La Portuondo muestra su Premio Maestro de Juventudes. Autor: Roberto Suárez Publicado: 21/09/2017 | 05:32 pm
«Nunca he fumado», afirma con evidente satisfacción la gran Omara Portuondo, y tal vez por ello su garganta se mantiene así de prodigiosa... Pero, de inmediato, esta mujer increíble, que es la música en sí misma, decide hacerle una confesión a Juventud Rebelde:
«El aroma del tabaco me fascina. Cuando voy a la zona de Pinar del Río, en el amanecer, me admira la belleza de esa tierra donde se da el mejor tabaco del mundo. Ese verde que contrasta con el azul intenso de nuestro cielo y la blancura impecable de las nubes... ¿Te imaginas si ese paisaje se repitiera en muchos otros sitios de esta hermosa isla? Sería aún más irresistible.
«Mis amigos me han contado que disfrutar un puro es como viajar al paraíso. Y puedo entender a qué se refieren con solo dejarme llevar por su aroma. Y luego, su textura, con esas hojas que parecen surcadas por venas que transportan la sangre de Cuba; y su humo, que dibuja como esculturas en el aire... Se trata de un obsequio divino que nos hizo la Naturaleza. Me llena de orgullo, porque nos identifica, como mismo lo hacen nuestras palmas reales, el tocororo, el azúcar...».
—Quizá ese entusiasmo con que habla explique el porqué usted se convirtió recientemente en la diva del pasado Festival Internacional del Habano...
—No me pude negar. De hecho, no es la primera vez que saludo con mi voz a un festival de tanto prestigio. Estuve invitada cuando Compay Segundo se convirtió en la figura principal de la gala. ¡Ese grande de nuestra música, cual cubano rellollo, sí que era un fumador empedernido!
—Tiene usted toda la razón: decir Cuba es decir palma real, tocororo, azúcar..., pero también Omara Portuondo...
—¿Tú crees? Me parece que exageras... ¿Tan alto he llegado? (sonríe, pero su auténtica modestia la descubre algo turbada).
—Tan alto ha llegado...
—Tal vez tengas razón, pero al igual que esta tierra ha sido bendecida con su tabaco, su ron, su azúcar, su gente..., ha sido bendecida por su música. ¡Existen tantos intérpretes fabulosos, célebres, a quienes admiro y respeto...! ¿Sabes? Cuando actúo por el mundo siempre me preguntan lo mismo: ¿Y por qué en Cuba abundan tantos músicos buenos? Y yo se lo atribuyo a la gracia de esta isla única, bañada por el mar donde el sol a veces se ensaña (sonríe).
«Claro, contamos con excelentes escuelas de arte, con maestros de primera, pero ello no serviría de mucho si la música que nos legaron nuestros abuelos africanos y españoles no ocupara cada partícula de nuestro ser. La música nos pertenece. Dondequiera que vayas encuentras melodía: en una palma que se mece, en el trinar de los pájaros, en la cadencia de las mujeres y los hombres al caminar... No tenemos petróleo, ni oro, ni brillantes, pero sí música de la más genuina. ¡Esa es una de nuestras joyas!».
—Y usted desde pequeña la hizo suya...
—Hay algo real: la Naturaleza te dota de esas condiciones especiales para cantar. Y mis padres, desde que yo era una niña, supieron que yo las poseía. No eran músicos, pero igual nacieron con unas voces muy afinadas y un magnífico oído.
«Recuerdo que siempre, a la hora del almuerzo o de la comida, ellos se ponían a cantar a dúo. Y un día, aunque mis otros dos hermanos igual podían hacerlo, mi padre, Bartolo Portuondo, me llamó: “Omarita, siéntate aquí. Ven a ver si puedes hacer esta melodía”. Entonces, hizo la primera voz y me cantó Veinte años. Qué te importa que te ame, si tú no me quieres ya... (Omara rompe a cantar y el lugar donde conversamos se ilumina). Y yo lo seguí —dice, sin siquiera percatarse de que a nuestro alrededor se hace un silencio sepulcral—. Mi padre me miró y me pidió nuevamente: “A ver, haz esta otra melodía”, y acudió a la segunda voz para volver a interpretar la canción inmortal de María Teresa Vera, esa que nunca he podido dejar de cantar. “¡Pero, Omarita, me vaticinó, tú serás una gran cantante! Vas a representar a tu país en muchas partes del mundo”, me aseguró.
