Arturo Sotto, el director de Boccaccerías..., y Alejandro Pérez, responsable de la fotografía. Autor: Juventud Rebelde Publicado: 21/09/2017 | 05:53 pm
Hace más de 2 000 años, Aristóteles teorizó sobre los principios básicos de la comedia y aseguró que este género debía tratar sobre lo imposible e inconsecuente, cosas contrarias a las esperadas, personajes vulgares y bajos, asuntos inútiles e intrascendentes, razonamientos discontinuos y reiterados, además de los defectos físicos y morales, y el llamado innuendo, o carácter fantástico y elevado que diferencia el humor de la ofensa directa y la diatriba enconada.
Bocaccerías habaneras, la comedia coral y episódica que constituye uno de los tres éxitos consecutivos estrenados por el Icaic en lo que va de año, cumple a pie juntillas con varios de los anteriores preceptos. (Tampoco se trata de batir palmas triunfalistas porque logramos lo que debiera ser la media de acuerdo con las potencialidades y el talento con que contamos: por lo menos tres largometrajes al año, y que resulten satisfactorios en diversos sentidos y para los muy distintos públicos).
Escrita y dirigida por Arturo Sotto (bien recordado por sus anteriores y notables Amor vertical y La noche de los inocentes), la comedia de marras evidencia el propósito de seducir a su auditorio desde los primeros planos del amanecer en El Morro, la Catedral, la Plaza de Armas o el Prado. Una vez determinado el contexto, el filme se adentra en la casa del escritor, donde se da cita un grupo de cuenteros y cuenteras para venderle sus historias, inventadas o reales.
El escritor con crisis de ideas es interpretado por el propio Arturo Sotto, quien asegura a través de su personaje que casi todas las historias escuchadas son «lo mismo con lo mismo»: sexo por dinero, problemas de escasez, edificios derruidos y tráficos con la religión o con los extranjeros. Y los tres cuentos, que se han llamado Los primos, No te lo vas a creer y Una historia del tabaco se amarran fuertemente al contexto sicológico y social de la capital cubana contemporánea, pero discursan, al igual que Los cuentos del Decamerón, en torno a tres temas: el amor profano, la inteligencia puesta al servicio del placer, y la sexualidad como parte de la alegría de vivir.
Y si la burla del erotismo y los equívocos asociados al deseo constituyen ejes temáticos que le otorgan coherencia al filme, por detrás del colorido y la «gozadera» aparece, por ejemplo, en Los primos, la caricatura o la sátira a las apariencias inútilmente aburguesadas de ciertas familias. Con el talante de la tragicomedia filial que lo emparenta con ilustres predecesores del tipo Contigo pan y cebolla, Aire frío o Video de familia, Los primos postula el triunfo del amor por encima del interés con esa secuencia de innuendo aristotélico que muestra a la pareja desnuda, haciéndose el amor en medio de la calle, porque no hubo obstáculo que pudiera impedirlo. Y en este desenlace, como en los otros cuentos, sobresale siempre el interés ético, la moraleja que suele acompañar a las buenas comedias.
Porque el filme es eficaz, sobre todo en el primer y tercer cuento, cuando salen adelante la franqueza y la sensualidad por encima de la mentira, la torpeza y la mezquindad, las cuales se adueñan por completo del segundo relato, mediado por estafas diversas y tráficos prostibularios masculinos y femeninos. Pero en cualquiera de los tres segmentos estaremos en presencia de la más ostensible deconstrucción del machista tropical en sus variantes de chulo, guapo, bicho y bárbaro. En esta película todas las mujeres parecen asertivas, pragmáticas, liberales, consiguen lo que quieren y se enseñorean de su entorno, mientras los varones se muestran indecisos y torpes, cuando no mendaces, hipócritas, miserables o dubitativos.
Loable no solo por lo que cuenta, sino por el modo ágil, desprejuiciado y atractivo en que lo hace, Bocaccerías habaneras toma de referencia a este escritor que le cobra a la gente para que le cuente sus historias, de modo que, en este caso, Arturo Sotto deviene director, guionista y actor, asume el personaje de narratario (personaje que escucha las diversas narraciones que componen el filme) y también se convierte en el elemento de enlace y cohesión de la trilogía. Desde su despacho, el filme salta de una boda fracasada en un restaurante de lujo a un baúl contrabandeado a lo largo de toda una madrugada, y finalmente, se aposenta en una emboscada de seducción y acoso sexual disimulado, en medio de una fábrica de tabacos a la cual el fotógrafo Alejandro Pérez le sacó muy buen partido en términos visuales.
