La trova tiene algo mágico que debe transmitirse al público, afirma el joven trovador Yoan Zamora. Autor: Luis Raúl Vázquez Muñoz Publicado: 21/09/2017 | 05:33 pm
CIEGO DE ÁVILA.— No nació en Ciego de Ávila. «Fue en Santiago de Cuba, en 1976; en Mella, un municipio rural», especifica. Aunque enseguida aclara que, por su experiencia vital, se considera avileño de pura cepa y pone el primer argumento: a los 40 días de nacido sus padres lo trajeron para la Ciudad de los Portales.
No estudió música y hoy es un trovador reconocido en el país, condición en la que sobresale su labor como organizador del Encuentro Nacional de Jóvenes Trovadores, evento ya con ocho ediciones. Tampoco conoce el solfeo ni sabe leer las partituras y sin embargo, es capaz de pasarse meses componiendo una canción. Mucho menos cursó una escuela para aprender a tocar la guitarra, el instrumento que lo identifica como artista.
«Aprendí a tocarla a pura observación y experimentos —recuerda—. Silvio Moreira, un trabajador que tocaba la guitarra en los encuentros, fue el que me ilustró cómo hacerlo y yo me dejé llevar por el embrujo de sus cuerdas».
Hay muchos «no» en la vida de Yoan Zamora, joven artista, integrante de la Asociación Hermanos Saíz. Solo que esas negativas han alimentado el derrotero vital de un artista que ha sorteado innumerables obstáculos en su carrera profesional y ya posee un disco —Aguacero— y ha musicalizado poemas de Rubén Martínez Villena, una labor que considera como una de las experiencias más arduas y estremecedoras que ha debido enfrentar.
—¿Por qué la música sí se convierte en el camino de tu vida y no la Filología? ¿Cuándo se tomó esa decisión?
—En el tercer año de la carrera. Varios compañeros proyectábamos nuestro futuro después de la universidad. Todos teníamos dudas, aunque conmigo fueron concluyentes. «Contigo no hay problemas, dijeron, lo tuyo es la música». Fue una revelación.
—¿Acaso tú no compartías esa certeza de tus compañeros?
—No era una certeza sino más bien una afición. Integraba Séxtasis, un sexteto que llegó a merecer el Gran Premio en un Festival de Artistas Aficionados de la FEU. Había mucha pasión en el proyecto y en un momento tomamos una decisión: una parte se mantuvo en suspenso al concluir los estudios y dos abandonaron la universidad para irse con el grupo.
—¿A qué se debía tanta pasión por la música?
—Nos veíamos como parte de una nueva generación de trovadores en Villa Clara —la Trovantivitis le decían— y formábamos parte de una nueva necesidad musical que se gestaba en la sociedad cubana. Era algo que surgía y nosotros lo veíamos en la reacción del público. No sabíamos qué era. Hoy ese fenómeno se llama Música Fusión.
—¿A qué obedecía el surgimiento de ese nuevo fenómeno?
—A una necesidad de superar el boom de la música salsa. El público lo sentía y los músicos también. Eran los finales de la década de 1990. Se empezaban a buscar nuevas propuestas de modo muy sensorial, insisto en eso. Por otra parte Séxtasis era un auténtico grupo de fusión. Lo integraban dos filólogos, un estudiante de Derecho, otro de Contabilidad, un informático y uno de Lengua Inglesa. Por afinidades musicales éramos dos roqueros, un salsero, un baladista y otro adicto a la música romántica.
—¿Cómo se armonizaba tanta diversidad?
—Todos esos saberes se ponían en función del proyecto. En la universidad nos dieron un local y allí experimentábamos bastante. Cuando existía una encrucijada creativa, a veces la experiencia de un roquero y la capacidad comunicativa de un salsero daban la clave para seguir adelante en algún número musical. Con ese afán nos fuimos para La Habana, alquilamos un apartamentico y así empezamos a tener éxito.
—¿Y por qué te fuiste? ¿Por qué regresaste a Ciego de Ávila?
—Con el éxito empezaron a llegar nuevas exigencias musicales. Tampoco lograba sintonizarme con las exigencias de esa maquinaria que es el mercado y la producción musical. No entendía eso de ponerme de una manera en el escenario y colocarme la mano por acá a la hora de tomarme la foto de promoción. Además, empezaba a formar una familia y eso reconfiguraba mi vida. Fui el primero en salir del grupo. La decisión resultó difícil; algunos pensaron que era una broma. Séxtasis prometía mucho. Era tan prometedor, que hoy se conoce como Warapo.
