¿Cuál es la unidad de medida del amor? ¿Cómo demuestras tus quereres?
No le pregunto a Isabel, la chica pizpireta que empieza ya en el cuarto grado de su escuela, ni tengo que hacerlo con sus padres Susana y Osnelys. Me basta ver la sonrisa, me conforta el abrazo de todas las mañanas y verle danzar cuando baja la lomita de Vista Hermosa, con su mochila a la espalda.
En estos días, la niñez me da un tirón, el tiempo se me vuelca. En mis años, hace ya algunas lunas, no usábamos mochilas. No se había impuesto esa moda, no se había generalizado su uso. Los libros, los cuadernos, los lápices, la goma… todo aquello que era de uso cotidiano, viajaba por lo general en bolsos de confección casera, con la tela a mano, cada uno a su modo. De eso ni se hablaba.
Andando el tiempo, las mochilas acabaron imponiéndose. Son cómodas, amplias, confeccionadas muchas veces con imaginación y creatividad. También han ido encareciéndose, los padres lo padecen. ¿Qué va ahora mismo en la mochila de un estudiante de las primeras enseñanzas? En esencia, lo mismo que usábamos en los 70, en los 80… pero en verdad, en esas espaldas, va siempre más.
Para que una mochila esté completa, es imprescindible el respeto. El respeto a los maestros que nos guían, a los compañeros que tendremos en las aulas. Y eso pasa por la educación para crecer, para vivir en las diferencias (las físicas, las de pensamiento, las de desempeño), lo cual evitará el acoso y la burla, con el daño sicológico que pueden acarrear para toda la vida.
Para que una mochila esté completa, es necesario echar dentro otros quereres: el compañerismo, la belleza de compartir lo que tenemos (lo poco y lo mucho), de apoyar al otro cuando tenga una dificultad, de echar una mano, de fomentar el orgullo de pertenecer. Y desterrar el rostro grotesco, deforme, insano, del egoísmo.
Es la «instrucción del pensamiento» y «la dirección de los sentimientos», claves que apuntaba Martí para la felicidad de los pueblos. Cuando estas se tuercen, comienza la debacle.
No voy a interrogar a Maritza, porque un día me confesó en el parque, un día tremendo, que andaba escribiéndole una carta a su esposo recientemente fallecido. Ella está en sus cabales, en su sano juicio; pero anda triste y ese ejercicio de poner en papel sus ideas, la consuela, la ayuda.
El querer no se va cuando siembras a un ser querido. El amor queda dentro de uno, se aposenta, como un río al que de pronto, le cortaron el cauce.
Pero a este joven que veo ahora mismo, tal vez sí necesite hacerle la pregunta del inicio. Está detrás de un lugar coloridamente anunciado donde se dice servir… pero no sirve. Muerde con sus palabras, tiene una mirada torva, desdeñosa. En cambio, lo he visto contar el dinero con fruición, casi bufando, ido. Los ojos desmesuradamente abiertos.
Cuba nunca fue tierra de cobijar bribones. Que la medida del amor no sea el bolsillo. Sálvese la patria martiana, salvémosla de semejantes quereres.