El presidio político en Cuba. Autor: Adán. D. Publicado: 24/02/2025 | 09:00 pm
No fue, en determinados momentos iniciales, una relación fácil. Tenían grandes discrepancias, las que ahora, pasado tanto tiempo, deberíamos entender.
Mariano de los Santos Martí Navarro (31 de octubre de 1815 - 2 de febrero de 1887), un hombre exigente y formado en modales autoritarios, quería que su primogénito, José Julián, el único varón de sus ocho descendientes, trabajara para ayudar a sostener la casa, llena de humildad.
Digamos más: el padre, llegado a la Isla desde su natal Valencia como sargento español, creía que Pepe no debía mezclarse en cuestiones de política ni, mucho menos, abrazar la causa de la libertad de Cuba. El hijo, brillante desde temprana edad, pensaba todo lo contrario.
«La necesidad de que el muchacho trabajase, y la conciencia de los riesgos que encararía en la lucha, reforzarían la voluntad de controlarlo», expuso al respecto Luis Toledo Sande, gran estudioso de Martí.
El desentendimiento mutuo llegó al punto de que el joven de 16 años escribió a su maestro Rafael María de Mendive: «Trabajo ahora de seis de la mañana a ocho de la noche y gano cuatro onzas y media que entrego a mi padre. Este me hace sufrir cada día más, y me ha llegado a lastimar tanto que confieso a Vd. con toda la franqueza ruda que Vd. me conoce que solo la esperanza de volver a verle me ha impedido matarme. La carta de Vd. de ayer me ha salvado».
Sin embargo, pronto hubo un acercamiento, específicamente cuando Mariano visitó a su hijo en el presidio. Las lágrimas del progenitor conmovieron al recluso, al extremo que en su obra El presidio político en Cuba contaría: «(...) yo procuraba ocultarle las grietas de mi cuerpo, y él colocarme unas almohadillas de mi madre para evitar el roce de los grillos, y vio, al fin, un día después de haberme visto paseando en los salones de la cárcel, aquellas aberturas purulentas, aquellos miembros estrujados, aquella mezcla de sangre y polvo, de materia y fango, sobre que me hacían apoyar el cuerpo, y correr, y correr! ¡Día amarguísimo aquel!».
La narración posterior conmueve aún más: «Prendido a aquella masa informe me miraba con espanto, envolvía a hurtadillas el vendaje, me volvía a mirar, y al fin, estrechando febrilmente la pierna triturada, ¡rompió a llorar! Sus lágrimas caían sobre mis llagas; yo luchaba por secar su llanto; sollozos desgarradores anudaban su voz, y en esto sonó la hora del trabajo, y un brazo rudo me arrancó de allí, y él quedó de rodillas en la tierra mojada con mi sangre (...) ¡Día amarguísimo aquel! Y yo todavía no sé odiar».
Mariano, andando el tiempo, terminaría por comprender a su retoño. Y viceversa. No en balde el Maestro aseguró que entre los momentos supremos de su vida estuvo el beso que le dio su padre al partir de México a Guatemala.
Tampoco fue casual su comentario a Manuel Mercado, en 1878: «Mi pobre padre, el menos penetrante de todos, es el que más justicia ha hecho a mi corazón».
Cuatro años después le aconsejaría a su hermana Amelia: «Allí donde lo ves, lleno de vejeces y caprichos, es un hombre de una virtud extraordinaria. Ahora que vivo, ahora sé todo el valor de su energía y todos los raros y excelsos méritos de su naturaleza pura y franca (...) Ese anciano es una magnífica
figura. Endúlcenle la vida. Sonrían de sus vejeces. Él nunca ha sido viejo para amar».
Muchas otras veces Martí lo mencionó con orgullo. Y es que no dejó de amarlo, como le confesó a Fermín Valdés Domínguez, al enterarse, lejos de Cuba, del fallecimiento de Mariano: «¡Mi padre acaba de morir, y gran parte de mí con él! (..) Tú no sabes cómo llegué a quererlo luego de que conocí, bajo su humilde exterior, toda la entereza y hermosura de su alma».