Las colegialas visten de sombra y luz, penetran los ojos como alfileres despuntados, con un dolor que gusta y se demora. Luces y sombras corretean en la plaza a la hora del recreo, luego de las clases, en sus escapadas. Las colegialas son todas idénticas para el niño grande, que las observa en sus juegos como si no lo hiciera. El niño grande finge mirarlas y se entretiene en matar hormigas sobre un banco de granito, en la misma plaza donde arman sus rondas las colegialas. Las hormigas parecen no entender el motivo de la masacre cuando huyen asustadas por la manaza que decide aplastarlas; no han de saber de causas justas.
El niño grande visita cada tarde la plaza como a un santuario. Se aposta en su banco de granito. Divisa a las colegialas a lo lejos. Ellas revolotean vaporosas, incapturables, sin percatarse del niño grande, quien desestima las hormigas; esta vez se entretiene en arrancarle las patas a una araña. Sabe que el animal sufre, que sin sus patas quizás muera. Su madre se lo ha dicho, por eso le da besitos. Unos pocos a la araña mutilada, el resto lo lanza a las colegialas. Tal vez lleguen a ellas, aunque —teniendo en cuenta la distancia— el niño grande no puede asegurarlo. Los besos no son balas.
La madre se empeña en proteger al niño grande como si fuese un chico, y yo no soy un chico, mamá; yo sé cuidarme solo. La madre quiere saberlo todo de su bebé, como ella le llama, con ese tono dulzón de voz que tanto repugna: en qué rincón oscuro de la casa se esconde a jugar, comerse los mocos o espulgarse como un mono, qué hace, cuántas horas duerme, si se baña bien. No hay cosa que enfade más al niño grande, que le abran la puerta del baño y husmeen tras la cortina: vete, sal de aquí... Odia a los intrusos. Y si esos intrusos le ordenan: deja de hacer puercadas, controla esas manos; los odia a doble.
Las colegialas no se preocupan por las manos del niño grande. Están demasiado lejos. Son como mariposas; cantan, juegan a la suiza, se abrazan, se acarician y luego se esfuman como por encanto, ante la mirada atónita del niño grande, que ya comenzaba a cogerles el gusto. Él las observa con tristeza desvanecerse en el aire, lanza a la tierra la araña despanzurrada, patea el suelo, termina por recostarse sobre el granito frío del banco para intentar el sueño. Porque lo que más le gusta en el mundo al niño grande, después de las colegialas, es soñar con ellas.
El niño grande tiene unos sueños hermosos en los que va por un campo donde todo es verde, en una mañana soleada. Se mira sus manos y también son verdes y huelen a rocío. Sobre la hierba, describiendo electrocardiogramas en el aire, están las mariposas. El niño grande sueña que caza mariposas en el campo. Ve cómo las mete en un pomo con tapa, apaga las luces del cuarto y se embobece mirándolas chocar contra las paredes del pomo, a la luz de su linterna, y cómo dejan su polvo de oro en la cara interna del cristal. El niño grande puede oler las feromonas de las mariposas, aguza su olfato para sentir las cosquillas que le provocan en el estómago y debajo del ombligo. Su mano toma posiciones en el juego de las feromonas y las cosquillas. Y, entonces, la madre interviene, para impedirles a esas sucias cosquillas acosar a su bebé.
La madre es toda dulzura, toda besos y cariños. El niño grande odia a los intrusos y los besos exterminadores de sueños. Los amarrara a todos juntos y los descargara por el hueco del inodoro. Pero ese nudo en su garganta es más que simple odio, odiar puede cualquiera. Él sufre de algo menos corriente, algo como un lastre que lo ata a la tierra, algo como dos bolsas de plomo, una por cada brazo, que lo fijan al suelo, lo condenan a comer esa misma tierra sucia donde fue a parar la araña mutilada, para ser —de seguro— devorada por las hormigas. Las arañas y las hormigas no debieran existir.
La madre es un disco rayado que atormenta al niño grande con su matraquilla: no salgas de la casa, la calle no es segura. Qué fastidio, dentro de estas paredes desconchadas el niño grande solo puede deleitarse con sus sueños, mientras sabe que las colegialas están allá afuera, baila que baila. Quizás lo extrañen cuando no lo vean sentado en su banco de granito, y él no puede hacerles ese desaire. Las feromonas ondulan hasta él, le acarician el rostro, lo llaman: ven con nosotras. Y él, encerrado como un preso vulgar. El niño grande no es un preso vulgar, es inteligente. Los barrotes no significan un impedimento para él. Se le escapa a la madre. Qué feliz se siente libre, sin los besos y regaños de la bruja. Ji, ji, ji —ríe. Allá las ve, pero no es divertido mirar de lejos. Si tan solo pudiera acercarse un poco... No es buena idea. Cuando lo tengan cerca se sentirán amenazadas, se volatilizarán como si el niño grande fuese un depredador de mariposas. A lo mejor les gusta el jueguito de tú bailas para mí y yo te miro y río y te sigo en el baile y añado palmas a la música de mi cabeza. Sí, eso es, a las mariposas les gusta ser observadas por el niño grande.
