TORONTO.— He preguntado cuántos carros circulan diariamente por esta ciudad. Nadie me ha podido decir una cantidad, ni siquiera algunos patrulleros a los que he consultado.
A ojos vista, son decenas y decenas de miles. Creo que me quedo corto. Pero esa no es la cuestión. Tampoco las marcas; obvio que son modernos. De todos los tamaños, de todos los tipos. Predominan los colores sobrios, nada que ver con los autos nuestros (o sea, de los que circulan en Cuba).
No quiero ni pensar qué sería de los conductores cubanos aquí. Ellos que están tan acostumbrados a adelantarse sin respetar el código vial o por cualquier cosa suenan el claxon.
No les interesa (allá) que sean las 9:00 de la mañana o la medianoche, ni que estén frente a un hospital o una escuela. Y si es para convertirlo en un piropo, pues más alto suenan.
Acá, en cambio, llegué a pensar que los autos no tenían claxon. Me he detenido en algunas esquinas y en cruces muy concurridos para disfrutar cómo los carros van uno detrás de los otros a velocidades supersónicas y ni siquiera se aproximan un milímetro más de lo permitido.
Cuando se acabó la ceremonia de inauguración de los Juegos Panamericanos, la circulación aumentó en la zona próxima al Rogers Center. Un chofer se equivocó y parecía que iba a detener el tráfico. Me detuve a ver lo que sucedía.
Nada. Literalmente nada. Los otros, los que tenían la preferencia, detuvieron la marcha y le permitieron entrar en la carrilera correcta. Todo fue en cuestión de uno o dos minutos. Ni una palabra agresiva. Ni un claxon sonó.
Un instante después fue que escuché uno por primera vez. Un sonido seco, corto. No más que eso. Nada de caballos relinchando, ni otros sonidos que nada tienen que ver con el sentido de ese código.
Fue el conductor de un taxi para avisarme que cruzara la calle, que iba a darme prioridad, a pesar de que era suyo el derecho de circulación en ese momento.