Hace dos años afirmé, en una campaña televisiva, que la lectura es como la sexualidad: permite un mayor autoconocimiento, una mejor exploración del prójimo y causa un inmenso placer. Hoy me gustaría agregar otras aristas enriquecedoras de esa idea: aunque podemos llegar a ella por nosotros mismos, o por conversaciones con amigos y condiscípulos, nunca es más beneficioso su aprendizaje que cuando nace al calor desprejuiciado de la familia y el hogar; o cuando nos ayudan los maestros y los profesionales a develar sus arcanos menos visibles.
El lazo libro-lector, encima, tiene un marcado carácter erótico: el lector mira al libro en los anaqueles de la biblioteca, o en los estantes de la librería, lo ronda, lo corteja, lo atrae, lo seduce, lo acaricia, lo huele, lo abre, lo palpa, lo navega, duerme con él, lo lleva en el bolsillo, en la maleta, al inodoro, en el tren, por la calle, y siente que no puede abandonarlo como no sea para caer en la trampa del próximo, que es otro y el mismo, a imagen y semejanza de cualquier tipo de pareja.
Leer, en suma, es un apasionamiento en el que intervienen el deseo de posesión, los celos, el arrebato y la entrega, hasta que, con el correr de los años y los volúmenes, asciende a un estadio superior y se convierte en un amor del cual nunca podremos desasirnos y nos va a acompañar por el resto de nuestras vidas en este o en cualesquiera de los mundos posibles.
Esa ha sido mi forma de entender la lectura. Aprendí a leer, antes de empezar la escuela primaria, en un manoseado ejemplar del Martín Fierro que andaba por mi casa. Fue simple azar porque, si bien mis padres eran lectores, la poesía no entraba entre sus predilecciones. El sabor popular y en buena medida narrativo del poema de José Hernández debe de haber motivado a mi padre a leerlo como una novela de aventuras. De ahí a caer en mis manos de niño fascinado por el héroe cantor solo hubo un paso. Y el inducirme a leer otras ficciones no se hizo esperar. En esos primeros lances devoré a Salgari, a Dumas, a Verne, a Stevenson, a Scott, con una fruición casi caníbal. Años más tarde, cuando mi madre comenzó a trabajar como maestra, estuve obligado a permanecer, a la salida del colegio, en casa de una vecina que me cuidaba hasta que mi mamá regresaba de sus clases en la sesión vespertina. Aquella señora poseía una buena biblioteca, incluso superior a la que mis padres habían alcanzado a reunir. Galdós, Balzac, Stendhal, Maupassant, Poe, Gógol, Chéjov, me acompañaron durante muchos largos atardeceres. Y hasta otras lecturas no tan santas, al decir de mi madre, como Boccaccio y el Sade de las fábulas e historietas.
Esa voracidad lectora marcó definitivamente mi vocación: estudié Letras en la universidad, y cedí por completo al encantamiento de la palabra escrita. Leer se convirtió para mí en una necesidad de supervivencia: leo porque me lo impone el trabajo (editor, profesor, crítico), y porque lo necesito para vencer el tedio y para alegrar mis ratos de ocio. Leo de todo: poesía, narrativa, teatro, historia, filosofía, temas científicos, deportivos, esotéricos, religiosos, y una larga lista de etcéteras que harían excesiva esta relación. Prefiero, y en eso no albergo duda alguna, los autores desobedientes: aquellos que han mirado más hondo en sí mismos y en su época, han pensado más alto y han intentado transmitirnos sus cuestionamientos en un lenguaje más audaz, que oscile de lo clásico a lo moderno y de lo culto a lo popular y en cualquiera de estos registros se mueva con brío y desenvoltura.
O sea, si tuviera que hacer recomendaciones, me decantaría por algunos escritores que estimo imprescindibles para entender el mundo y la literatura. Entre los poetas: Homero, Catulo, Lucrecio, Ovidio, Dante, Petrarca, San Juan de la Cruz, Donne, Quevedo, Shakespeare, Milton, Wordsworth, Blake, Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé, Whitman, Dickinson, Martí, Darío, Apollinaire, Pessoa, Rilke, Pound, Eliot, Vallejo, Char, Montale, Celan, Senghor, Hughes, Bonnefoy, Heaney, Lezama. Entre los novelistas: Apuleyo, Petronio, Rabelais, Cervantes, Sterne, Austen, Dostoievski, Tolstoi, Stendhal, Flaubert, Joyce, Musil, Kafka, Proust, Svevo, Mann, Gadda, Woolf, Beckett, Camus, Pérec, Calvino, Marechal, Carpentier, Vargas Llosa, Donoso, Del Paso, Cabrera Infante, Mahfuz, Yourcenar, Akutagawa, Mishima, Bolaño, Oz, Coetzee. Entre los cuentistas: Boccaccio, Poe, Maupassant, Chéjov, Saki, Quiroga, Palacio, Borges, Rulfo, Cortázar, Piñera, Fonseca, Hemingway, Salinger, Carver. Entre los dramaturgos: Eurípides, Shakespeare, Lope, Ibsen, Strindberg, Chéjov, Williams, Beckett. Entre los ensayistas: Montaigne, Milton, Johnson, Lamb, Emerson, Martí, Reyes, Unamuno, Ortega y Gasset, Canetti, Bloom, Hamburguer, Paz, Vitier, Magris. Entre los filósofos: Epicuro, Platón, Aristóteles, Kant, Hegel, Marx, Engels, Nietzsche, Wittgenstein, Gramsci, Adorno, Habermas, Lyotard. Entre los etcéteras: Plutarco, Madame Blavatsky, Freud, Lacan, Masters y Johnson, Kinsey. O sea, como ven, el círculo se cierra y vuelvo a unir lectura y sexualidad en una especie de fijación incurable.
En tanto alguien dilucida este y otros enigmas, yo, tranquilo, leyendo espero.