Cuando Baryshnikov baila strangers in the night Yo quería un frac de solapas satinadas,
un bastón, un anillo
y dos bocanadas de humo.
Yo quería entrar en la noche
con dos ases en la mano diestra
y una melodía pegajosa en los labios.
Mas esta noche ordenaron bajar las luces
después de la champaña:
cuando el ruso aparece con el torso desnudo
ningún violín puede interrumpirle,
la bailarina se hace abeja
y desde el público saltan
los relojes sin compás.
Quizá soñamos
esa mano dividiendo luz de sombras,
ese cuello que resiste
las embestidas de la orquesta
o los pies escobillando en el vacío
sin piruetas ni tragedia,
es que él ha tomado el baile
como una larguísima boquilla de ámbar
y lo ha llevado, en cámara lenta,
hasta sus labios.
No puede pedirse más.
Yo quería estar
entre los tímidos de la segunda mesa,
golpear contra la hielera
el removedor que tiene una medusa,
llorar un poco
tras la corbata de lazo,
pero el maitre siempre llega justo.
Esta noche Baryshnikov baila
Strangers in the night con su sombra
y los sueños deben esperar.
Han dado instrucciones al portero
para clausurar las puertas acolchadas,
la luna, furiosa,
se revuelve contra los faroles
y aúlla sin término.
Bolero—Goya—
El mozo cuyo nombre no precisamos,
a orillas del Manzanares, brazo al aire,
castañuela pronta, pie en escobilla,
danza el bolero, como solo allí,
donde jamás es lunes, puede ser posible.
Bajo el quitasol, junto al embozado
con agrio olor a Valdepeñas, aplauden las majas.
Los reyes están lejos y todavía, desde la orilla cercana,
no se avista el alto morrión de los franceses.
Es diestro el mozo, no hay guitarra
que pueda seguir su redonda pierna
y el sol de Madrid hace saltar, despreocupado,
las mil perlas falsas de su redecilla.
No hay como el bolero que salta y rebota,
sí, por la gracia de Dios, esta mañana él es la danza.
Desgreñado y roto, lanzados al horror
los ojos en medio de la noche,
el mozo al que fusilarán los franceses,
desde la tela nos está mirando,
piedad reclama con esa camisa demasiado blanca
y esos brazos alzados
que no se rinden porque esperan la descarga
para desatar el último picado, la cabriola feroz
que pondrá, al parecer, fin a esa danza,
y sentimos piedad por ese
al que castigó el tiempo allá,
a orillas del Manzanares y sin saberlo
esa noche —ojos desorbitados,
cardenal en la mejilla—
fue danza por siempre. Pobre de él
y de nosotros que lo estamos contemplando.
Ni soberbia ni pálida, la bailarina fue largamente lamida por el tiempo, hasta hacer de sus ojos un fruncido cráter bajo las cejas, hasta convertir sus piernas en las combas y crueles patas de la u. Solo altiva en medio de las voces que convocan, a la fiesta, al sudor o al morirse —su propio quedar deshecha— en medio de la plaza. Aplaudimos sus bríos, los trucos que antaño le enseñó la suerte. Regresa de todo ya y más que el cuerpo, vemos el momentáneo trazo, el castañetear en el aire, el esqueleto que vence con gravedad la onda. Pero al final, cuando los brazos dibujan unas astas rojizas entre lo oscuro, dejamos la danza, nos quedamos con el signo. Tiene una luminosa ausencia.