los uniformados le dio un palazo… En fin… hubo un desenlace no deseado pero que ocurre. Y para no dejarlo en ese escenario lo cargan, se lo llevan y lo sacan de ahí».

Minutos antes, y según testigos, el operativo policial contra el cierre de carreteras que protagonizaba una comunidad mapuche en una localidad del departamento de Chusamen, en la provincia de Chubut, había comenzado con una andanada de balas de plomo disparadas por los gendarmes contra los manifestantes, quienes antes se habían defendido con piedras. Los policías irrumpieron en la comunidad, habitada por 30 personas. Los otros necesitaron para transportarse tres camiones y 14 camionetas. El operativo, llamativa y contradictoriamente, se afirma que fue realizado en presencia del jefe de gabinete del Ministerio de Seguridad de la nación, Pablo Lochetti. No obstante, se dice que se realizó sin autorización oficial.

Según han transcurrido los días titilan nuevas luces hacia la verdad, en tanto afloran también las hipótesis con que las autoridades se intentan zafar de cualquier responsabilidad.

Según se ha establecido, otros dos operativos tuvieron lugar en esos predios la noche y la madrugada anteriores a la incursión policial del 1ro. de agosto, cuando todo indica que Santiago fue secuestrado (ya que no se da cuenta de su paradero), o abatido. Por su fiereza, la acción ha sido calificada de cacería.

Varios testimonios de miembros de la comunidad que antes no hablaron por miedo y accedieron a hacerlo después bajo la condición del anonimato, ubican a Santiago en la escena. Él había acudido en apoyo de los mapuches, que protestaban por el apresamiento de su líder y la venta de sus tierras. La policía los tilda de terroristas.

Las autoridades, mientras, han tratado durante todo este mes de desmentir la presencia de Maldonado en el sitio. Han dicho que estaba en Chile, en virtud de una supuesta llamada telefónica que estaría registrada en uno de los celulares —se ha aseverado que usaba tres. Incluso han llegado a afirmar que el joven de 28 años había sido herido en el operativo del lunes 31 de julio y que, por tanto, el día primero no se encontraba allí.

Pero una mujer de la comunidad asegura que Santiago sí estaba. Los testimonios de otros dos mapuches también rebaten aquellas versiones. Uno de los testigos asegura que el joven no logró cruzar el río que sus compañeros pasaron cuando huían de Gendarmería, y quedó aferrado a las raíces de un árbol, donde un policía lo agarró y gritó: «¡Tenemos a uno!». Desde la orilla opuesta, un segundo manifestante asevera que vio cuando un policía se llevaba a su compañero, lo montaba en un camión y después en una camioneta. Reconoció que era Santiago «por la campera» (el chubasquero).

Hay otros indicios para no dudar de la implicación policial en los desmanes de que Santiago Maldonado ha resultado, de un modo u otro, víctima.

A pesar de la insistencia de su hermano Sergio y su cuñada, desde los primeros días, para que se divulgaran los nombres de los policías que participaron en el operativo, estos no fueron dados a conocer hasta dos semanas después, pero no se ha publicitado que fueran llamados a declarar.

Durante largos días tampoco se permitió acceder a los vehículos usados. En la grabación que divulgó tempranamente Página Doce —uno de los medios que mejor ha estado siguiendo y documentando el caso— el abogado Machado dijo que los transportes habían sido lavados.

No obstante, se habló del hallazgo de una presunta mancha de sangre, un pedazo de soga y cabellos en uno de ellos. Pero las pruebas de ADN para comprobar si los restos pertenecen a Santiago tardarán todavía varios días.

Tiempo tan largo levanta sospechas. Aunque no necesitaría tanto una justicia que pareciera a merced del poder militar y policial para manipularlas. O tal vez dichas huellas no sean auténticas, y quienes amparan a los que cometieron el delito las hayan «sembrado».

En cualquier caso, la desaparición forzada constituye un crimen que no prescribe en tanto no se sepa el paradero de la víctima.

