René Guitart Rodríguez. Autor: Archivo de JR Publicado: 10/07/2023 | 07:09 pm
SANTIAGO DE CUBA.— ¡Guitart, Renato no me avisó, no me avisó! Rabia y admiración se mezclan en el lamento del amigo, el primero en llegar a la casa familiar en aquella mañana de incertidumbres.
—Pero, ¿qué te ocurre?, le interpela el padre.
—Teníamos un compromiso secreto, de que si algo se daba aquí, me avisaría. ¡Él está en lo del Moncada!
—Búscalo por la Trocha o por donde tú sabes. ¡Cómo va a estar en el Moncada!, enfatiza el hombre, intentando alejar el temor que le carcome desde que a las 5:00 de la mañana le despertara el tronar de los disparos y pudo comprobar que el hijo no estaba en su cuarto.
—¡No!, y el cuerpo alto y fornido de Otto Parellada, el Ottón del 30 de noviembre años después, es ahora un sollozo por el hermano de sueños y correrías. ¡No, él nunca llegó anoche al carnaval! ¡Renato está en el Moncada!
La sospecha fue certeza poco después de las 10:00 de la mañana, cuando el padre: René Guitart Rodríguez, fue conducido violetamente e interrogado en el cuartel Moncada. Cheques de bancos en La Habana y un plano completo del cuartel Moncada habían sido encontrados en los bolsillos del joven, de escasos 22 años, pero nada supo el padre acerca de si vivía o estaba muerto.
La invitación telefónica de un amigo, oficial de la Marina, para que le visitara poco después de las 8:00 de la noche, sería dolorosa confirmación: había visto a Renato muerto en el Moncada, tirado junto a muchos otros…
Al carnaval de la patria
Aguijoneado por el dolor, tal vez revivía el padre a esa hora la espléndida sonrisa con que se despidió de él la noche anterior, diciéndole que no vendría a dormir, pues se iba con su grupo a disfrutar el carnaval, o la petición de días antes rumbo a su vieja oficina en la calle Aguilera: «Viejo, llevo cuatro años trabajando contigo y todavía no me has dado vacaciones. Necesito el mes de julio, pues vendrán amigos de La Habana …», y hasta la fecha marcada con lápiz rojo sobre su almanaque en la oficina: 26.
Ahora daría sentido a las llegadas tarde de su hijo, y entendería sus visitas al hotel Rex, al Perla de Cuba; su interés en casas de Sueño y otros sitios de la ciudad. Lo evocaría conspirando, sin hablar del tema, soñando que Cuba tuviera una Marina Mercante y una mejor vida para sus amigos del muelle.
Tal vez se enfocaría en sus años de infancia y la inquietud suya y de la madre ante aquella mancha roja que tenía en parte de la mejilla, debajo del ojo izquierdo, que le acarreó algunos problemas para relacionarse, pero que él venció gracias a su carácter y al apoyo familiar, o reviviría el susto de cuando, con escasos seis meses, lo encontraron gorjeando en su cuna en medio de los escombros de las paredes, tras un sismo que sacudió la ciudad.
Ese era René Miguel Guitart Rosell, Renato, Renatico para la familia, un vivo retrato de los mejores hijos de Santiago.
Había nacido el 2 de noviembre de 1930, en un hogar con holgura económica, pues su padre, René Guitart, era consignatario de buques y comisionista de firmas extranjeras, pero también pletórico de patriotismo y compromiso con las causas sociales, por tradición que le venía del propio padre, luchador en los años 30, y que el niño supo incorporar desde temprano.
Su carácter alegre, jovial, extrovertido, ágil; su inteligencia y dedicación a los estudios le abrieron camino. Al terminar la enseñanza básica, con 15 años, fue enviado por la familia a estudiar comercio e idiomas en el colegio La Progresiva, de Cárdenas, Matanzas. Allí no solo creció su preparación, sino también su sentido humano y solidaridad hacia los más pobres; por allá conocería también al líder estudiantil José Antonio Echeverría.
