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La niña pintora de Cariblanca

De forma autodidacta, Samantha Díaz López regala, desde una comunidad montañosa en el centro de Cuba, pinturas con un exquisito acabado

Autor:

Lisandra Gómez Guerra

CARIBLANCA, Fomento, Sancti Spíritus.— En una casita empotrada en medio de las montañas de Guamuhaya germina el arte. Nace del talento y la inconformidad. Cuelga de paredes de ladrillos desnudos. Multiplica colores y formas en medio de tanta naturaleza, tierra oscura, humildad e inocencia.

«Llevo dibujando toda la vida, pero mi primer cuadro lo hice con siete años de edad», cuenta Samantha Díaz López, y en el fondo de sus ojos negros bordeados de tupidas pestañas destella la sensibilidad.

Desde hace 16 años, Cariblanca, en una esquina del municipio espirituano de Fomento, ha sido testigo de cómo ha crecido el más genuino talento de esta muchacha, dibujo a dibujo, aunque para muchos siga siendo la misma pequeña inquieta. Su delgadez y estatura desafían el poder del tiempo para desenvainar sus imparables huellas.

Por algún rincón de la casa de tejas y piso de cemento agrietado habitan, sobre papeles amarillentos, sus globos, muñequitas, animales… Cada trazo era una necesidad. Cada figura con vida, la confirmación de que son las artes el mundo idóneo para «Sami, la niña que pinta» como la conocen, gracias a las redes sociales, mucho más lejos de Cariblanca.

«Una vez nos visitó un profesor. Fue quien nos hizo darnos cuenta de que yo tenía talento. Antes dibujaba como cualquier niña, pero él me enseñó una que otra técnica».

Echa a andar su historia perdida entre impresionismo, renacimiento, abstraccionismo, surrealismo, barroco… Demasiados universos que apuesta por descubrir en sus más profundas expresiones, gracias al celular con acceso a internet que le compró Yosvel, su papá.

Sin salir de casa ha aprendido de todo o casi todo. Samantha ha sido alumna del programa de educación ambulatoria hasta el 9no. grado. Pero prefiere no explicar las causas.

La jovencita confiesa no sentirse conforme con sus creaciones. Foto: Yoan Pérez.

Desconoce ausencias, deudas, límites para soñar y crear. Hace suyos nombres de pintores, estilos, tendencias artísticas, criterios sobre sus creaciones. Disfruta sobremanera de su hogar-escuela-taller, el único espacio posible para intentar comprender la vida y dibujarla con sus claroscuros y las múltiples emociones que logra arrancar a fuerza en cada línea en movimiento.

«No me complacen mis pinturas ahora mismo. Siempre estoy buscando algo». Al escucharla, imagino que de inmediato brotan miradas de reojo desde las bailarinas que agitan sus tutús; el gallo fino que canta o la muchacha extasiada de trenza inmensa.

¡Ah, la inconformidad: el mayor estímulo de Sami! Basta con recorrer la pared atiborrada de bodegones, paisajes, cuerpos… para reconocer que cada creación es superior a la otra. Y el golpe de riposta nace espontáneo: «Todavía estoy explorando. Quiero conocer a qué tanto puedo llegar, y para eso sigo estudiando».

Mientras desgrana momentos de una labor artística en ciernes, se detiene en su mayor fortaleza: no ha estado sola ni un solo segundo. Adanay, su mamá, es su mayor crítica. «Me exige mucho, y casi siempre tiene razón en lo que me aconseja».

Aithana, la hermana menor (aunque en constitución física parece lo contrario), le ha permitido perfeccionar su obsesión: dibujar el cuerpo femenino.

«Lo pinto porque precisa de muchos cuidados. Antes imaginaba las figuras, pero ella nació con el talento para ser mi modelo, porque su rostro sabe transmitirme emociones. Necesito apropiarme de ellas para mezclarlas con las mías en el momento en que creo».

Muy cerca de ese proceso —prácticamente diario, ya sea en papel, cartulina o lienzo— habita la familia. Hacen marcos. Sellan los cuadros. Buscan telas sustitutas al lienzo. Sumergen las manos en la rocosera del lomerío para hallar colores cuando se agotan las pinturas que envía desde el exterior el tío. La acompañan cuando se va al corazón del lomerío en busca de los mejores paisajes o le sugieren imágenes digitales para reproducir.

La galería de arte La Molina, en su natal poblado de Cariblanca, resguarda las pinturas de Samantha.Foto: Yoan Pérez.

Una comunión que, centavo a centavo, logró hacer suya la casa vecina, donde se yergue ante los ojos de Cariblanca la galería de arte La Molina. Un espacio que empezó siendo un almacén para guardar las creaciones, y ante tantas obras se volvió sitio idóneo para robar suspiros a quienes saben admirar técnicas y estéticas esculpidas a golpe de talento.

Ya algunos de sus cuadros han tenido la suerte de salir de la pequeña comunidad rural. Anclaron en Trinidad en 2019, cuando su principal galería, la Benito Ortiz, fue sede de la exposición personal Los niños también pintan bodegones. Sami se robó ovaciones. Escuchó criterios especializados. Disfrutó del diálogo con el público.

«Siempre acepto que me ayuden. Me vendría bien que me enseñen más técnicas. Me encantaría descubrir la cerámica, alfarería, escultura… Pero necesitamos un horno. Ahora mismo exploramos la parte de la cocción para hacer vasijas de barro».

Vuelve a dar clic en los tutoriales de internet. La misma herramienta que le ha permitido domar —un tanto— el viejo piano que le compraron tras verla tocar hasta el cansancio con una aplicación sobre el táctil de la tableta digital.

Junto a su papá les devolvió los sonidos a varias de las teclas que habían enmudecido de tanto polvo. «Lamentablemente está desafinado, y eso sí no lo hemos podido solucionar», se lamenta, pero sonríe detrás del nasobuco: disfruta cómo el asombro reporteril cae de bruces frente a una joven prodigio. Un talento espoleado por la humildad de quien prefiere remangarse los pantalones hasta las rodillas y entrar al fango que corre en una de las márgenes del río vecino o recorrer una elevación cercana, con tal de sacar de raíz el alma de los paisajes.

«Me gustaría verme siempre pintando. Llegar a un mayor nivel profesional…». Ese es el anhelo que obliga a Samantha Díaz López a no deponer sus pinceles.

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