Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

París 2008: Itinerario irregular

Un acercamiento crítico a tres de las películas inscritas en el XI Festival de Cine Francés de La Habana, que ya está llegando a su final

Autor:

Rufo Caballero

La cultura del tránsito de milenios es una cultura caníbal, definitivamente. El arte se comporta como un tejido donde todo el mundo tiene de todo el mundo, prima la reescritura —antes que la escritura— y el texto funciona como un acto de ingeniería. En tal sentido, los que reclaman «originalidad» (ese mito moderno, afortunadamente cadavérico) y sancionan los tópicos y las «imágenes trilladas» de la película París 1936, de Christophe Barratier (El coro), estreno mundial en Cuba, están un poco despistados, siento yo.

Porque no puede ser más obvio que el filme se desea como un batido de todos los ingredientes que a lo largo de la historia del cine —esencialmente, del cine estadounidense y del francés— han garantizado el éxito de la comedia, el musical y (en algo) el policiaco. Ahí donde se ve falta de originalidad, debería entenderse, pienso, la voluntad del homenaje, del guiño, del intertexto, de la revisión cultural a más de un género.

Barratier vuelve a discursar sobre el mundo de las ilusiones —ahora remitido a la Francia de 1935 y 1936, durante los meses del Frente Popular—; sobre la manera como las ilusiones pueden contravenir el agravio de la dura realidad y de la Historia. Cierto que lo hace, otra vez, desde un mecanismo de manipulación de emociones bastante pueril, algo más que inocente, pero bueno, no todo el mundo tiene que ser Tarkovski, ya sabemos (por otra parte, a algunos críticos la presunta complejidad de Tarkovski les parece, de otro modo, también pueril, así que: ¿quién tiene la última palabra?).

Lo que sí creo resiente notablemente la película es el estilo de dirección, el tono y el ritmo: Barratier lo rueda todo en el mismo tono trepidante, altisonante, y cuando las secuencias se yuxtaponen en el montaje, se siente que el filme no respira un segundo, la dramaturgia no observa las curvas e inflexiones que pudieron enfatizar lo esencial y subordinar lo secundario. Esto hace que no obstante la prolijidad de la dirección de arte (toda una superproducción para el cine francés), el filme se reciba como un producto demasiado monocorde, en términos de la expresión cinematográfica, bastante inferior a la efectiva sencillez de la recordada El coro. Y el problema está, francamente, en la dirección.

No le digas a nadie, del también reconocido actor francés Guillaume Canet (Juntos nada más). Entretanto, lo que afecta a No le digas a nadie (Guillaume Canet, 2006) es su guión, basado en la novela de Harlan Coben. Si en días pasados, destacábamos el desempeño de Canet como actor, en Juntos nada más, no puede decirse lo mismo de su trabajo como director en este caso, porque no consigue resolver aquello que constituye una gran dolencia del guión. Los guionistas están tan preocupados por la arquitectura de la historia, por los recovecos del thriller, por el engarce orgánico de las piezas del rompecabezas, que terminan desatendiendo la consistencia de los personajes, a menudo esquemáticos y pobres.

Con un reparto de lujo, donde figuran Kristin Scott Thomas (excelente actriz, bellísima mujer, que además demuestra estar por encima del bien y del mal, cuando interpreta a una asumida lesbiana, algo que hubieran evitado algunas de sus colegas igualmente estrellas), Nathalie Baye (encantadora y segura como el primer día), o Jean Rochefort, No le digas a nadie quiere ser un poliedro algebraico, donde el espectador se pasa todo el metraje tratando de entender la historia y, por consiguiente, ni piensa en serio sobre nada, ni es capaz de disfrutar las emociones que de la historia o los personajes pudieran dimanar. Un ejercicio de caligrafía narrativa, bastante bien rodado, pero más propio para estudiantes de Lógica Matemática que para espectadores de perfil amplio.

La cambiadora de páginas es una película hermosa y discreta, donde sobresale por su desempeño la actriz gala Catherine Frot (izquierda). Todo lo contrario sucede con La cambiadora de páginas (Denis Dercourt, 2005), una hermosa y discreta película que tiene en la sobriedad de su expresión un logro inestimable. El filme aborda las difíciles relaciones entre una joven y una pianista madura, a partir del sentimiento de frustración y venganza de la primera, la que no se recupera del fracaso en un examen de música, cuando la segunda la entretuviera y la hiciera desvariar en la interpretación. Es la historia de la revancha psicológica de la joven, quien, años después, regresa por sus fueros para hacer añicos la vida de la pianista y su familia.

Queda muy bien tratada la manipulación de la joven sobre la otra (soberbiamente interpretada por Catherine Frot), que incluye el simulacro de una —aquí supuesta— atracción lésbica, ideal para que la muchacha sumerja a la pianista en el mismo fracaso que le provocara años atrás. Verdad que estamos ante el retrato de una pasión baja y mezquina, pero resulta admirable la discreción, el gusto y el tono con que la dirección expone el drama psicológico, siempre como soterrado, sin exabruptos de estilo.

Con ciertos y curiosos puntos de vecindad respecto a La pianista, de Michael Haneke (2001), o al cine de Chabrol, y fuera de algunas obviedades en la exposición, o fuera del golpe de efecto que implica el desmayo final, La cambiadora de páginas evidencia que con el tino de la sobriedad se llega a Roma, a París, y a La Habana.

Así, el horizonte que deja ver el Festival de Cine Francés en Cuba arroja una franja desigual, pero, de cualquier modo, sigue siendo un privilegio confrontar películas que se interesan por el intríngulis de la vida, de la gente, de sus emociones, mucho más que por el embeleso de la pirotecnia.

Con todo, habrá que esperar al próximo comentario para entender por qué el jurado de Cannes 2006 le entregó, de forma merecidísima, su Gran Premio a Flandres, de Bruno Dumont; película que está a centímetros de ser una obra maestra.

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