«Era algo que él ya había hecho como pelotero. Estuvo entre los primeros negros cubanos que viajó a Norteamérica a jugar béisbol, como parte de las ligas Cuban Stars East, la Cuban Stars West, los All Nations Team y los Kansas City Monarchs. Era un excelente en el béisbol, pero no se vanagloriaba. Se escribía mucho sobre él, por lo elegante y lo bien que jugaba. Por cierto, como era deportista, tampoco fumaba.
«Pues bien, de esa manera me fui involucrando en la música. Después, la vida me permitió conocer a la gente del feeling, cuando estudiaba en el Bachillerato. Llegué incluso a bailar con Alberto Alonso y Sonia Calero, y también en Tropicana, sustituyendo a una muchacha que, a punto de estrenarse un espectáculo, no conseguía resolver sus problemas con la memoria coreográfica y el ritmo...
«Así fueron sucediéndome cosas significativas sin que yo las buscara, como conocer, por ejemplo, a Luis Carbonell, con quien trabajé en el teatro. No olvidaré aquel poema que terminaba: “Sí, se rompió en dos partes, el refajo marañón...”, y mientras él recitaba yo improvisaba, porque Alberto confiaba mucho en mí. Igual, conocí a estrellas indiscutibles como Rita Montaner, Bola de Nieve; Esther Borja, esa mujer admirable...
«Antes, había cantado en el coro de la escuela primaria, que era un centro buenísimo, donde, además de la docencia general, aprendíamos música, actuación, declamación; practicábamos deportes... Yo jugaba básquetbol y nadaba...».
—Supongo que vivir en Cayo Hueso también influyó...
—Pues claro, ¡si yo conocí a la gente del feeling en Cayo Hueso! Allí vi a Sindo Garay, por ejemplo. Ese mundo de música, solares, rumba, no me era ajeno. Recuerdo la vez que mi mamá me envió a buscar el pan, y caminando con mi barra en las manos me percaté de que mucha gente entraba a un sitio, y la curiosidad de niño me hizo llegar hasta donde estaban tocando rumba con cajones.
«Para mí aquello era tan novedoso, que me encantó y me quedé. Se me olvidó que andaba en un mandado. Cuando llegué, en vez del fuerte regaño que me merecía, mi madre, que se nombraba Esperanza Peláez, después de escuchar mi relato, me dijo: “La próxima vez me avisas para ir contigo” (sonríe). Todas esas anécdotas son tremendas. Mis padres eran personas excelentes.
«Pues sí, tuve la suerte de estar rodeada de ese ambiente en el hogar (mi madre blanca fue abandonada por los suyos cuando decidió casarse con mi padre negro, pero concibieron una familia muy linda y unida, donde reinaba el respeto, la música y la alegría), en las calles... De veras que me siento orgullosa de haber nacido en Cuba, de contar con todos esos tesoros; de haber nacido en Cayo Hueso, donde también vieron la luz Miguelito Valdés, Chano Pozo, Merceditas Valdés, Los Zafiros...».
La artista
—Cuando se encontró con los defensores del feeling, usted era una aficionada. ¿En qué momento se convirtió entonces en La novia del feeling?
—Cuando me invitaron al primer programa, yo formaba parte de un grupo en el cual era la única mujer... Bueno, era casi una niña, pues por el día estaba en el Bachillerato y en las noches estudiaba taquigrafía en una escuela pública. Allí la maestra me bautizó como «la artista». Una de las hermanas Martiautu, que compartía mi misma aula, me invitó en una ocasión a que fuera un día a su casa, donde se reunían unos muchachos que cantaban y tocaban guitarra. Con posterioridad ellos conformarían el grupo del feeling. Ahí estaban José Antonio Méndez, César Portillo, Frank Emilio Flynn, ese pianista extraordinario..., representando todos los estatus sociales: estudiantes, basureros, pintores... hasta un dirigente universitario había, Roberto Fuentes.
«Entonces, fuimos a ese programa de la Emisora Mil diez, donde íbamos a interpretar temas, en este caso norteamericanos, que Frank Emilio nos montaba. Porque también teníamos la influencia de esa música maravillosa (con los años pude viajar con el Buena Vista a Nueva Orleáns y se me dio la posibilidad de ver lo que sucedía en las calles durante los festivales de jazz, lo que me trajo a la mente aquellos tiempos del feeling)... Pues volviendo a lo que hablábamos, te diré que Manolo Ortega, maestro de la locución, a la hora de presentarnos decidió, atendiendo a que cantábamos en inglés, cambiarme el apellido e introducirme en el programa como “Omara Brown, la novia del feeling”. Porque era la única muchacha del grupo. Esa es la etapa en la que cantábamos canciones como aquella (y entona): Open the door, Richard,/ Open the door and let me in...».
