El soviético Lev Yashin fue un fenómeno debajo de los tres palos Autor: EFE Publicado: 27/12/2018 | 09:54 pm
Un portero llora. La pelota, estrella fugaz que apenas ve, golpea las redes, iracunda, y provoca un delirio sin comparación. Todos ríen, mientras él, con la impotencia opacando sus ideas, seca sus lágrimas con pudor. No quiere que nadie lo vea. Nadie lo ve, de hecho. Encerrado entre los tres palos, acapara tan pocas miradas que, ni siquiera cuando la pelota lo vence, deja de ser una figura irrelevante a los ojos del aficionado.
A la gente le interesan los goles, y el portero, villano confeso, se dedica a evitarlos. Sumergido en una soledad aterradora, aguarda por la oportunidad de lucirse en alguna jugada de gol, pero a la vez agradece que nadie le inquiete. Por eso también esconde bajo el uniforme una figura sorprendentemente paradójica.
El fútbol es un gran deporte. Una religión, además. La única que no entiende de ateos, diría Galeano. Incomprensible que —maldito absurdo— guarde casi toda su ingratitud para aquel lejano ser atado al arco. Desde el inicio, cuando se ideó el gol como su momento de máxima tensión, supo que situar a alguien para evitarlo sería una tortura tácita.
Es entonces cuando el gigante se erige y salva a su equipo. Vuela por los aires y saca a la gente las manos de sus bolsillos, las coloca en sus cabezas y les alivia el alma. Evita el gol, frustra la alegría de mucha gente, el orgasmo del fútbol, pero defiende a los suyos y comienza a ser venerado. Entonces cambia su rol secundario al de héroe.
Todo ser humano tiene el poder de la revancha. Fallas y la vida te da la oportunidad de resarcirte.
Sin embargo, la sicología del portero difiere de la del resto de los jugadores. Está preparado para cualquier tipo de situaciones. Un error no puede derrumbarlo. Sabe que, unos minutos después, podrá enmendar su pifia. Hay conjeturas que parecen infalibles y esta es una de ellas.
La estética que rodea la pelota es incomparable. Un caño, una gambeta, una espaldinha, elásticas, pinchaditas, sombreros… una atajada. Ser arquero no es cosa fácil. Sacas 20 pelotas de gol y si fracasas en una perece tu figura a los ojos de la gente. Vives en el vórtice del huracán. Ganas poco y pierdes mucho. Luchas contra la quintaesencia del espectáculo.
Todo parece un despropósito. Sin embargo, el portero encierra una alta dosis de magia. Cuando parece que pierde tu equipo, aparece él y les estropea la fiesta a los contrarios. Es, casi siempre, el más alto y el de más reflejos. Observa el juego desde un lugar privilegiado. Guardián de la cabaña, pone sus dotes en beneficio del resultado. Moriría, si eso significa que su valla no caerá.
Puede que parezcan irrelevantes, pero ahora que lo pienso, algo me dice que si la vida me hubiera dado el privilegio de jugar fútbol decentemente, hubiese sido portero.