Pero la felicidad es tan solo un chisporroteo fugaz. La felicidad se va a la mierda cuando aparece la bruja. No puede ser, por ahí viene la bruja a espantar las mariposas. La bruja que le cuelga las bolsas de plomo en los brazos al niño grande. Tiran fuerte de sus brazos esas bolsas, no lo dejan mirar al cielo, donde van las mariposas cuando se vuelven aire, no lo dejan mirar al frente, donde ríen —lúdicas— las colegialas, haciéndole guiños, no lo dejan mirar el resto del paisaje, la mañana verde; atrás, solo permiten mirar atrás.
Detrás del niño grande está la casa, la madre intrusa, los besos y las órdenes. No quiere volver a ese lugar horrible, pero la madre lo toma por el brazo derrochando amor. La madre vicia el aire con el aroma de su amor, espanta las feromonas.
—Mi bebé —escucha con rabia el niño grande, mientras camina de vuelta a casa. Arrastra los pies solo para molestarla—. No hagas eso —otra vez la bruja—. Sé buen muchacho.
La bruja escolta al prisionero y lo conduce directo a su celda. Quisiera hacer todo por enfadarla. Que se desgañite regañándolo, que se le vaya la voz, que se le rompan las cuerdas vocales como las de un violín, que le salgan gusanos por la boca, que las bolsas de plomo se hagan tan grandes y pesadas que la madre tenga que compadecerse y ayudarlo. El amor tiene eso, debilita a la gente, incluso a los enemigos.
No, ella no podría con las bolsas de plomo. No son suyas. No sabría cómo sostenerlas, de qué forma acomodarlas para alivianar la carga. Y eso complace al niño grande, saber que —al menos— la frustración es solo suya. La única cosa realmente suya. Que nadie se atreva a arrebatársela. Un lugar incómodo del que no debe escapar, porque afuera no es tan seguro; afuera acechan monstruos, fantasmas, hombres malos que secuestran a los niños sin importar su tamaño, sean chicos o grandes. Cuánto no diera él por ser un chico, aunque no se supiera cuidar solo. Sí, un niño de verdad que va la escuela. Ah..., la escuela, el paraíso de las colegialas. Se sumergiría en ese torbellino de sombra y luz, que es como un tiovivo, hasta desmayarse. Mareo, mareo, mareo...; la vida misma.
En la casa, aunque sea los sueños. El niño grande busca el sueño, superpone imágenes, tantea el aire, llega al umbral: un tabloncillo de madera pulida que aún huele a barniz, empuja la puerta entrejunta; al otro lado no está el campo, la mañana verde. Al otro lado, solo un cuarto en penumbras. Sobre la mesa de noche, el pomo de cristal repleto de mariposas muertas. La magia se acaba, la frustración se instaura con sus armas: la tristeza, el hastío, la impotencia.
Eso no es problema. ¿A quién le importa ese sueño estúpido? Mejor soñar que va a la escuela. A fin de cuentas, los sueños terminan por volverse realidad. Así que el niño grande va a la escuela, a girar en el tiovivo de las colegialas. Y ellas lucen felices por tenerlo. Hacen la ronda con el niño grande en el centro, embebido en sombras y luces cegadoras. Vibra de felicidad. No importa lo que le hagan, lo acaricien, le desgarren las ropas, lo manejen a su antojo como a un títere, le estampen besos por todo el cuerpo. Se deja llevar, bracea en un mar de feromonas que le embota los sentidos. Tiene para escoger. Bien puede halar por el brazo a cualquiera y arrinconarla contra un muro y posarse sobre ella, dándole cariñitos, sin necesidad de disimular destripando alimañas por ahí, y amarla como harían el amor las mariposas, como disecados el uno sobre el otro, obviando los sexos pregoneros de roles, asexuados. De tiempo en tiempo, un ligero estremecimiento. La eternidad entre uno y otro.
Al niño grande le encanta cazar mariposas, pero está la bruja. Dentro del sueño, la ve aproximarse al muro. ¿Cómo se infiltró? No es posible, asustará a la mariposa, que es tan tierna y hasta disfruta de las manazas del niño grande y se las besa, juguetona como el resto. A medida que se acerca, la colegiala se va haciendo transparente, iridiscente, la luz devora la sombra. La bruja abraza al niño grande, lo chiquea: mi bebé. La colegiala puede ser ahora cualquier mancha luminosa sobre el muro. El niño grande no sabe cual. Se despierta. Berrea con toda la fuerza de sus pulmones, intenta agotar el aire. Busca a la madre. La encuentra en su cuarto, dormida, soñando —tal vez— con él. Tiene una expresión apacible colgada del rostro. El niño grande es un toro de fuerte. Abofetea a la madre entrometida. La prefiere despierta en este momento, oírla bramar, rugir, relinchar como lo hace cuando la amarra junto con todos los besos pegajosos y repugnantes, y los regaños, y la inquina contra sus manos, y la descarga por el hueco del inodoro.
El niño grande no sabe por qué, pero de camino al retrete las sintió. Ahí estaban las bolsas de plomo, tirando de sus brazos, más pesadas que nunca.
*Anisley Negrín (Santa Clara, 1981). Narradora y Licenciada en Derecho. Graduada del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Fue Premio Nacional de Narrativa Mono Rosa en 2006 y Premio de Minicuentos La Casa Tomada en 2007. En 2008 obtuvo el Premio David de Cuento.