Pedro lleva años pintando rostros a fuerza de su imaginación. Autor: Rosmery Pineda Mirabal Publicado: 16/06/2025 | 08:07 pm
Cientos de visitantes caminan diariamente sobre sus adoquines, y al paso hay una mayoría foránea que da click sobre el lente de la cámara con el propósito de capturar la forma del paisaje y el detalle del barroco, a fin de conservar la imagen colonial de esta ciudad caribeña en el siglo XXI, para, una vez lejos, hablar de la Plaza de La Catedral como si en ella fuese toda La Habana…
Es verano de 2023, cuando comenzó esta historia que bien puede seguirse ahora, y una desanda con soltura la plaza en busca de aquel caballero andante. A la redonda, todo confluye para mostrar el pedazo de rezago español que atrapa y entretiene. Pared con pared hay varios sitios representativos de la tradición cubana y cada uno está identificado por su nombre en una breve reseña que se ajusta al tamaño de la loza. No se puede negar: en la plaza, cada cosa emerge con una rimbombante historia del pasado.
El barullo asciende el volumen después de pasadas las nueve de la mañana, coincidentemente cuando la santísima y metropolitana Iglesia Catedral abre sus puertas. Entre las esquinas de la Catedral y la Galería Víctor Manuel hay dos callejones. Empedrado tal vez sea el más famoso, pues conduce directamente hacia la Bodeguita del Medio, uno de los lugares más comerciales para referirse a Cuba en el mercado internacional. Desde el siglo pasado, quienes llegan a esta ciudad haciendo turismo buscan en ella su mojito como tesoro preciado, y nunca, nunca, a Pedro, el pintor de rostros que encuentras en dicha intersección, a los comienzos de la plaza.
Para sus 87 años es un anciano fuerte, porque puede permanecer todo el día sobre el suelo de la acera dibujando sus obras. Sin embargo, cuando te acercas, los ojos no disimulan tanta fuerza. Los tiene tan hundidos que dan la idea de que habitan en un segundo plano de su rostro; mientras las cejas canosas,
duras y dispersas, le cubren poco las arrugas de los párpados.
En una mañana lo he visto sonreír escasas veces, y soy incapaz de definir el gesto de su sonrisa, de esa gracia ligera que provocan en él las preguntas «difíciles», como suele decirle a cualquier interrogante mía que busca respuestas, recuerdos, quebrantos e, incluso, certezas de un tiempo caduco.
La barba áspera y amarillenta le nace en el bigote y le culmina en el pecho. Es la principal culpable de ocultar ese ademán alegre y, a veces, hasta le dificulta el habla. Tiene una barba grotesca, desenfadada, profusa, con cientos de pelos ensortijados y tensos. Aunque, contrario a esa imagen, Pedro responde siempre bajito, suave, como si la boca fuera una antesala de filtros.
Su figura de personaje medieval en plena calma no resulta distante. Podría decirse que Pedro Pablo González es casi la viva estampa del Caballero de París, otro célebre de estas calles.
***
Llegó a La Habana en los años 80 después de pasar gran parte de su vida en la Ciénaga de Zapata. Fueron unos contratos y negocios los que lo hicieron
quedarse aquí, habitando junto a la madre de su hijo en una casita de la calle Galiano. En Girón se dedicó a la pesca hasta su retiro, fue la edad la que puso el punto final en términos de papeles. Por aquel entonces, el arte parecía escurrírsele entre las manos. No soñaba con acuarelas, ni rostros. Solo pintaba algunas líneas difusas a modo de salvarse del aburrimiento.
Así, casi sin proponérselo, por la insistencia de un amigo se fue a Varadero a vender como souvenir sus primeros dibujos. A inicios de los 2000, asegura, no era tan difícil. Pasaba jornadas enteras en una de las ferias de esta zona turística, unía los días con las noches para ganar un dinero que le permitía cubrir sus viajes hasta la capital. Era en La Habana donde compraba los nuevos pinceles, pinturas y cartulinas que más tarde serían firmados con el nombre de Pablo, costumbre que aún mantiene.
***
Pedro coloca la firma en cada extremo derecho de sus piezas, es bien legible y los rasgos son bastante básicos. Para rematar subraya siempre las cinco letras. Es su sello, por ende, jamás lo olvida. Incluso, si trabaja por encargos, firma. Él sabe que es su única manera de permanecer en la vida de los otros cuando físicamente no esté. Con esa palabra, que no es más que su segundo nombre, algunas de las obras viajan el mundo. En una ocasión, recuerda haberlas vendido a una artista de la plástica japonesa que quería colgarlas en una exposición en Panamá.
Exactamente adonde fueron a parar los dibujos esa vez, nunca lo supo. Aquel día volvió a casa con los bolsillos llenos y la alegría revitalizante de quien confía poco en lo grande que puede significar su talento.
Los dibujos están ubicados en dos filas: una sobre el suelo de la acera de Empedrado y otra en la pared del restaurante El Patio. Foto: Rosmery Pineda Mirabal
De la pesca al dibujo, quizá haya pocos puntos de contacto, mas Pedro encuentra en el mar el mejor espacio para su inspiración: la soledad, la calma, el zumbido de las olas no tienen ningún parecido con aquella esquina de La Habana Vieja.
***
Encima de unos abrigos se sienta en la acera de Empedrado, siempre en el extremo que da a la plaza, y no sin antes organizar el manojo de dibujos que ya están listos para la venta. Los exhibe sobre unos pedazos de cartón que son agarrados por pinzas de ropa. Hay dos filas: una sobre el suelo y otra en la pared del restaurante El Patio. Por lo general, no son más de 20, y cada uno refleja personajes diferentes.
Pedro pinta lo que se imagina, no ha tenido nunca una guía o el privilegio de acompañar el proceso artístico de otros. Según él, prefiere los recuerdos. Quizá, tampoco tenga más elección.
Ninguno de los rostros que dibuja tiene parecido entre sí, ni comparación con los de todo Empedrado. Y aunque se los invente, hay rasgos de gente conocida en el imaginario común. En sus trazos aparecen los famosos personajes de Charles Chaplin, Don Quijote de la Mancha y hasta un pirata que bien podría ser el hermano de Jack Sparrow; también está la imagen del patriota cubano Camilo Cienfuegos, una mujer semejante a la joven de la Perla y algunas estampas de la religión católica. Pero nunca un almendrón, un tabaco, una cúpula dorada o una mujer negra.
Pedro sueña con historietas, con finales que provienen de alguna conversación con el mar o de su propio instinto. Pedro devela gente extraordinaria que cambia de color y forma en cuestión de días, como mismo la gente común, como mismo él cada vez que se contorsiona en sus bultos a fin de terminar su ciclo de trabajo. Pedro sueña y escribe Pablo. Pablo viaja, persiste en el tiempo, goza de todos los créditos de autor. Y yo que no he visto recelo en el momento de contarme su nombre, le pregunto:
—Entonces, por qué Pablo…
—Por el gran Pablo Picasso, respondió y alzó su mano derecha como quien quiere mostrar la inmensidad en un solo gesto. Juntos miramos al cielo y usted puede hacerlo también con él, porque Pedro sigue cautivando a cuantos caminan por La Habana Vieja, aun cuando esta historia haya comenzado hace dos años.