El espectáculo Narices, de Teatro Tuyo, discursa sobre la amistad y la solidaridad. Autor: Yuris Nórido Publicado: 21/09/2017 | 05:24 pm
Una «bofetada» bien sonora me acaba de propinar Teatro Tuyo en medio del 14 Festival Nacional de Teatro de Camagüey. Hasta esta cita, ni siquiera el hecho de que el colectivo que conduce Ernesto Parra radicara en Las Tunas, tierra donde nací, me había inspirado para disponerme a disfrutar de aplaudidas y premiadas puestas anteriores de la agrupación, al estilo de Parque de sueños y La estación. ¿La causa? Mis reconocidos prejuicios con los «payasos».
Y entrecomillo una palabra que designa un arte añejo que en mi niñez aprendí a admirar, porque con el tiempo se convirtió en un «oficio» que por lo general solo manifestaba decadencia, sobre todo cuando empezó a ligarse al «éxito» de una fiesta de cumpleaños con la recurrente presencia de no pocos pseudoartistas con alma de comerciantes.
Admito que seguramente me he cohibido de apreciar a creadores que por años se han empeñado en dignificar el arte del clown. Tanto es así, que ahora hasta me arrepiento de esa actitud mía tan limitada, lo cual ahora me propongo enmendar, en especial después de haber quedado fascinado con el espectáculo Narices, que llevara Teatro Tuyo a la sede del Guiñol de Camagüey.
Ya desde el hallazgo del telón que recibe a los espectadores en el lobby y permite la entrada a la sala a través de una enorme y rojísima apéndice, como la que distingue a estos personajes, uno comienza a vislumbrar que no escaseará la imaginación y la gracia en la propuesta escénica que concibió Ernesto Parra.
Sobre el poder de la amistad, de la solidaridad, discursa este magnífico montaje donde la placentera existencia de Papote (Ernesto Parra), Tonguita (Yaíma Guerrero), Puchunga (Yani Gómez), Payaso Bello (Adrián Bello), Karambola (Alex Batista) y Wendolina (Wendy Stuart) es interrumpida por la aparición de Payaso Triste (Leyder Puig), quien se muestra desconsolado por la pérdida de algo que le resulta tan caro como su mismísimo corazón: la distintiva nariz en forma de colorada pelota. En lo adelante, no habrá nada más importante para sus nuevos amigos que devolverle el alivio, aunque tengan que «importunar» al auditorio con la más ocurrente y divertida búsqueda que alguien pueda suponer.
Y es que la deliciosa locura que arman estos supercreíbles personajes —asumidos como la apasionada entrega de a quienes se les pudiera ir la vida en cada función— no solo se desarrolla en la cámara blanca que hace relucir el colorido, fantasioso y funcional vestuario diseñado por la misma Yaíma Guerrero, sino que también se traslada con agradecida frecuencia a la platea, para poner a participar de lo lindo a un público que no para de deleitarse con este profesionalísimo quehacer que refleja un trabajo muy serio de actuación, dirección de actores e investigación.
De esta puesta llaman la atención, además, la pertinente música original de José Antonio Miranda, así como los más impensables elementos de atrezzo y utilería (la careta de un ventilador, por ejemplo, puede volverse un «detector» de narices), que dotan a Narices de recursos expresivos que la completan con audacia, buen gusto e inteligencia. Por eso la clara acogida del público camagüeyano que también recibió con calor La mujer de carne y leche que trajo Proyecto MCL, de La Habana.
Se trata de una provocadora obra perfomática y colectiva, plena de simbolismo que, dirigida por Leire Fernández, acude al audiovisual, la música en vivo, las nuevas tecnologías... para conducirnos, con un lenguaje muy contemporáneo, a la necesaria reflexión sobre la violencia de género que insistentemente nos rodea, aunque apenas la asumamos como un mal poco saludable.
Le sobra fuerza a La mujer de carne y leche, estructurada como por cuadros donde vemos pasar diversas situaciones de nuestra, por momentos, complicada cotidianidad. Como un proyecto teatral en constante proceso de creación, algunas «escenas» pudieran haber sido más impactantes si no se adivinara que están preparadas de antemano, como aquella donde se convida a una familia que se halla dentro del público, con el objetivo de que se transforme en protagonista del montaje.
De cualquier manera, uno recibe como un puñetazo cuando termina la representación. Y debes dejar pasar el tiempo para poder liberarte de esas contundentes imágenes, que al menos no te abandonarán hasta que por fin te mires por dentro.