Además de virtudes obvias como la narración capaz de despertar el interés y el montaje ágil, la película está beneficiada por una dadivosa fotografía (solo apuntar que el canon embellecedor de Alejandro Pérez pudiera remarcar las divergencias de intenciones y estéticas que existen entre Conducta, Bocaccerías… y las decenas de videos musicales que también se le encomiendan), mientras las imágenes, el sonido y los diálogos están henchidos de citas más o menos cultas, siempre capaces de conferirle mayor estamento intelectual a la placa habitual de folclorismo, vehemencia y caricatura gruesa que suele atribuírsele a la comedia cubana de costumbres.
Si algo conserva intacto Sotto a lo largo de una carrera que se inicia en la segunda mitad de los años 90 del pasado siglo, es el interés porque cada nueva obra devenga palimpsesto de citas y homenajes que en esta ocasión optan mayormente por el desenfado y la naturalidad para incorporarse al discurso humorístico, y al delirio surrealista. Además del cine italiano de los 60, el mito de Carmen o la omnipresente novela de Leonardo Padura, en el filme se acumulan decenas de referencias a la realidad cubana de hoy mismo, y en esa línea, a veces ciertos momentos o diálogos tienen un sesgo artificioso, como si estuvieran demasiado cocidos y cosidos. En cuanto a los diálogos, estaremos de acuerdo en que no todos los personajes pueden expresarse de la misma manera que el personaje del escritor, por más que sea él quien recepta e imagina las historias de los demás.
Por ejemplo, entre las escenas que retumban por su altisonancia nada humorística recuerdo la demasiado elaborada rumba de cajón que súbitamente estalla en el mercado agropecuario (Los primos) o el aria operística que emprende un carnicero delincuente en el segundo cuento. De todos modos, el humor de la primera entrega está incentivado por el delirio de los operadores de kitsch computadorizado, mientras que la segunda presenta una composición hilarante de Omar Franco en el papel de un camionero latoso. Quizá tampoco aportan mucho al conjunto los dos esbozos, afianzados en el humor tópico y típico, que anteceden a la tercera propuesta. Pero si yo fuera director, o editor, también los habría dejado, aunque después me censuraran los críticos, porque suprimirlos significaría perder buena parte del desempeño de Yerlín Pérez, hoy por hoy una de las mejores comediantas de este país.
Además de los mencionados, desfilan decenas de intérpretes por pantalla, y la mayoría casi absoluta cumple cabalmente con sus deberes. Algunos consagrados (Patricio Wood, Luis Alberto García y Mario Guerra) vuelven a demostrar por qué lo son, mientras en el grupo grande de principiantes sobresale Yudith Castillo, quien puede convertirse, con un aplomo impresionante, en novelera capaz de crearle una crisis moral al escritor, o en tabaquera fascinante y embaucadora. La joven actriz también contó con uno de los personajes mejor escritos de este coro, porque en su desenvoltura y capacidad de seducción se refleja buena parte de la tesis y el espíritu de la película.
Con una clara vocación para complacer a todos los públicos, o por lo menos a esa mayoría de compatriotas que todavía persiguen y añoran el cine cubano, Boccaccerías habaneras apuesta por el humor y la bonitura, en tanto antologa algunas de nuestras medulares características de habitantes del trópico y la latinidad, porque antes de condenar por superficialidad esta comedia, debiera tenerse en cuenta que los estereotipos culturales provienen de ideas, creencias y opiniones sólidamente arraigadas en la identidad nacional. De modo que nadie debería ignorar las potencialidades que entraña la manipulación artística de tales estereotipos y lugares comunes. Y no es que me deslumbre la película, es que me parece justo apreciarla en tanto válida operación por rescatar la dignidad intelectual del entretenimiento diligente, realizado con profesionalidad y conocimiento de causa.
A esos que viven soñando con la imposible reaparición de un nuevo clásico, los invito a que busquen en la historia del cine nacional un año (que no sea 1968) cuando se hayan estrenado tres largometrajes tan populares, y elogiados a todos los niveles, como lo han sido Conducta, luego Bocaccerías… y poco después Meñique. Es decir, que el constante recomenzar de todas las cosas en Cuba cuenta con algunas experiencias cinematográficas competentes, populares y, en algún sentido, ejemplares.