Sin mencionar o aludir al personaje, sin acercarse en modo alguno a su leyenda, la primera novela del escritor mexicano Juan Villoro (1956) basa parte de su atractivo en lo que cabría llamar la paradoja de Tiresias. Según la mitología griega, la diosa Atenea castigó a Tiresias con la ceguera y le concedió, a cambio, el don de la profecía. Esa dualidad fue la que garantizó al ciego-vidente su entrada en la literatura occidental. Sófocles —como es de sobra conocido— le otorgó un papel clave en la más perfecta de sus tragedias: Edipo Rey. Y es en ella donde Tiresias hace gala de sus dones; logra ver lo que no alcanza a entender el sabio Edipo quien, finalmente, terminará arrancándose los ojos.
El disparo de argón (1991), novela recién publicada por la Editorial Arte y Literatura (que hace algunos años había puesto a circular entre nosotros otro libro de Villoro, el volumen de cuentos Albercas), narra una historia del todo ajena a la de Sófocles pero en la que late, de algún modo, esa paradoja. Una clínica oftalmológica del barrio de San Lázaro, ese sitio que, según la novela, se encuentra rodeado por la Ciudad de México, ocupa el centro de esta historia en que los conflictos y las pasiones transitan, literalmente, a través de los ojos, y sin embargo con frecuencia parecen escapar a la visión y la comprensión de los personajes.
Villoro, quien ha desarrollado también una obra notable como ensayista, cronista y escritor para niños, obtuvo en 1999 el Premio Xavier Villaurrutia —uno de los más prestigiosos que se entregan en su país— por el volumen de cuentos La casa pierde, y en 2004 el Premio Herralde de novela por El testigo. La traducción de El disparo de argón integró en 1993 la lista de los diez mejores libros publicados en Alemania.
La Clínica de Ojos Antonio Suárez es el sitio por el que circulan los personajes y las historias de la novela, pero también aquel donde encuentran su explicación o llegan al paroxismo muchos de los problemas de la sociedad mexicana. En ese sentido, la Clínica no es sólo el lugar donde se resuelven los celos profesionales y los amores, las intrigas menudas y las lealtades o deslealtades más variadas, sino también el espacio en que se concentran dramas y enconos nacionales. Así, por ejemplo, una política económica que tiene su centro a miles de kilómetros de distancia, marca el eje alrededor del cual gira la Clínica. El desgaste de la vista de quienes trabajan hasta la extenuación en las maquiladoras afincadas en Tijuana es apenas una pieza en el estratégico dominó que empuja a la Clínica a participar en la venta de córneas; la mayor parte de las cuales, como es previsible, van dirigidas al mercado norteamericano. Esa sencilla operación de marketing —que envuelve una red internacional y, en consecuencia, permite a la novela recurrir a las estrategias del thriller— pone en circulación un órgano que simboliza y al mismo tiempo oscurece, en este caso, la visión. No es la imposible mirada de esos ojos itinerantes la que importa, sino la sorprendida mirada de los lectores. Aquellos ojos cuyos destinatarios desconocemos nos ayudan a aguzar la vista para entender lo que ocurre más allá de nuestras narices.
Al final se cumple la paradoja de Tiresias. Así como la circulación de ojos y los secretos que ella implica impedía ver la historia oculta de la novela, Fernando Balmes, su narrador y protagonista, no lograba comprender algunas de las claves de la narración. Pero a medida que la madeja se va desenrollando, Balmes, y con él los lectores, logra descifrar los enigmas de la historia. Muchos escapan a su campo visual y a su entendimiento; varios nombres propios se escurren o no llegan a ser pronunciados, pero en el fondo terminan siendo prescindibles. Sobornos, corrupción, asesinato, traiciones, luchas por el poder, son el corolario de ese tráfico cuya solución parece encontrarse en un golpe de ética. Uno, dos, tres, varios limpios disparos de argón, pueden devolver la vista a un hombre y el equilibrio a todo un universo.