—¿Y de la historia del cuarteto D’ Aida?
—Eso sucedió mucho después...
—Así es. Sé que antes formó parte, incluso, de la orquesta Anacaona, el cuarteto de Orlando de la Rosa...
—¡Pero si usted lo sabe todo...! (Vuelve a sonreír). Mira, por medio de ese grupo del feeling, que ya te mencioné, fue que entré al cuarteto de Orlando de la Rosa, porque Elena Burke, que ya sí era profesional y cantaba en él, iba mucho a ver nuestras actuaciones. Lo integraban, además, Aurelio Reynoso, Roberto Barceló y Adalberto del Río, quien aún vive y canta muy bien. Sucedió que el Cuarteto de Facundo Rivero la invitó a que se les uniera para una gira que iba a emprender. Entonces habló con Orlando de la Rosa para que me probara a mí.
«Así me quedé en su lugar, hasta que Elena regresó. Coincidió con que Orlando logró un contrato para ir a Norteamérica, y quedamos nosotras dos más Aurelio y Roberto. Trabajamos durante seis meses, pero se presentó otra oportunidad de ir a Estados Unidos y Orlando decidió poner, por Elena y por mí, a mulatas altas y muy bonitas. Claro, nosotras no éramos ni altas ni delgadas, pero sí cantábamos...»
—De seguro la distancia entre ustedes y ellas era inmensa...
—No, no, yo no hablo de distancias. Es lo que él requería para su trabajo. Y nosotras siempre engordábamos en los viajes (sonríe). Se pasaba el tiempo vigilándonos para que no comiéramos cosas que nos aumentaran de peso.
«Hay una anécdota con relación a eso: Un día, en el que solo contaba con 40 centavos para almorzar, fui a comprar arroz con huevo frito que no se comía en ningún lado. Compré el arroz, puse el huevo en el plato, y cuando saqué la bandeja se me cayeron los platos... No sé cómo no rompí a llorar. Por suerte, Elena salió en mi auxilio. Ella me ayudó mucho. Siempre la admiré. No sé si se llegó a enterar...
«Ya en Cuba, me fui con Anacaona, que me permitió conocer otro lugar bellísimo: Haití, un país que desgraciadamente siempre es castigado por los huracanes, como si tuviera una maldición. Tanto me gustó esa isla que quise hasta crear un sitio donde la gente aprendiera a bailar nuestros ritmos... Y canté con esa orquesta magnífica. ¿No te digo? Es que me ha sonreído la suerte...».
Nacer con estrella
—Es que usted nació con una estrella...
—¿Una sola? Bueno, yo no sé, tal vez. Son cosas inexplicables. Existen personas a quienes todo se les da con mayor facilidad... ¿Cómo se formó las D’Aida? Ya en Cuba, a mi hermana Haydée se le ocurrió que hiciéramos un dúo para presentarnos en un programa de Amaury Pérez (padre), que salía diario al mediodía, para que nos viera.
«Ese día en que fuimos a ver a Amaury nos encontramos con Elena y otra muchacha, quienes llevaban la misma idea. Creo que de Elena surgió la propuesta de hacer el cuarteto. Ella fue quien nos dijo que conocía a la persona ideal para que nos montara las voces: la inolvidable Aida Diestro, una músico de primera línea.
«Nos aparecimos en su casa, Elena, Haydée, Adalberto del Río (el que había quedado fuera del cuarteto de Orlando de la Rosa) y yo, pero Aida pensó que para lo que ella pretendía hacer con las voces era mejor que todas fuéramos mujeres, y entró Moraima Secada. De ese modo empezamos, y Amaury nos ofreció la primera oportunidad de presentarnos. Nos dio una semana en su programa. Cada tarde interpretábamos dos números, y él nos buscaba luego un estudio para que montáramos los dos del día siguiente».
—Si se trataba de un cuarteto tan importante dentro de la música cubana, ¿por qué se separaron?
—En verdad, no nos separamos, porque amábamos lo que hacíamos. Fueron las circunstancias. Yo permanecí 15 años en él. La primera que salió fue Elena Burke, quien ya tenía un camino recorrido en el arte. Fíjate si era así, que una vez me enteré, por medio de Celia Cruz, a quien me encontré en una ocasión muy nerviosa porque iba a cantar Siboney con una orquesta sinfónica, que Elena había bailado también junto a ella. ¡Hasta eso había hecho!
