Idorkys Gaínza puso su alma y sus bicicletas en función de lo que más falta hacía. Autor: Tomadas del perfil del entrevistado en Facebook Publicado: 29/09/2021 | 08:20 pm
IMÍAS, Guantánamo.— Allí todo el mundo sabe (porque en esos pueblos de campo todos se conocen, por pequeños y por solidarios), desde antes de que se reportaran los primeros casos de contagio con el SARS-CoV-2 en Imías, que Idorkys Gaínza Rodríguez es un guajiro bueno.
Saben que en su momento hizo lo que quiso: formarse como licenciado en Cultura Física. Que después sintió necesidad de ampliar sus horizontes y se graduó también como licenciado en Terapia Física y Rehabilitación. Y que hoy es, además, máster en Actividad Física Comunitaria.
Desde hace tiempo los lugareños saben de ese espíritu y voluntad de superación suyas, base del éxito de la labor que lo apasiona y ocupa: hacer que la gente de su pueblo natal, especialmente los jóvenes, abracen la práctica del deporte y la recreación física como principal opción recreativa.
Con el tiempo supieron, además, que no por menosprecio, sino porque tenía otros objetivos alcanzables en su vida, no le interesó mucho dedicarse a la producción agrícola allá en un monte cafetalero al que todavía nadie sabe quién y porqué nombró Los Lechugos. Allá, adonde solo se llega a pie, en mulo o en uno de esos camiones potentes que aun así «roncan» en esas lomas, nació el muchacho.
Me contaron que no hubo árbol del que no se colgara por aquellos lares cuando rondaba los diez años. Tanto que Irailde, el padre, se preguntaba si su hijo tendría complejos de mono. «No ves que está haciendo ejercicio», solía decir Gladis, la madre. Le gustaba eso de verse y sentirse físicamente fuerte y por ahí lo encauzó.
Para que estudiara lo que parecía su vocación, bajaron a los llanos de Imías, al barrio de Jesús Lores, donde viven hace más de 20 años y donde va en pos de su cuarta graduación, como tantas veces ha dicho en su perfil de la red social Facebook.Fui tras esta historia sin saber exactamente dónde vivía. Pero no fue nada difícil saber de él, pues, como dije, en esos pueblos de campo nadie es ajeno a nadie.
No fue hasta que la pandemia entró por esos lares que en el vecindario supieron que Idorkys no solo ama el deporte, sino que es un apasionado de la vida, de esos que se toma muy en serio cualquier empeño.
«Ah, sí: él vino de la misión y enseguida se puso a trabajar como mensajero», me dijo la primera persona con quien hablé en el barrio, donde también es profesor de una escuela primaria. Con los recuerdos aún frescos de su segunda estancia como animador de actividades deportivas y recreativas en la República Bolivariana de Venezuela, donde pasó años entre los cerros de Caracas y el Palacio de Miraflores, no pensó en las vacaciones que le correspondía disfrutar y se sumó a una cuadrilla que se hace llamar Mensajeros del barrio.
«También por allá mismo fue a un evento importante después», recordó una mujer a la que interrogué frente a su casa, mientras aplacaba con agua el polvo de la tierra.
Así fue: Gaínza Rodríguez fue delegado a la edición 18 del Congreso de la Organización Continental Latinoamericana y Caribeña de Estudiantes, Oclae, celebrada en la capital venezolana.
Caminé unos pasos y pregunté a una joven: «¿Conoces a Idorkys?». «Mírelo allí, es aquel que está repartiendo el pan después de la cinta de la COVID… Pero no vaya, que allí eso está “en candela”», me advirtió la chica.
«No puede ser… —le dije—. Vi fotos de él en Facebook y es de piel blanca». «Sí, ese mismo es, lo que aquí el sol es fuerte y él siempre anda a cualquier hora para arriba y para abajo en su bicicleta», insistió la muchacha.
Y en efecto, los rayos del Sol han bronceado sobremanera la piel de este joven que apoya desde su barrio la batalla cubana contra la COVID-19, para contribuir a que las personas de las zonas en cuarentena no salgan de sus casas.
Y es pura generosidad lo que sostiene su labor de mensajería, porque además de no percibir paga extra, para mantener activas sus bicicletas han tenido que sacar de sus bolsillos el costo, por ejemplo, de los neumáticos, cuyos precios la especulación ha elevado a cifras cercanas al valor de una de sus bicis.
De lo que sufren los ciclos muchas veces solo él ha sido testigo. De su andar kilómetros a pie y con la bicicleta a remolque porque largó la cadena o un pedal intentando avanzar por caminos abruptos con su cajón lleno de provisiones. O sencillamente porque son trillos y terraplenes solo aptos para ese noble animal que es el mulo.
Me habla de ello para que entienda que no hay nada que lo detenga, aunque algunos no comprendan que la gratitud de la gente por su servicio es suficiente recompensa. «Lo decidí voluntariamente y hago todo lo posible por cumplir con responsabilidad. De lo contrario mejor no lo asumía, pues irresponsables en esta tarea también ha habido», comentó.
Tal vez por eso renunció por segunda vez a sus vacaciones, pues no puede, o no quiere, dejar de ser útil a tantas familias que dependen de su andar por carreteras, terraplenes, trillos o pedregales que fueron cauces de ríos, y hasta por ríos con cauces crecidos, incluso.
Ahora mismo presta servicio a unas 30 familias, algunas a unos 15 kilómetros del poblado principal de su demarcación. Cuando le pregunto qué tipo de labor se establece para un mensajero rural, me dice que, esencialmente, es hacer llegar los productos normados en la libreta de abastecimiento, incluyendo el pan de cada día. En su caso ahora para las zonas rojas.
Tampoco la suya es tan básica que se reduzca a la canasta de alimentos: no está normado que el mensajero haga colas en una farmacia para llevarle hipoclorito a una anciana de La Trilla, ni una espera prolongada en la dulcería porque unos niños de Yacabo Abajo le pidieron golosinas.
Mucho menos, como tantas veces lo ha hecho, móvil personal de por medio, facilitar una vía para comunicar a la familia de una zona roja fuera del área de cobertura, encerrada y con vigilancia epidemiológica máxima, con sus parientes del otro lado donde la vida late de otra manera, a pesar de las medidas restrictivas, los cuidados y el miedo al contagio.
Entonces es servir también como especie de puente emocional y repartir mensajes de aliento, abrazos y besos a distancia; eso que tanto se necesita en circunstancias tan preocupantes. «Es una conexión más humana», me dice.
El problema no es repartir dulces en El Salao, sino llegar hasta allá… Y él llega.
—¿Cuál es el momento más difícil en tu día como mensajero?
—Cuando llego a mi casa.
—¿Y por qué no es el momento más deseado?
—Porque trabajo en zonas de contagio, y tengo tres hijos que cuando sienten que estoy llegando salen corriendo a abrazarme, y mi esposa tiene que detenerlos a media carrera. Se me parte el alma ver cómo les cambia el rostro. Eso una vez es muy duro… imagínese cuán difícil es repetido día a día desde hace meses… Esa costumbre no es fácil quitársela a mis niños, y tampoco quiero que se les quite. Es cuestión de sufrir el momento y esperar que todo esto pase.
«¿Y sabes qué, periodista? Si algo me ha hecho pensar alguna vez en dejar esta labor, es precisamente ese distanciamiento con mis hijos, porque no me puedo acostar con ellos hasta que se duerman o ver la televisión con ellos encima de mí. Pero no: no lo voy a dejar mientras haya un imiense en cuarentena… Hasta que se acabe la pandemia. Entonces nos abrazaremos».