Los años de adolescencia supieron de su gusto por la navegación y la carpintería, su afición por deportes como la natación, el tiro, el baloncesto y su pasión por la música y el canto.
Así lo recordaría siempre su amigo Manuel Estévez, quien lo describía como amante de la música, el baile, la trova, las serenatas y por supuesto de los carnavales. Asiduo a clubes y fiestas, lo mismo de la burguesía, que de otros sectores.
Investigaciones recientes nos lo muestran vestido con raso de vivos colores como comparsero de La Quimona, una de las más emblemáticas comparsas santiagueras.
Cuando supo del golpe de Estado del 10 de marzo de 1952, junto a su padre y algunos amigos se fue al Moncada con dos pistolas, dispuesto a combatir cualquier réplica del zarpazo en Santiago, y a partir de ahí, se ligó a lo más revolucionario de la juventud de su ciudad natal.
Tarja a la entrada de la posta 3 que perpetúa la memoria de los combatientes caídos en combate en el asalto, entre ellos Renato Guitart. Fotos: Archivo de JR
—«Papá, ese sí es un revolucionario; vive muy adelantado; ese es el hombre que tumbará a Batista, porque a Batista hay que tumbarlo con balas», le diría a su padre, tras conocer a Fidel luego del asesinato de Rubén Batista.
Desde entonces su ideal revolucionario cobraría formas concretas como integrante de la dirección de aquel Movimiento, que asaltaría la alborada en la mañana de la Santa Ana. Su discreción, entrega y valentía fueron vitales
en el aseguramiento de los planes del asalto: aportó información de inteligencia sobre el cuartel, administró las finanzas, consiguió armas y parque, asumió junto a Abel Santamaría el alquiler y acondicionamiento de la Granjita Siboney; rentó casas y realizó reservaciones en hoteles para el hospedaje de los participantes en la gesta en Santiago y también en Bayamo.
Su entrega a la acción en aquellos días previos fue tan alta, que para hacer frente a los preparativos contrajo una deuda de unos mil pesos, que pagaría luego su padre, como homenaje a su ejemplo.
En la antesala de la historia
Las jornadas previas al domingo 26 de julio de 1953 fueron para Renato Guitart ajetreadas e intensas. Aunque la mayoría lo veía por primera vez, casi todos los combatientes que llegaron a Santiago le recordaban: comprando sandwiches y jugos, encargando comidas, trasladando colchones.
—«Vamos a pasar por un lugar que después te interesará, para que veas que los que están ahí son nuestros enemigos, pero no son tan feroces…», contaría años después la heroína Melba Hernández, que le dijo cuando, junto a Abel, la recogió en la estación ferroviaria santiaguera el día 24.
«Se trataba del cuartel Moncada. Le dimos la vuelta, y cada vez que pasábamos por una posta o coincidíamos con un militar, se saludaban afectuosamente…», detallaría la moncadista.
Fue el último en salir del hotel Rex en la noche del 25, donde antes había encargado unas 20 raciones de arroz y pollo, la cena de algunos de sus compañeros.
—«El primero que sea para mí, y tenga los grados de sargento», pidió a Melba y Haydée en la Granjita Siboney, cuando se planchaban los uniformes, y esa decisión de vanguardia la mantuvo cuando un rato después Fidel solicitó voluntarios para integrar el grupo que entraría primero a la fortaleza.
Su Mercury negro, conducido por Pedro Marrero, fue el primero en llegar a la posta 3, y cumpliendo hasta el final con la responsabilidad de ser el único residente en Santiago al tanto de la acción, entró al Moncada como jefe de la vanguardia. Todavía se escucha su grito: ¡Abran paso que ahí viene el general…!
Y al frente del valeroso grupo que integraban Flores Betancourt, Pedro Marrero, Carmelo Noa, José Luis Tasende, Jesús Montané, José Suárez y Ramiro Valdés, —solo los tres últimos sobrevivieron—, los únicos que entraron a la fortaleza, él puso el pecho a las balas al entablarse el fugaz combate, hasta que un disparo en la cabeza cercenó su impetuosa existencia.