CULIACÁN, México.— Caminaba por el centro histórico de esta atractiva ciudad, pero tuve que parar en espera de que pusieran la luz roja en una gran avenida, con un tráfico de espanto. Fue entonces que, desde la otra acera, un joven apareció como un bólido y se plantó en el mismísimo medio de aquella con tres antorchas, acompañado por una muchacha.
Los observadores de la escena no se movieron ni un milímetro, en señal de que sabían muy bien lo que venía: una demostración de perfectos malabares, mientras una muchacha tocaba un tambor.
Actuaban con una rapidez increíble, porque su espectáculo duraba menos del escaso tiempo de un cambio de luz. Hizo combinaciones rápidas, por delante y detrás de su cuerpo, sin que nunca las antorchas fueran al suelo.
Si rápido fue el espectáculo, lo resultó más pasar el cepillo, es decir, extender la mano para ver si alguien se conmovía y soltaba algún dinero.
Calculadores, al fin, se lanzan los dos antes de aparecer la verde, y premian con unas gracias al que algo les daba. Puede ser que mañana o pasado mañana se lo vuelvan a encontrar en el mismo semáforo. Y deben dejar una buena impresión.
Para provocar a algún nativo de los que presenciaban la demostración, comenté en alta voz un ¡qué bien! Funcionó el anzuelo, de inmediato escuché: imagínese cuate, con la práctica que tiene es capaz de tirarla hasta el cielo y agarrarla con la boca. La necesidad hace milagros, soltó a modo de despedida y siguió su camino.
Luego, conversando con empleados del hotel donde me alojo y del comercio, confirmé que hay más personas dedicadas a hacer lo mismo de noche como una manera de sobrevivir.
Cuando terminaron el fugaz espectáculo, intenté abordarlos, pero qué va, salieron corriendo en busca de otra luz roja y de que alguien se compadeciera de ellos. En definitiva, en las avenidas el tráfico es numerosísimo y sostenido.