—¿Por qué tú interés por la trova?, ¿en algún momento no has pensado en otro género?
—La trova es lo más cercano a mi personalidad. Soy un individuo necesitado de sedimentar las cosas. Yo pudiera ganar un poco de dinero en los hoteles de Cayo Coco. En algún momento lo hice por necesidad y si debo volver, lo hago. Pero ese ajetreo no se conecta conmigo. Contradictoriamente, en los inicios, sobre todo cuando volví a Ciego de Ávila, me veían como trovador y yo me negaba a aceptar esa condición.
—¿Algún escrúpulo?
—Ser trovador implica una condición estética. La trova tiene algo de mágico, una poética y una energía que debe transmitirse al público, y eso es lo que te otorga la condición de trovador.
—¿Hoy te consideras trovador?
—Creo que sí, con toda la responsabilidad que eso implica.
—¿Tienes algún método para componer tus canciones?
—No, ellas simplemente salen. Yo no las compongo, ellas son las que lo hacen.
—Entonces, como autor, ¿qué papel juegas?
—Muy poco, me parece que ninguno. Yo soy un instrumento de mis canciones.
—Una vez dijiste que la musicalización de los versos de Rubén Martínez Villena había sido uno de tus trabajos más arduos. ¿Por qué?
—Fueron 12 poemas, musicalizados en dos meses de labor ininterrumpida y en solitario. Enseguida descubrí la complejidad de los versos en su estructura y contenido. Había que buscar un camino para armonizarlos con la música sin que perdieran sus esencias. Entonces apareció su historia de vida, el mito convertido en realidad. Está la anécdota de Máximo Gómez cuando lo vio de pequeño y dijo: «Cuiden a ese niño, que en sus ojos tiene la luz plena de mediodía». De ahí salió una de mis canciones: Luz de mediodía. Está dedicada a él, tiene un carácter biográfico y la canté en Morón, en la Fundación Nicolás Guillén. Villena demostró la importancia de dedicar la vida a algo en lo cual tú crees sin importar las consecuencias.
—En los últimos años tú has sido uno de los organizadores del Encuentro Nacional de Jóvenes Trovadores en Ciego de Ávila, un proyecto que ha vencido no pocos obstáculos. De todos ellos, ¿cuál ha sido el más difícil de superar?
—La apatía. La ignorancia y el prejuicio se pueden superar; sin embargo, la desidia es algo terrible. Ese proyecto ha buscado abrir espacios a un tipo de música que no es muy divulgada en los medios de comunicación. Se ha hecho con la colaboración de un grupo de amigos, en especial de Jorge Luis Neyra, director de programas en la Televisión Avileña, y entre otras satisfacciones, al menos para mí, ha estado conocer al público avileño, que yo lo considero perfecto para la trova.
«En esta provincia se han realizado innumerables actividades culturales, en específico con la trova. En ocasiones ellas han tenido una divulgación nula y sin embargo han contado con un número considerable de personas, que saben escuchar de un modo muy inteligente y al mismo tiempo esperar la canción de su agrado, algo que en otros lugares no ocurre. De ahí la perfección de ese público, de acuerdo con mi experiencia».
—Tú has reiterado que no te gusta esperar a que las cosas surjan y si no existen, pues hay que crearlas. ¿No hay un poco de voluntarismo en esas palabras?
—Lo que hay es una perfecta racionalidad y una filosofía de vida. No soy de esas personas que quieren hacer un festival de poesía, lo anuncian y esperan sentados a que se lo organicen. Creo que esa es la génesis del fracaso de muchos proyectos culturales. Si no existen, los espacios se deben crear, lo cual no quiere decir que deban soslayarse las dificultades que aparezcan en el camino.
—Yoan, a tu regreso a Ciego de Ávila andabas sin sombrero. De pronto apareciste con esa prenda que te acompaña a todas partes, al punto de que ya es difícil concebirte sin ella. ¿Cuál es su origen? ¿Una recurso artístico, una necesidad de identificación? ¿Qué hay detrás del sombrero?
—Un consejo médico. Hace un tiempo me diagnosticaron disfonía funcional crónica, y al saber que tocaba de noche y a cielo abierto, una foniatra me advirtió: «Ojo con tu profesión». El sombrero apareció para protegerme del sereno. Luego me he adaptado, le he encontrado algunos encantos. Tengo una comunicación especial con él y lo he redondeado en un símbolo, que junto a mi familia es lo más importante y querido para mí. ¿Sabes cómo se nombra? Se llama Cuba.