Escasos y tenues han sido los contactos entre el espectador cubano y el cine holandés. Para menguar el área creciente de nuestras ignorancias (oscuro sitio que se ensancha respecto a las cinematografías rusa, polaca, húngara, o australiana, indonesia, vietnamita...) está ocurriendo en la sala Charles Chaplin, hasta mañana, la primera semana de cine producido en los Países Bajos que tenemos oportunidad de ver en La Habana.
Estamos en presencia de 11 largometrajes e igual número de cortos, en una selección que tiene la voluntad de antologar y presentar algunos de los filmes más significativos de esa nacionalidad durante los últimos 15 ó 20 años. Y como es probable que este texto llegue a manos del lector, y espectador potencial, cuando fueron proyectados buena parte de los títulos, me ocuparé de promocionar solamente los que ocupan los últimos días de programación.
La comedia satírica de ciencia ficción Un amigo de alquiler (2000), cuyo realizador Eddy Terstall se encuentra entre nosotros, abrió la jornada y se encargará de clausurarla. Hablo de ciencia ficción a riesgo de que el espectador crea que se trata de algo relacionado con viajes intergalácticos y con la exhibición de tecnología que supere nuestras actuales y humanas limitaciones. Nada que ver con eso. Es la variante futurista y distópica de la ciencia ficción, pues se describe el próximo porvenir, en una ciudad deshumanizada y poblada de rascacielos, donde un pintor abandonado por su mujer funda la empresa Rent a Friend, que ofrece servicios de amistad y compañía a personas solitarias y abandonadas.
No le preocupa a Terstall, en tanto guionista y realizador, avanzar predicciones ni vaticinar catástrofes, sino, más bien, ofrecer la crónica entre lo absurdo, lo cómico y lo conmovedor, de una ciudad cuyas gentes se dejan neurotizar por el consumo, el ansia de mucho dinero, y el declive en la calidez de las relaciones interpersonales. En el fondo el director nos está hablando más de la atmósfera sicológica de la actual Amsterdam, donde se desenvuelve su vida creativa, que de ningún otro contexto, mucho menos futurista.
Al pasado retrocede la demoledora Carácter (1997), adaptación de un clásico literario de Ferdinand Bordewijk, melodrama filial ambientado en los años 30 del siglo XX. Premiado con el Oscar al mejor filme extranjero, y aplaudido en la Semana de la Crítica del Festival de Cannes, el filme arranca con el asesinato de un importante y temido personaje, luego es detenido como sospechoso un joven abogado, hijo ilegítimo del muerto. Mike Van Diem supo concederle a su filme ese esmalte de qualité, compuesto, sobre todo, a partir de la soberbia recreación epocal, el énfasis casi épico de la banda sonora o las actuaciones, y de la fotografía nerviosa, que insiste en tenebrosos claroscuros.
También en la primera mitad del pasado siglo se concentra el otro melodrama histórico y de origen literario que podemos ver en esta jornada. Se titula Las gemelas (2002) y relata la desventura de dos mujeres jimaguas, separadas luego de la muerte de sus padres y luego enfrentadas en bandos opuestos durante la Segunda Guerra Mundial. En un tono contenido, contemplativo, distante de los orgasmos emotivos característicos de Carácter, el director Ben Sombogaart postula su tesis sobre la real imposibilidad de fragmentar la unidad del espíritu humano en segmentos de razas, nacionalidades, credos religiosos o políticos. Pero la parsimonia dominante, y el regusto por solazarse en detalles contextuales, derivaron en la excesiva prolongación del tiempo fílmico, de modo que se intenta solventar con reiteraciones lo que precisaba de soluciones más imaginativas y sintéticas. Ello no invalida ni mucho menos a este filme pródigo en momentos genuinamente conmovedores, pero que postula su verdadero despegue conceptual en la segunda parte de sus 132 minutos.
Como anuncia la sinopsis, también es una «historia de lealtades divididas, y de amor incondicional frente a la dramática oposición de las circunstancias políticas y económicas», Trópico de Esmeralda (1997), de Orlow Seunke, el tercer melodrama con trasfondo histórico y político que trae la muestra, mientras en plena contemporaneidad aterrizan La novia polaca (1998), de Karim Traidia; Sin Dios (2003), de Pieter Kuijpers; y Simón (2004), dirigida también por Eddy Terstall. La primera refleja la relación entre una joven polaca (interpretada con absoluta potestad por Monic Hendrickx) y un granjero que la hospeda y esconde de sus perseguidores. Este es el debut en el largometraje de su director (nacido en Argelia y radicado en Holanda), quien sostiene con rigor y emotividad su argumento sobre las escasas posibilidades de realización para los emigrantes de Europa oriental.
Sin Dios se apoya en hechos reales y trata de responder a la pregunta de si es posible sostener una amistad sin límites. Para ello se vale de la unión que se forja entre Stan, un tímido estudiante de buena familia, y Maikel, un joven criminal que va prescindiendo de cualquier principio moral. Fuertemente dramática y extremada en la colocación de sus personajes en situaciones límite, Sin Dios es absolutamente distinta a Simón, pero se parecen en un tópico: las dos se refieren a la amistad y confluencias entre dos hombres de apariencia contradictoria. Hay un joven llamado Camiel, tímido, escrupuloso, homosexual, instruido, y otro, de nombre Simón, rudo, masculino, impulsivo y gregario. Abundan peripecias, movimiento, chistes y personajes pintorescos en esta película que representa dos notables paradigmas para nuestros creadores de audiovisuales: en primer lugar, lo refrescante y ameno se yuxtapone con la profundidad y el rigor; en segunda instancia, no se le endilgan etiquetas peyorativas ni sentencias moralistas de sesgo medieval a quienes manifiestan comportamientos, e inclinaciones, diversos de la media socialmente aceptada. Simón apuesta por la gracia y la comprensión, un par de proposiciones difícilmente rechazables.