Apropiación artística que recrea la derrota del golpe de Estado del 11 de abril de 2002 y que usa como base la foto de los jóvenes de la Guardia de Honor Presidencial que recuperaron a puro coraje el Palacio de Miraflores, y escalaron la azotea de la casa de Gobierno para enarbolar la bandera tricolor: anuncio a Venezuela y el mundo de otro triunfo histórico sobre el fascismo. Autor: Juventud Rebelde Publicado: 21/09/2017 | 05:19 pm
CARACAS.— No fue solo un asunto doméstico. Una crisis local provocada. Un plan macabro de oligarcas, militares traidores, revanchistas y otros desafectos venezolanos asesorados por oficiales en activo o «autónomos» especializados en manipulación, desestabilización y contragolpe, y entrenados «escrupulosamente» por los servicios de espionaje de EE.UU. y otras élites.
Ellos fueron los «operadores». El golpe de Estado del 11 de abril de 2002 contra la Revolución Bolivariana y su presidente fue una maniobra geoestratégica de escala regional —y alcance global— de los poderes hegemónicos.
Detrás estuvieron de forma directa, activa y escrutadora, el Gobierno de Estados Unidos, los grupos de poder que deciden sobre este, y las mentes más lúcidas —y perversas— emplantilladas en las instituciones públicas y grupos secretos a cargo de confeccionar, actualizar y mantener operativa la arquitectura teórica, ideológica y práctica del status quo.
Y esta gente no es nada estúpida. Todo lo contrario. De conjunto son capaces de acercarse casi matemáticamente a los escenarios políticos y sociales que puedan presentarse a corto, mediano y largo plazos. Y son especialmente sensibles, y esforzados, en prever, prevenir y desarticular revoluciones.
Estas siempre han sido el peligro mayor para el establishment mundial. Y Venezuela/Chávez era uno de los vectores que más potencialidades tenía —como la vida lo ha demostrado— para catalizar el empuje y éxito de los procesos populares en el S-XXI.
Estoy seguro que los «pesos pesados» del poder mundial durmieron poco, planificaron mucho, y reajustaron más, durante la semana del 9 al 14 de abril de 2002. Semana diabólica.
El Día D (el apogeo de las acciones golpistas del 11 de abril) debió ser jubiloso para ellos —no dudo que hubiera solaz viendo caer civiles inocentes bajo las balas certeras de los francotiradores apostados por los golpistas en sigilosas habitaciones de las torres que rodean Puente Llaguno.
El Día C (12 de abril, desboque de la razia y el crimen), mejor no describirlo —cualquier palabra dolería.
El Día F (13 de abril, concreción del fracaso) seguro hubo insomnio, depresión y hasta intentos de suicidio.
El Día V (14 de abril, regreso victorioso de Chávez a Miraflores a la vista y protección de más de un millón de venezolanos) tuvo que ser terriblemente histérico para aquellos.
Chávez no es una casualidad histórica
Comenzado a implementarse desde finales de los años 70 del pasado siglo en la región, el neoliberalismo alcanzó su cenit mundial en los 90; pero también esa sería la década en la que empezaría su caída (o amortiguamiento: aun continúa siendo la «alternativa» capitalista; está latente; puede volverse a desbocar; ya lo está haciendo de forma furibunda en Europa).
Una de las primeras señales de la fragilidad del modelo fue la crisis 1997-98 en el Sudeste asiático. Aunque no es un arquetipo neoliberal, esta es la zona más activa de la economía planetaria. Por su alta demanda de materias primas, combustible y otros insumos, lo que pase en ella impacta en todo el entramado internacional, desde los precios del petróleo —que cayeron al abismo— a los puestos de trabajo en otras regiones.
Entre los hechos que marcaban el retroceso neoliberal entonces, se cuentan las grandes movilizaciones antiglobalizadores de fines de los 90 e inicios de los 2000 con sus épicas manifestaciones —salvajemente reprimidas— frente a las cumbres de las principales jerarquías políticas y económicas capitalistas.
También iban a ser pequeños avisos que luego se harían imparables, las crecientes protestas populares en América Latina; el triunfo avasallador de Chávez en las elecciones de diciembre de 1998, su Constitución bolivariana un año después; su nueva elección abrumadora en el verano del 2000...
Chávez no era una casualidad histórica. Venezuela fue precisamente el país pionero —a escala mundial— en empezar la batalla contra el neoliberalismo. El hito primero fue en 1989, con el Caracazo, y luego le seguiría la rebelión cívico-militar del 4 de febrero de 1992, liderada por el joven bolivariano.
El golpe y más allá
La existencia de un líder firme, carismático y con apoyo mayoritario; radical y que no aceptó el coqueteo ni las ofertas de los grupos económicos dominantes, puso a Chávez desde un inicio en el centro del colimador.
Cuando demostró que iba a todas por el pueblo y a mediados de 2001 articuló y empezó a dar curso a un paquete de leyes que cortarían de cuajo el dominio del capital, la orden de actuar ya no se demoró más.
