Rubén Darío sonriéndonos desde el retablo del espectáculo La niña que riega la albahaca y el príncipe preguntón. Foto: Odette Macías Autor: Odette Macías Publicado: 07/08/2019 | 09:07 pm
De los juegos infantiles a la escena profesional. Rubén Darío Salazar Taquechel, actor, titiritero, investigador teatral, dramaturgo, profesor y director de Teatro de Las Estaciones, que este 12 de agosto arriba a su primer cuarto de siglo, solo tuvo contacto con los estudios académicos del teatro, cuando tras abandonar la carrera de Periodismo, ingresó en el Instituto Superior de Arte (ISA) de La Habana, en 1987. Y Juventud Rebelde se pregunta: ¿cómo pudo esperar tanto si siempre vivió fascinado por el teatro?
«He transitado por los caminos del teatro de manera escalonada, con una vocación que se fue alimentando paulatinamente —le responde al diario. Hice teatro de aficionados desde la enseñanza primaria, y antes aun, de manera intuitiva. Trabajé de pequeño y de joven en la radio y la televisión. Un día supe que había una escuela de nivel superior donde podría canalizar mis inquietudes artísticas, específicamente dramáticas. Ni idea de que existía la Escuela Nacional de Arte, tal vez porque estudié los niveles secundario y preuniversitario en una Escuela Vocacional. Todo el tiempo anterior a mi entrada en el ISA me preparó para llegar a este, y a su vez mis más de 30 años como profesional del teatro han sido la antesala para obtener mi grado de Máster en Dirección Escénica y mi proyecto de iniciar los estudios para un Doctorado en Ciencias sobre Arte».
—¿Por qué esa insistencia, desde pequeño, en el teatro de figuras?
—Todos los niños en algún momento de su infancia, si han sido llevados al teatro de títeres, han experimentado el encantamiento de ver vivo lo inanimado, han creído en esa fantasía que sobre lo humano, la naturaleza, los objetos, crean de manera mágica las figuras o, para decirlo con términos contemporáneos, las formas animadas. Crecí en la calle del Guiñol de Santiago de Cuba. Salir de la casa y entrar en la salita de la calle San Basilio era para mí lo más cotidiano del mundo, una cotidianidad que comenzó a formar parte de mis sueños y de mi vida. Hice teatro de títeres en mi niñez, adolescencia y juventud. Por tanto, no ha sido la mía una insistencia en esta manifestación escénica, sino la asunción de ella en mi cerebro y mi corazón.
«Cuando estudié en el ISA no pensé nunca en la satisfacción personal de mi ego, ni en esas vanidades con que a veces se asume la profesión actoral. No soy el típico galán a quien le darían todos los papeles protagónicos, ni me interesaba presumir con ellos. Quería hacerlo bien, aprender, manejar las herramientas académicas que unen teoría y práctica sobre las tablas, pero, sobre todo, quería instruirme para trasladar esos métodos, ejercicios y técnicas al teatro de muñecos, que para mí era tan grande como el de los actores en solitario. Nunca tuve dudas de esa altura negada tantas veces: unas por ignorancia y otras por algunos desempeños endebles, pero perfectibles, del noble oficio de los retablos».
—¿Siempre fue Teatro Papalote el espacio que pensaste para iniciar tu carrera profesional? ¿Estaba Teatro de Las Estaciones en tu cabeza cuando te graduaste?
—Conocí de Teatro Papalote antes de cursar el Seminario de Teatro para Niños y de Títeres en los últimos años de la carrera de Actuación dramática. Lo vi presentarse en La Habana en 1983 y 1985. No sabía que terminaría haciendo mi servicio social con ellos. Ante mi interés por el teatro de títeres, Mayra Navarro, la profesora del mencionado Seminario, me dijo que Papalote pudiera ser un buen lugar para iniciarme como profesional del teatro con muñecos. Fuimos juntos a Matanzas. Me gustó lo que vi, fue una función de El Tambor de Ayapá en un espacio flexible de la ciudad.
«Algunos de mis compañeros me insistieron que con mis notas podría aspirar a una plaza en el Teatro Nacional de Guiñol, si tan decidido estaba por este género, que ellos sentían menor, pero confié en la opinión experimentada de Mayra Navarro. Me alegro sobremanera de que haya sido así. De todas maneras el Teatro Nacional de Guiñol, por diversas razones, estaba en mi sino. Yo solo tenía en mi cabeza la magia de los títeres. Ellos se adueñaron de mí desde las primeras edades. Teatro de Las Estaciones vino después, fue la consecuencia natural de un montón de casualidades y causalidades».
—Se ha escrito por muchos especialistas que La niña que riega la albahaca y el príncipe preguntón, de 1996, fue el inicio de una estética y un estilo muy particular que se reconoce hoy como Teatro de Las Estaciones. ¿Cómo definirías la poética de tu agrupación?
—Los vasos comunicantes del arte conducen a un montón de ligazones insospechadas, mixturas que se nutren de vivencias, aprendizajes, intereses. Los rompimientos son roturas, destrozos, explosiones… No se puede romper lo que aún no se ha construido, levantado, defendido. El espectáculo La niña que riega la albahaca… no fue rompimiento, sino encuentro, la puerta hacia una concepción más personal de la realización titiritera, una poética permeada de muchas voces e influencias. Nunca se está solo en el teatro.