Como él, 30 000 hombres y mujeres, la mayoría jóvenes, fueron arrancados de sus hogares sin dejar apenas rastro durante la dictadura militar argentina, y cientos de bebitos resultaron arrastrados al horror de los centros clandestinos de reclusión junto con sus padres, o nacieron en cautiverio y fueron dados luego en adopción: muchas veces, se les dio a criar a los propios verdugos de sus padres.

Pasado oscuro y cercano

Ese pasado parece demasiado reciente como para ser olvidado. Y muy cercano en el tiempo para considerar que las raíces estén totalmente exterminadas.

Cierto que la anulación en el año 2005 de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, que garantizaron hasta entonces la impunidad de los represores actuantes durante la dictadura, posibilitaron que 1 800 de ellos fueron imputados (aun con penas nobles como la prisión domiciliaria por su avanzada edad), y entre 700 y 800 recibieran condenas. Aunque muchos otros debieron quedar fuera de la ley, pues durante los regímenes militares hubo en Argentina 600 centros clandestinos de tortura y desaparición.

De no haber sido por el reclamo constante de organizaciones y abogados defensores de los derechos humanos, y la anulación de la leyes de impunidad por el Gobierno de Néstor Kirchner, los represores habrían seguido ahí, en la calle, conviviendo con la gente que a fines de los años de 1990 acudió al «escrache» —el señalamiento público de los represores en plena calle— para advertir de su presencia.

Pero el reciente amago para que se aplicara a uno de ellos la llamada ley 2x1 (contabilizar doble cada día pasado en la cárcel) dejó ver la persistencia, en sectores de poder, de defensores de los represores identificados, obviamente, con su ideología.

A principios de mayo, la Corte Suprema de Justicia decidió la aplicación de dicha ley (por demás, derogada en el año 2001) al represor Luis Muiña, lo que abría la puerta para que se conmutara la pena a otros condenados.

El cohesionado rechazo popular hizo que el Senado revirtiera la decisión, algunas horas antes de la masiva manifestación de repudio convocada para Plaza de Mayo, y que de todas formas se celebró y constituyó un fuerte mensaje unitario bajo el lema «Ni perdón, ni olvido».

El hecho puede ser un antecedente para comprender los resortes detrás del silencio terrible y cómplice con que los policías (que no son los mismos represores de ayer) y las autoridades, esconden y  protegen a los raptores o asesinos de Santiago Maldonado… como mismo lo hicieron los gorilas de la dictadura con sus crímenes.

Unos días después de la derogación del dictamen que beneficiaba a Muiña, y casi tres meses antes de los hechos en Chubut, una larga conversación sostenida por esta reportera con Graciela Rosenblum, presidenta de la Liga Argentina por los Derechos del Hombre (que ahora acaba de acusar al presidente Macri por la desaparición de Santiago), alertaba sobre la trascendencia del persistente reclamo de impunidad para los torturadores y asesinos.

«Esa es una bandera para mantener un sistema represivo “con consenso”. Porque si los genocidas salen, eso quiere decir que está bien torturar en las comisarías, reprimir la protesta social; que está bien lo de Milagros Sala… está bien que haya más presos políticos…»

El peligro de la impunidad, explicó, nunca ha dejado de estar presente en una sociedad donde el poder judicial «no es una casta, dijo, pero puede ponérsele entre comillas» y en el que, sin desconocer los avances sociales propiciados con los mandatos de Cristina y Néstor, «la estructura de poder (de la derecha) no fue tocada en ningún momento (…) Porque el poder sigue intacto y eso pasa en Chile, en Uruguay, en Paraguay, en Brasil…

«En Argentina me refiero a los sectores vinculados al poder económico real, nacional, transnacional, a todo el aparato militar y al imperialismo yanqui, que tiene presencia cotidiana en la vida política nacional».

Ahora, esta analista piensa: Si el intento de aplicar a los represores la 2X1 fue un amago de impunidad que alertó sobre la persistencia de tales poderes, la desaparición de Santiago Maldonado bien podría ser un aviso de que su nocivo legado, quizá, pugna por actuar.

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