Dice la sabiduría popular que hay quien se queda tuerto por ver al vecino ciego. Pero también existen individuos a los que no les importa quiénes se quedan ciegos, mientras sus propios ojos estén a buen resguardo.
Boris Johnson, alcalde de Londres. Foto: AFP De estos sujetos es el nuevo alcalde de Londres, el conservador Boris Jonson, quien ha decidido dejar sin efecto un acuerdo firmado en 2007 entre su antecesor, el laborista Ken Livingstone, y el gobierno venezolano, para proveer de combustible más barato al sistema de transporte público de la capital británica.
El pacto era así: Venezuela entregaba a su contraparte petróleo con un 20 por ciento de descuento, y el dinero ahorrado (unos 16 millones de libras esterlinas) servía para rebajar a la mitad el precio del pasaje de los londinenses de más bajos ingresos, una medida que beneficiaba —según BBC— a 250 000 personas.
A cambio, la alcaldía londinense facilitaba a Caracas asistencia técnica en proyectos de transporte, vivienda, protección del medio ambiente, manejo de residuales, limpieza y mejora de ríos y canales, promoción de turismo e intercambios culturales. Al comenzar a implementarse el acuerdo, el entonces alcalde Livingstone explicó: «Esto transformará gradualmente la calidad de la vida de la mayoría de la población de Venezuela, incluyendo la sustitución de las villas miseria por pueblos y ciudades modernas con servicios públicos de primera clase».
Sin embargo, en un raro arranque de «preocupación» por los venezolanos, Johnson asegura que «muchos londinenses se sienten incómodos por que el transporte público de uno de los centros financieros mundiales sea sostenido por el pueblo de un país donde muchos viven en extrema pobreza».
Mirado así, desde la simpleza, ¿no tendría razón? Pero el joven y aristócrata alcalde, quien suele ir a la oficina en bicicleta (si se le ponchara, apuesto a que abordaría un bien lustrado Mercedes Benz), no quiere darse cuenta de la validez del intercambio: una urbe aporta bienes; la otra, servicios, y ambas suplen sus necesidades concretas sin el estigma del expolio. Sí, porque antes de quitarse el sombrero ante el súbito desvelo de Johnson por los pobres de Venezuela, habría que recordarle que estos no aparecieron ayer, sino mucho antes, cuando el país fue convertido en monoproductor de hidrocarburos. Hasta hace unos años, cuando los tanqueros salían exclusivamente con rumbo norte y la plata se quedaba en unos pocos bolsillos, muchos se hubieran alegrado de que un rubicundo muchacho rico denunciara la injusticia. No consta que haya ocurrido...
No obstante, ya que hablamos de petróleo, dirijamos la mirada a un pueblo que sufre precisamente por tenerlo en demasía: Iraq. Allí también hay personas en la miseria, en buena medida gracias a la ocupación militar extranjera, a la destrucción de la infraestructura, ¡y a más de diez años de desgastantes bombardeos y sanciones, desde 1991!
Esa gente, cuyos muertos no tienen nombre, sino que son solo números fríos en las noticias, es también pobre; pero el 18 de marzo de 2003, a Johnson no le tembló la mano para votar a favor de una ilegal guerra contra ella. «Estoy pensando —expresó ese día ante el Parlamento— en un técnico iraquí que dijo: “Ustedes tienen que deshacerse de Saddam Hussein porque, sin importar cuantas personas mate Bush, siempre serán menos que las que Saddam mata anualmente”».
Claro, Johnson no refirió entonces que fueron EE.UU. y sus aliados quienes fabricaron al que, años después, les estorbaba. Pero los cohetes cayeron y caen sobre los inocentes civiles iraquíes, y abrieron el camino para que, próximamente, el gobierno títere allí sembrado dé licencia a transnacionales como la británica British Petroleum y la anglo-holandesa Royal Dutch-Shell, para explotar varios de los 80 campos petroleros descubiertos en el país árabe.
Creámoslo: el oro negro de esos yacimientos no beneficiará a los londinenses más pobres, ni les mejorará la vida a los iraquíes. Ni de los sanos ojos de Johnson brotará siquiera una mínima gota salada por ninguno de ellos...