«¿Qué pasó? Que Elena se enamoró y al casarse decidió irse del cuarteto. Fue cuando se nos unió Leonora Rega, esa magnífica intérprete que se hizo tan popular con Cavaste una tumba. Con el tiempo, se fue la Mora, que cantó con Meme Solís, y luego mi hermana, y así se sumó Xiomara Valdés, hasta que Teresa Caturla entró por mí, porque así es la vida.
«En mi caso sucedió por un pedido de Gerardo Piloto, padre de Giraldito. Él estaba trabajando en la Egrem y preparaba un disco para un concurso que se desarrollaba en Polonia, en el momento en el que yo grababa. Porque la muchacha que debía hacerlo no podía asistir al certamen por problemas personales, me pidieron que lo asumiera yo, para ver si ganábamos el premio. Fue una decisión que me costó mucho tomar, porque yo quería a ese cuarteto, yo lo adoraba».
—Usted ha hecho tan suya La era, de Silvio Rodríguez, que algunos asumen que llegó incluso a estrenarla... ¿Cómo surgió su vínculo con la Nueva Trova?
—No, eso no es cierto. Yo conocía a Silvio de verlo en la televisión en un programa que se nombraba Mientras tanto, donde también estuve. Lo comentábamos recientemente, mientras nos preparábamos para actuar en esos conciertos fabulosos que él está organizando por los barrios. Pablo era más cercano, pues él estaba muy próximo al feeling. En nuestros encuentros les escuchamos sus primeras canciones...
«¿Cómo incorporé La era a mi repertorio? Resultó que me invitaron a ofrecer un concierto en un centro de trabajo de la Compañía de Electricidad en Carlos III, junto a Martín Rojas, mi guitarrista acompañante de muchos años, al tiempo que preparábamos otra presentación en Casa de las Américas, donde compartiría el escenario con otra compañera. Pero me faltaba una canción para terminar el programa. Bueno, pues canté y después de mí vino Silvio, y entre los temas que interpretó se hallaba La era. En cuanto la escuché le dije a Martín: ¡Esa es la canción que andábamos buscando! Efectivamente, hice el concierto en Casa donde cerré con La era, y eso fue un fenómeno».
—Así mismo ocurrió con Siempre es 26, que se convirtió en un himno...
—Es de Martín Rojas. Salió por un encargo de Pedraza Ginori, director de televisión, quien le pidió que compusiera una canción para saludar esa efeméride. El arreglo fue de Martín y de Ferrer, y desde el principio se acogió con mucho cariño. Pero no te creas que las cosas me han salido bien a mí solita, sino gracias al apoyo, a la entrega, a la cooperación de muchos.
Bien cubana, mambisa
—En varias oportunidades ha hecho referencia a las muchas oportunidades que se le han presentado en el camino. Integrar a Buena Vista Social Club fue otra de ellas, ¿no?
—También. Pasó que los empresarios del sello World Circuit vinieron a Cuba una vez más con el fin de grabar un disco. En este caso a Juan de Marcos, en ese entonces director del grupo Sierra Maestra. Nos conocíamos porque yo trabajaba mucho en Inglaterra con él. Quería grabar con una Jazz Band, pues sus intenciones eran ver si podían entrar en los premios Grammy (de eso me enteré después).
«Recuerdo que por ese tiempo yo grababa La novia del feeling con la maestra Enriqueta Almanza, que tristemente ya no está entre nosotros. Y me informaron que debíamos abandonar el estudio grande, porque allí iba a entrar una orquesta grande. Estaba una tarde poniéndole la voz a un tema, cuando me llamaron desde la cabina. Era Juan de Marcos: “Omara, ven acá que te quiero presentar a una persona”. Se trataba de Ry Cooder. “Omara, ¿tú puedes cantar una cosa allá arriba?”. Cuando llegué me asombré de encontrar a tantos amigos, entre ellos, Compay Segundo, Rubén González, Eliades Ochoa... Pero la sorpresa mayor me la dio Ibrahim Ferrer, a quien no veía desde hacía muchos años, pero con el que tenía mucha afinidad. Imagínate que cuando él cantaba con Pacho Alonso, nosotras hacías el Ritmo pilón con las D’ Aida.
