Onelio Jorge Cardoso. Autor: Juventud Rebelde Publicado: 21/09/2017 | 05:49 pm
Jorge Cardoso o Juan Candela. No importa qué letras prosigan tras las iniciales de sus apellidos. Cuando se trata de Onelio el cuento empezará siempre igual: «Una vez hubo un hombre por Mantua o Sibanicú…», y aparecerán las palabras de aquel que era «de pico fino para contar cosas» con «ojos negros y movidos, la boca fácil, y la cabeza llena de ríos, de montañas y hombres».
Y es que ese fue el mismo que nació hace exactamente cien años, el 11 de mayo de 1914, en el centro de esta Isla. De chico ni siquiera leyó mucho, descubrió a Quiroga cuando ya había escrito El cuentero, Mi hermana Visia y Los carboneros. No fue a la universidad, no tenía el dinero. Nunca escribía versos, y aunque confesaba que jamás había logrado «llevar la poesía a la poesía», todos los que lo hemos leído sabemos bien que sí la supo concentrar en sus cuentos.
Lo cierto es que Onelio encontró la lira entre los campos de su natal Calabazar de Sagua, el pequeño pueblo de Villa Clara. Sus singulares personajes brotaron de los hombres humildes y sus historias, del ambiente pueblerino y de las leyendas campesinas que colmaron su infancia, junto a los cuentos de la guerra que escuchara en la voz de su papá, capitán mambí. El resto lo puso esa especial sensibilidad innata que le permitía conectar con las almas, una constante capacidad de asombro para captar lo que a simple vista no se ve.
De ahí nacieron sus primeros cuentos, cubanos en su hablar y en las miserias de la gente de su tiempo, con el aliento trágico de sus protagonistas, como Nino, quien mata al guardia rural que viene a despojarlo de sus bueyes, la Isabelita que se entrega al gallego obligada por el hambre, o el niño que muere de fiebre en brazos de su madre En la ciénaga, mientras que la mala vida del trabajo del carbón queda plasmada en Los carboneros, relato con el que comienza a despertar la atención de la crítica al ganar, en 1945, el prestigioso Concurso Alfonso Hernández Catá.
Entonces aparecería su primer libro, Taita diga usted cómo, publicado en México y con prólogo de José Antonio Portuondo. Pero no es hasta 1958 que en Cuba se lee un volumen de su autoría cuando la Universidad Central de Las Villas edita El cuentero. Durante los más de 12 años de tal silencio editorial, muchas de sus creaciones solo saldrían a la luz en revistas y antologías. Después del 59 asomarían uno tras otro: El caballo de Coral (1960), Cuentos completos (1962) con dibujos de René Portocarrero, y los trabajos periodísticos recogidos en Gente de pueblo (1962), que tendrían una segunda parte en Gente de un nuevo pueblo (1981), con la colección de sus reportajes realizados después de 1959. Luego aparecerían La otra muerte del gato (1964), Iba caminando (1966), Cuentos completos (1966), Tres cuentos para niños (1968), Abrir y cerrar los ojos (1969), El hilo y la cuerda (1974) y Caballito blanco (1974). Su último libro para adultos, La cabeza en la almohada, fue publicado en 1983, y Negrita, la noveleta para niños, resultó su entrega final en 1984.
Pero aunque Onelio recreó desde sus inicios los comportamientos, conflictos, decires, y costumbres de los menos favorecidos, su cuentística no se debe encorsetar ni en el relato costumbrista ni en el criollismo a ultranza. Fue más que un autor de cuentos de guajiros, hombres de pueblo, campesinos, cenagueros, obreros o pescadores, y sus relatos van más allá de la denuncia de un contexto social adverso. Habla de las carencias materiales tanto como delata las urgencias del alma.
Es por eso que cuando triunfa la Revolución, su obra no pierde a sus personajes al cambiarles a estos su adversa realidad social. Todos tenemos, en cualquier circunstancia, necesidad de la fantasía, ya sea como Juan Candela para «tapar el piso de tierra», como escribiría antes del 59; o para confirmar la idea fija del langostero de El caballo de coral de que «el hombre siempre tiene dos hambres»; o para expresarnos al igual que en El canto de la cigarra, con una compulsión creadora, que ni la envidia ni las rejas logran acallar.
La metáfora de la fantasía, no para evadir realidades sino para avivar el espíritu, es una de las «locuras» más hermosas de su obra, un símbolo que como él mismo explicara en una entrevista «vive y trasciende como proposición, equivalente a cultura, sueño, inventiva, valores que proponen una cosa evidente: el hombre tiene necesidad de ellos para su completa realización».
Y aunque admiro profundamente al escritor «de los ojos abiertos» —como señalara Eliseo Diego— cuando devela el dolor de sus personajes, y reverencio al autor «de los ojos cerrados» que eleva el vuelo poético de la imaginación; es este Onelio Jorge Cardoso apegado a los niños, uno de los que más cercanos me resulta. A mí también me hizo «un guiño».
Lo sé por Negrita y por la compilación de cuentos que trotando en un Caballito blanco acompañaron mis lecturas infantiles, e hicieron brotar ramas de ternura y fantasía, y el regodeo de una sonrisa cómplice enredada entre sus moralejas. La misma que hoy a la vuelta de las décadas, se me escapa —y no me explico cómo—, cuando releo Pájaro, murciélago y ratón, La lechuza ambiciosa o Los tres pichones, esos que ávidos de la mar, marineros, surcaron hasta por la pantalla chica convertidos en dibujos animados.
Son universales estas fábulas —es la sencilla respuesta—, como lo son las de Esopo o las de La Fontaine, aunque aquellas cubanísimas se acicalen con los colores de nuestra fauna, en las manos hábiles del que también fuera jefe de redacción del semanario Pionero. El mismo ser que muchas veces alternó su vocación de escritor con las más diversas labores, entre ellas la de vendedor ambulante, viajante de medicina y maestro rural. Y entonces no puedo dejar de imaginar al tierno amigo de los niños, en la pequeña y remota escuela del Central Narcisa, encendiéndoles, como solía, «muy vivamente su imaginación».
Cien años con Onelio, y la Muerte, sudorosa de tanto caminar por la guardarraya, no ha logrado alcanzarle tampoco. Parece que como Francisca, él ha trascendido de tanto trabajo y ardorosa creación, los fugaces días de la vida. Sus cuentos continúan al galope, revelando lo real maravilloso de nuestros campos donde cualquiera sabe que con baba de guásima se pueden pegar las dos partes de un animal dividido por una mocha, o descubrirle a Leonela, aun después de muerta, la obstinada forma de un beso en la boca todavía.
Persiste hábil, a pesar de los años, para enganchar la mirada hasta la última de sus palabras, sin que uno sepa con seguridad si la leemos en un libro o la escuchamos de sus propios labios, paralizados entre el asombro, el encanto de las imágenes que suscita y la sustancia de sabiduría popular que en ella se cuecen. Por eso, más que cuentista, cuentero. De nosotros: el mayor.