ME preguntan con frecuencia si estoy preocupada por el lenguaje de nuestros jóvenes. Respondo, invariablemente, que no.
Algunas expresiones que emplean, como: «¡tengo un gorrión!», «estaban dándole chucho a Zutano», «ese no es tu maletín», «¡qué tiñosa me has parqueado!» y «¿a qué viene este cambio de palo pa’ rumba?», me parecen muy gráficas, muy simpáticas y, sobre todo, muy cubanas. Claro está, nunca debe olvidarse que son frases familiares, para usar en la casa, o entre amigos.
El problema radica no tanto en el modo de expresarse, como en la gestualidad que algunos adoptan. ¡Me aterra! Por ejemplo —todos los vemos diariamente—, debo confesar con pena que las muchachas son las especialistas de ese sistema de señales.
Se colocan las manos a la cintura, en la pose más zafia que nadie pudiera imaginar; si pretenden afirmar, mueven la cabeza de un lado a otro, como negando. Eso sí, es requisito indispensabilísimo que el rostro se contraiga en una mueca espantosa, que la boca quede semiabierta, las fosas nasales dilatadas igual que un toro en el ruedo. ¡Ah!, la mirada tiene que ser de superioridad —recorren de arriba abajo al interlocutor—, y el cuerpo entero se balancea al compás de una melodía, solo percibida por ellas mismas. Mientras todo eso se está realizando, la palabra «¡Vaya!» se escucha varias veces, siempre en diferentes tonos. Dan una palmada, y echan inmediatamente, los brazos hacia atrás, con movimiento espasmódico de hombros.
Se transforman en monstruos. Estoy convencida de que el día que se vean en un espejo, quedarán horrorizadas y jamás volverán a repetir semejante coreografía.
Si se trata de que alguien las ha ofendido, o quieren hacerse respetar —eso dicen— amenazan con las mismas fórmulas aprendidas y practicadas: «Porque yo sí que no», «porque a mí sí que...» Y después, una larga enumeración de palabras innombrables.
¿Que yo no las he dicho nunca? Por supuesto que todos hemos echado mano a ese oculto arsenal. Nadie puede tirar la primera piedra; pero no abusemos de ellas, no las lancemos como serpentinas. Guardémoslas, pueden hacernos falta alguna vez. Entonces, con firmeza, en voz baja, sin escorzos ni convulsiones, contestemos el agravio. Alguien dijo de la lengua castellana, que era: «de viento recio en la ofensa». Y es verdad.