El subcontinente entró al siglo XXI con el fracaso trepidante del neoliberalismo, la irrupción del chavismo, y una Cuba que había capeado la etapa más dura de la crisis sin hacer concesiones y que demostraba que no solo era posible, sino que también era firme el consenso mayoritario con la Revolución.
Si las protestas antiglobalización fueron un freno —o al menos un retardo— al curso desbocado y triunfal del neoliberalismo por las fuerzas populares mundiales —como poder simbólico—, la Revolución Bolivariana era el anuncio de la posibilidad de su enfrentamiento en América Latina.
No comenzaba «una época de cambios; era un cambio de época». La llegada al poder de Hugo Chávez, por tanto, fue el inicio de la desarticulación sistémica —desde el poder político, revolucionario, popular— de la hegemonía neoliberal, al menos en su más ortodoxa expresión, en Nuestramérica.
Chávez y la Revolución Bolivariana se colocaron de esa manera en el vórtice del huracán. En la diana. Estaba sentenciado. El golpe de abril de 2002 era un acto de ejecución «cantada», no solo una maniobra de la reacción interna y grupos enfebrecidos y sicóticos como los que tienen asiento en Miami y otros lares.
El muro no fue derribado
Desde el 2000 en adelante, los movimientos populares del continente sacaron del poder a más de diez presidentes derechistas y colocaron donde debía a varios líderes de izquierda o nacionalistas —cada uno, por supuesto, con matices y diferencias.
En Argentina, entre 2001 y 2002, tres mandatarios fueron tumbados por la indignación popular, hasta que los Kirchner dieron una vuelta al estrado, de cara al pueblo. En Ecuador los levantamientos se sucedieron desde el 2000 hasta el 2005, cuando Rafael Correa se irguió con su Revolución Ciudadana.
En Bolivia, entre 2003 y 2005, dos presidentes más caían y el pueblo colocaba en su sitio al primer líder indígena que tomó el bastón de mando en una nación plurinacional inmensamente originaria: Evo Morales. En Nicaragua, Daniel volvería al ruedo un tiempo después...
Antes, en Brasil, el 6 de octubre de 2002, Lula da Silva gana las elecciones en primera vuelta con un 46,4 por ciento del sufragio, y repite en la segunda con el 61,3 por ciento de los votos (50 millones de electores), convirtiéndose en el presidente más votado de la nación auriverde.
Aunque en su estrategia electoral debió mitigar aspectos radicales de su programa, no por eso Lula dejó de ser la figura central, el ícono del Foro de Porto Alegre en enero de 2001.
Y Chávez, ahí. Ahora bien, ¿de haber tenido éxito el golpe de Estado del 11 de abril de 2002 en Venezuela, el curso de la historia latinoamericana reciente hubiera sido posible?
Y quedó sin asegurar el traspatio
La asonada golpista en Venezuela debió ser el comienzo de un plan mayor: tratar de revertir a fuerza y fuego el surgimiento de una alternativa sólida —en el «traspatio» de EE.UU.— al declive del neoliberalismo como caballo de batalla económico, político, ideológico y cultural en la instauración plena del dominio del capital tras el derrumbe del «socialismo real».
¿Acaso esa no fue la misma salida que aplicaron en los años 60 y 70 para tratar de paralizar el ejemplo heroico y la posibilidad de lo «imposible» que ha sido la Revolución Cubana?
En este contexto tampoco hay que olvidar que el 11 de septiembre de 2001 el mundo empezaría a vivir una vuelta de tuercas con los ataques terroristas a las Torres Gemelas de Nueva York. Y el inicio de una guerra global, y la puesta en mira por el imperio de 60 y más «oscuros rincones del mundo».
Venezuela estaba —está— entre ellos, porque, además de «oscuro» es el país con las mayores reservas de petróleo del planeta. Es decir, su subsuelo es el más «prieto» de la Tierra. Y todo el mundo sabe por qué a lo que hay allí se le llama «oro negro».
En mi opinión, Washington acudió a la estrategia de reafirmación de dominio global —esta vez con las armas, y que el 11-S le sirvió en bandeja de plata— para corregir los deslices del plan general de control que se le estaba yendo de las manos, con el barco del neoliberalismo haciendo aguas. Entonces priorizó Medio Oriente y Asia Occidental —para garantizar la ruta del combustible— y ensayó transferir a la «oligarquía económico-castrense» latinoamericana el meter en cintura a la región.
Pienso que eso fue lo que pasó
Hace una década, un golpe de Estado fue derrotado por el pueblo civil y uniformado en menos de 48 horas. Mas esta historia no ha terminado. «El peligro sigue allá afuera». Los poderes hegemónicos van de nuevo por Venezuela.
La Revolución Bolivariana sigue jugándosela al todo por el todo. Esta vez, el escenario son las elecciones presidenciales del próximo 7 de octubre.
La manipulación y la desestabilización ya entraron al ruedo. Y si el Gobierno Bolivariano y las fuerzas revolucionarias no andan «moscas» (atentos), cualquier cosa podría ocurrir. No obstante, la historia es terca y reiterativa. El tiempo está a favor de los pueblos.