La alegría no se puede pujar, no se puede impostar. Ningún decreto la puede establecer, ningún lema de ocasión. No se le puede fijar fechas. Ella, como el géiser, eleva su vapor por los aires desde el centro de la tierra; o se posa sobre nosotros, íntima, tierna, como una gota de rocío.
La alegría es un estado del espíritu de donde emerge una mejor persona, un mejor país. La alegría nunca va en el maquillaje, sino en el semblante.
A mi vecina se le ha esfumado la alegría. Cuenta cada peso, cada paso: no solo ella. La inflación ha evaporado su jubilación. A los que nos formaron y nos hicieron, a nuestros padres y abuelos, les debemos más de una medida que les facilite la vida acorde con el contexto actual. Les debemos una inexcusable diferenciación de precios en el acceso a ciertos productos y servicios. Les debemos una mejor estrategia para aquilatar las posibilidades que mantienen intactas, una mejor estrategia social para cuidarlos en el declive de los años. Les debemos sumo respeto.
Como mismo depositamos flores para nuestros muertos sagrados, hay que insuflar ánimos para nuestros vivos queridos. Una pequeña ayuda vale más que una medalla.
Admiro profundamente a nuestros deportistas, los sigo; pero tal vez durante mucho tiempo nos hemos dejado obnubilar por las medallas y los lugares. Es hora de que el bosque nos deje ver los árboles. No nos dejemos arrebatar la alegría y el esfuerzo de cada cubano por clasificar, por representar de la mejor manera a su país en el concierto del mundo. ¡Que el orgullo auténtico no se extravíe en el chovinismo enfermizo! El fanatismo se parece demasiado a la ceguera.
Más olímpica que París es nuestra resistencia. La verdad es el verdadero Olimpo.
La alegría va de manos de la verdad. La verdad viaja a pie con la gente humilde porque es sencilla como ella. Donde quiera que se le escamotee o se le disfraza, la alegría cae. La patria cubana hunde raíces en el sacrificio de sus hijos, en los tiempos pasados y en los tiempos presentes. La patria cubana es en su esencia agramontina. Aquel llamado a pelear del héroe camagüeyano, con la vergüenza si era necesario cuando otras cosas escaseaban, todavía resuena. Quien aún no ha entendido esa lección, está condenado a quedarse sin patria.
La alegría del especulador, en cambio, es el dinero. Es esa su única patria. La del demagogo, es el engaño refinado: dice lo que se quiere escuchar, lo susurra o lo grita con palabras dulces; pero solo le importa su propio destino. El oportunista tiende su red en la corriente, se planta sonriente con su paraguas en medio del aguacero, y si buscas cobija, ya sabrás sus condiciones. El corrupto es una mezcla de todo, una argamasa pútrida que se cuela por las oquedades de los muros más sólidos, hasta hacerlos estallar.
Ya sabemos que la condición humana es como la naturaleza misma, no es privativa de ninguna geografía. En todas partes donde hay cultivos, aparece la maleza; pero solo hay dos alternativas: dejarse ahogar por la mala yerba, o salvar la cosecha.
Nuestra patria anda urgida de un buen desyerbe.
No hay que olvidar, aun cuando fuese escrito en 1830, las advertencias de una de las más célebres exégesis escritas en nuestro suelo, la Memoria sobre la vagancia de la Isla de Cuba. Esta es la letra de José Antonio Saco: “Dese al pueblo instrucción y ocupación, aliéntese la industria, persígase la indolencia, ármese la ley para herir a todo delincuente, y en breve quedará nuestro suelo purgado de la plaga que hoy le infesta».
No hay que temer la búsqueda incesante y purificadora de la verdad, incluso de aquellas que puedan resultar incómodas. No como grito agónico, no como gesto romántico, sino como la justa manera de salvarnos. Sin la verdad no hay patria. Sin la verdad no hay alegría posible.
Vengo del pasacalle del Festival del Caribe recién concluido, vengo de la conga santiaguera. Hay que defender la alegría, sí, con uñas y dientes. Como diría Mario Benedetti, defenderla «De las dulces infamias /Y los graves diagnósticos (…) Defenderla del rayo y la melancolía /De los ingenuos y de los canallas».