«Nada, que me preguntaron qué quería cantar y respondí Veinte años. Enseguida saltó Compay y se propuso para hacer la segunda voz. Grabamos y me fui, pero inmediatamente empezaron los problemas. Vino Ibrahim: “Omara, ¿y tú no vas a cantar nada conmigo?”. ¿Qué podía hacer, si él era un maestro? Así apareció Silencio, que todos aplaudieron con un entusiasmo que el estudio retumbaba. En ese instante, Juan de Marcos me propuso que trabajara con ellos.
«Debo decir que esto no era algo nuevo para mí. Pues en aquel entonces la Televisión Cubana tenía unos convenios con televisoras europeas, y realizaba un programa que se llamaba Ritmos de Cuba. Participaban el Ballet de la TVC, Ramón Veloz... Nadie lo sabía, pero gozaba de un éxito tremendo. Hablé con mi hijo Ariel para ver qué hacía y decidí cancelar los contratos para unirme a ese otro proyecto, el Buena Vista Social Club».
—¿Se imaginó que Buena Vista... triunfaría de esa manera en el mundo?
—Por supuesto que sí. Ya Ritmos de Cuba nos lo había demostrado. Con el Buena Vista... solo conquistamos la parte de Europa que nos faltaba y que se resistía. Algunos decían que la música cubana ya había muerto. ¡Qué equivocados estaban!
—Existe algún género que se la haya resistido a Omara?
—¿Qué decirte? No sé. He interpretado hasta la salida de la zarzuela Cecilia Valdés, y El Popopó, con los maestros Manuel Duchesne Cuzán, ya fallecido; y Leo Brouwer, dirigiendo la Orquesta Sinfónica Nacional.
—También ha incursionado en el cine...
—Pues sí, en dos películas. Primero en Cecilia, a las órdenes de Humberto Solás. Interpretaba a la mujer que tenía aquel espacio donde los blancos iban a bailar con las mulatas. ¡Hasta aprendí a leer las cartas! Esa fue otra sorpresa. Me sometí a las pruebas, pero todo el tiempo me preguntaba qué yo hacía allí. Daisy Granados me contaba chistes todo el tiempo para ver si se me quitaba el miedo.
«No olvidaré aquel final en la Plaza de la Catedral. Fue tan fuerte, que me quedé impresionada. Admiro a los actores, porque no es fácil dejar a un lado tu personalidad para asumir otra. Es muy bonito, pero te acaba con el alma.
«Después volví a asumir otro papel. Esta vez como la madre de los Maceo, Mariana, en Baraguá. Una responsabilidad enorme esa que acepté. Una mujer que inspira. Maravillosa mujer. Mi madre fue medio Mariana también.»
—Bueno, ¿y cómo es la Omara mamá? ¿Y abuela?
—Omara es una sola: la madre, la abuela, la amiga, la cantante, la que adora el aroma del tabaco... (Y porque no puede dejar de hacerlo, comienza a interpretar el clásico Tabaco verde, de Eliseo Grenet) La vega se pierde/ en sus gasas de nieblas azules,/ el cielo brillante/ su lumbre consume:/ la linda veguera/ es fruto en pulpa y en zumo;/ y eleva el tabaco su aroma/ en mil espirales de humo...
«¿Cómo ha sido la mamá y la abuela Omara? Bien cubana, mambisa, le gusta la rumba y el folclor cubano, le encanta jugar y correr con su nieta como si fuera una muchacha de 20 años...».
—¿Es muy fuerte de carácter usted?
—Hay quienes dicen que sí. Bueno, si crees en los signos del Zodíaco, te diré que soy Escorpión.
—Sí, nacida el 29 de octubre. Yo también lo soy...
—¿De qué día?
—Del 11 de noviembre...
—Somos algo fuertes, ¿no?
—Un poquito.
—Puede ser, pero muy pocas veces estamos lejos de la verdad. Tal vez reaccionamos algo rápido, pero amamos a los nuestros. Sí, soy un poquito fuerte...
—No fuma, ni toma ron...
—No, pero me encanta el helado, si es de chocolate, mejor. Y el café con leche me fascina.
—¿Cuál es el secreto de Omara para preservar esa voz que va de lo sublime...?
—¿A lo no ridículo? (con otra sonrisa, termina mi pregunta). Será que uno ama lo que hace hasta el infinito.
—¿No hay ninguna fórmula?
—Ninguna. Es obra de la Naturaleza.
—¿Ni siquiera gárgaras ni clara de huevo?
—No, no, las gárgaras solo para cuando me duele la garganta, y las claras para hacer merengue.