Borrero fue un verdadero baluarte de los equipos villaclareños. Autor: Arelys Echeverría/AIN Publicado: 21/09/2017 | 06:45 pm
Lo habíamos hablado un par de días antes, pero no me atreví a publicarlo. Tal vez tenía la esperanza de que un nuevo título le hiciera cambiar los planes, posponer lo inevitable. Y aunque le vi tan feliz saludando a todos en medio de la euforia, también advertí cierta nostalgia en su mirada. Caía la noche de aquel 17 de abril de 2016 y Ariel Borrero Alfonso tenía muy claro que vivía sus últimos instantes como jugador activo sobre un diamante de béisbol.
«Este es el final de mi carrera», me dijo con absoluta convicción, la misma con que agradecía a la dirección del equipo, a las autoridades y a la afición por haberle permitido contribuir a la conquista de un nuevo título para Ciego de Ávila, tierra que le acogió como uno de sus grandes ídolos. «Lo estoy disfrutando, pero nada comparable con el campeonato que gané con Villa Clara después de 18 años de espera», sentenciaba.
Terminaba así una historia que este lunes, con su retiro oficial, comienza a convertirse en leyenda. La de un muchacho que tuvo que crecerse ante el criterio de quienes le impidieron ingresar a la EIDE villaclareña por cuestiones de estatura, y que sin recorrer ninguna estructura deportiva llegó al estrellato; la del joven que perseveró por su amor al béisbol y que esperó pacientemente la oportunidad para demostrar su talento; la del hombre respetado y respetuoso con todos, tanto dentro como fuera del terreno, del que jamás fue expulsado por una actitud reprochable.
Borrero nos deja para contar la constancia de una trayectoria de 21 campañas y números impresionantes. En su provincia es dueño de los récords de hits (125) y triples (10) en una campaña, algo que logró en la Serie Nacional número 40, tal vez su mejor temporada. Entonces promedió para .371, impulsó 83 carreras y pegó 21 dobles y 17 cuadrangulares, para convertirse así —según los vastos archivos de Benigno Daquinta— en el primero de los únicos dos jugadores que han acumulado dobles dígitos en los apartados de extrabases en un mismo curso.
Hasta que el pinero Michel Enríquez se la arrebató, fue dueño de la plusmarca de dobles en el béisbol cubano. Sin embargo, aún conserva la de imparables y carreras impulsadas en fases de postemporadas —tercero en participaciones con 18—, apenas un botón de muestra de su efectividad en tramos definitorios.
Bendito quien le colgó un día el sobrenombre del «El Remolcador», al que hizo honor hasta el último de sus turnos al bate. No han pasado muchos por nuestros terrenos con esa capacidad innata de controlar la presión de los momentos decisivos y convertir en fácil una de la cosas más complejas e importantes en un juego de pelota. «Siempre me sentí muy cómodo cuando bateaba con corredores en base, y nada me hacía disfrutar más que traer una carrera para el home», contó una vez. Y no se aburrió de disfrutar.
Por eso y más se ganó la confianza absoluta de quienes tuvieron el placer de dirigirlo. De Pedro Jova, con quien debutó a los 24 años como jardinero derecho y luego le trajo hacia la inicial, porque con esa consistencia ofensiva «a ese muchacho había que buscarle un hueco»; de Roger Machado, quien no se lo pensó mucho para vestirlo por primera vez de Tigre luego de un opaco desempeño en la primera mitad de la 54 Serie Nacional, y no le defraudó; del cuerpo técnico dirigido por Higinio Vélez, que le incluyó en la nómina al I Clásico Mundial, en el que repartió batazos a brillantes lanzadores de Grandes Ligas para demostrar que su talento podía trascender las fronteras.
Hace unas horas vimos partir al «Remolcador» hacia otras aguas más reposadas, pero en el recuerdo seguirá halando el sueño de multitudes, las mismas que vibraron con cada uno de sus batazos.