«Teatro de Las Estaciones es el reflejo de mi formación como estudiante de arte en una universidad multidisciplinaria, donde todas las manifestaciones se completaban de forma maravillosa e increíble. Tal vez esté esa huella en la poética de Las Estaciones, es un estudio que dejo a los interesados en la Teatrología. 25 años después de la fundación del grupo, aún no alcanzo a ponerme a mirarlo desde afuera, como un extraño o como un ente curioso de los procesos teatrales. Estoy dentro, en una convulsión que me enamora y vivifica día a día. Ni siquiera me he detenido en esos premios y reconocimientos que solo marcan el paso de las acciones en el mapa artístico de un creador».
—El repertorio histórico y activo de la agrupación ha demostrado que eres un creador contaminado. ¿Nunca tuviste temor de que convocar a otros artistas pudiera «perturbar» tu brillo creativo?
—Quien convoca está haciendo un llamado, por lo tanto, es consciente de una necesidad interior, de un espacio que precisa completar para consolidar un proyecto o enriquecer una creación. Quizá por eso, aunque escribo y he subido a escena varios de mis textos, no me interesa hacer un teatro de autor. Sigo empeñado en que me asistan de vez en cuando otras escrituras. Si crees en lo enaltecedor que significa juntar voluntades, opiniones, miradas, concepciones, no puedes estar pensando en relumbres ni fulgores individuales, porque todos los resplandores son propensos a la acción de enceguecer, a la ofuscación, y el arte es algo más que llamar la atención, tiene otras tareas espirituales y sanadoras que me interesan mucho. ¿Imaginas a Teatro de Las Estaciones sin Zenén Calero? Sería otro grupo. Su estela más que brillante ha sido provocadora, un estímulo visual que traduce y acompaña los puntos cardinales de las ideas de los espectáculos.
—No existe una compañía teatral que escape de los «abandonos» de algunos de sus integrantes. Las Estaciones no es una excepción. ¿Cómo convives con estas circunstancias?
—Para mí dirigir una compañía teatral, lo digo por mi experiencia al frente de más de 50 actores, actrices, coreógrafos, músicos, diseñadores y técnicos, en 25 años, es como regir una familia o gobernar un país, y ni las propias castas de sangre o las naciones escapan de los «abandonos» que mencionas. El desánimo, la desidia, los giros en las proyecciones personales existen; también concurren en las compañías teatrales. No es un asunto de control. Está en los genes humanos el cambio, los vuelcos, los cuales unas veces son descendentes e involutivos, y otras ascendentes y evolutivos, dependen de la inteligencia, visiones y ambiciones de cada quien. Ni sobrellevo los «abandonos» ni los sufro. No puedo dominar las agendas ocultas de cada uno de mis trabajadores. Estoy preparado para asumir los cambios inesperados y sobrevivir. Ni las familias ni los países pueden tirarse a morir ante la salida o escape de uno de sus miembros, las compañías teatrales tampoco. El público sigue ahí y espera.
—Hace unos diez años me dijiste: «El teatro de títeres y para niños se ha desvalorizado por la falta de un trabajo profundo y consciente por parte del propio movimiento titiritero». ¿Cambió el panorama escénico en la isla?
—La evolución en este aspecto no ha sido grande, pero ha sido. Tiene la marca del tiempo que vivimos, donde hay tantos encuentros como pérdidas. La realidad titiritera de Cuba es mucho más rica en matices, y no me refiero a calidades, sino a conceptos creativos disímiles, marcados por formaciones pedagógicas y percepciones personales que pasan por lo cultural, lo humano y lo ideológico. Estamos en un momento interesante que no se debería desaprovechar. Se habla demasiado y se hace poco. Soy esencialmente optimista y no me arrepiento. De los pesimistas nunca he visto prosperar nada.
—Recientemente te designaron para dirigir el Teatro Nacional de Guiñol. ¿Cómo vislumbras su futuro próximo? ¿Incidirá en la trayectoria de Las Estaciones?
—Dirigir el Teatro Nacional de Guiñol es una responsabilidad que asumí con la venia de muchos que me han acompañado a lo largo de mi carrera profesional, y me siguen y seguirán acompañando en esta tarea mayor. Se intenta rescatar una institución con una historia mayúscula en el concierto mundial del teatro de títeres. Eso Teatro de Las Estaciones más que sufrirlo se apresta a celebrarlo y enriquecerlo. Yo soy con mis huestes; ninguna batalla contra olvidos, ausencias, quebrantos o retrocesos se ha ganado en solitario. Hasta el libro Mito, verdad y retablo: el guiñol de los hermanos Camejo y Pepe Carril fue escrito a cuatro manos, con mi hermano y colega Norge Espinosa, e investigado además con la colaboración de Yanisbel Martínez. Fue una publicación que arrojó y sigue derramando luz sobre momentos de nuestra historia titeril que muchos desconocen. El futuro del Teatro Nacional de Guiñol estará marcado por la restitución de un patrimonio que enorgullece a la cultura de la nación. Sus ecos deberán escucharse y conocerse de San Antonio a Maisí, y mucho más allá.
—¿Cómo puedes vivir todo el tiempo con el mismo espíritu intranquilo, incansable e inconforme de los años mozos?
—Hay personas flemáticas y personas sanguíneas. Me siento más cerca de la excitación que de la impasibilidad. Me gusta actuar, dirigir, investigar, dar clases y escribir, sin un orden definitivo de preferencia. Nací así, es una condición que no pedí ni compré en una tienda. Lo que he hecho ha sido canalizar ese ímpetu en razones útiles para mí y para todos desde el punto de vista artístico y ético. Ser coherente con tus fueros internos ni cansa ni pesa, te acompaña para siempre.