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Palpitar desde la zona roja  

Una tripulación de médicos jóvenes y experimentadas enfermeras han llegado a la Facultad de Ciencias Médicas de Artemisa, convertida ahora en hospital para pacientes positivos de COVID-19

Autor:

Sailys Uria López

 

ARTEMISA.— Compleja parece ser la palabra indicada para describir el escenario de la situación epidemiológica en este territorio occidental. Tanto, que ya no bastan los dos primeros hospitales abiertos, con 120 capacidades, y la provincia debió buscar alternativas para ingresar a más confirmados a la COVID-19 durante la última semana.

En ese empeño Artemisa –carente de grandes infraestructuras hospitalarias— ha adoptado alternativas con la ayuda de seres cargados de altruismo: profesores capaces de servir mesas y albañiles como los de la Unidad Básica de Producción Cooperativa Marcos Martí, que no temen limpiar cuartos de enfermos, lavar ropas y llevar la comida.

Así, en temas de coronavirus, muchas son las manos en favor de una misma causa. Pero siempre sobrecoge el alma ver una escuela convertirse en hospital, como lo está ahora la Facultad de Ciencias Médicas, otrora Instituto Preuniversitario en el Campo José Martí.

Los muros de esa escuela, adaptados a ver historias de amor en el autoestudio y luego estudiantes empecinados en aprender Anatomía y Morfofisiología, ahora guardan también las memorias de los miedos a los pinchazos y los malestares del coronavirus.

Unas sillas marcan el inicio de la zona roja. No hay en el centro cintas amarillas ni rojas, tampoco vestimenta de futuros médicos; ahora los uniformes son otros, pero la voluntad es la misma.  

Ahimé Rodríguez González normalmente es la responsable de Formación Profesional de la Facultad. Ahora es la directora del hospital: «El trabajo resulta agotador, pero muy satisfactorio, sobre todo cuando le damos el alta a algún paciente. Además, aquí los médicos están muy preparados porque muchos están vinculados a la docencia o cursando sus especialidades», explicó.

«Es un hospital para asintomáticos compensados de bajo riesgo, por lo tanto, si los pacientes presentan el mínimo de síntomas enseguida lo informamos al puesto de mando para su remisión».

Médicos jóvenes, residentes en diversas especialidades, son responsables de aplicar el tratamiento en el centro de aislamiento de la Facultad de Ciencias Médicas.

Médicos jóvenes, residentes en diversas especialidades, son responsables de aplicar el tratamiento en el centro de aislamiento de la Facultad de Ciencias Médicas. Foto: Otoniel Márquez

Zona más roja

«¿Hoy me toca el pinchazo verdad?» preguntó desde su cuarto René Blanco, médico de 81 años y paciente de COVID-19 desde la semana anterior.

«Si», respondió José René, médico responsable de aplicarle el Interferón ese día. «¡Bárbaro!» dijo el señor y se volvió a meter en la cama a esperar el turno de la tercera dosis.

Cuando José René Morales Núñez salió de casa no suponía que su destino era preparar jeringas con Interferón. El último lunes de febrero entró en la tercera tripulación de médicos con destino a atender contactos de positivos.

Tres días después el panorama cambió: ya no serían contactos los vigilados allí. Desde el miércoles recibieron los primeros confirmados al Sars-CoV-2: «¡Imagínate! Esta tarea era nuestra. Ya estábamos aquí y cuando nos graduamos juramos salvar vidas y servir a la Patria», nos dijo el doctor Morales Núnez, quien cursa el 2do. año de Cirugía General.

Le acompañaron los doctores Michel Morales y Félix Mijares Martínez en este primer equipo. «Michel ya tenía práctica en centros de aislamiento, pero nosotros no. Las enfermeras también habían estado aquí durante el primer brote. Para mí todo era nuevo: desde el protocolo a seguir hasta la magia de quienes vienen como voluntarios».

Mijares Martínez, de solo 25 años y también futuro cirujano, completaba la tabla estadística para entregarla actualizada al relevo que llegó unos minutos después. «Siempre hay conexión, eso no constituye un problema. Aquí lo complicado es que los enfermos suelen llegar muy tarde, hasta de madrugada, y debes tener todos los datos actualizados a la mañana siguiente» contaba al residente en Ortopedia Adrián Barbón, quien tomó el batón en el manejo de las tablas desde el pasado lunes.

Junto a otros compañeros, los jóvenes médicos cargaron maletas y miedos, los trajeron a un lugar que ya les acogía con señalizaciones y mejor acomodado que los primeros días, donde emprendieron una semana entre guantes y trajes dobles y mucha solución de hipoclorito por todas partes para espantar aquello que no queremos padecer.

Nancy Maestre, enfermera, fue la encargada de explicar todos los procedimientos a las profesoras que recién llegaban al Hospital. Foto: Otoniel Márquez

Contactos de nadie

A Marbelis y su esposo les tocaba ponerse la inyección de Interferón (único medicamento aplicado allí). Un buen día perdieron el olfato y el gusto y decidieron ir al médico.

«Nos levantamos así. Fuimos al hospital de San Cristóbal ¡Y mira dónde estamos! No sabemos aún cómo nos infestamos, porque nadie a nuestro alrededor ha dado positivo», dijo la muchacha a Juventud Rebelde.

Tres dosis de Interferón es el tratamiento que reciben los pacientes en este hospital. Foto: Otoniel Márquez

Como ellos, Rubén Pérez, de unos 50 años, tampoco sabe cómo enfermó. «Yo fui a pescar. Me cayó un aguacero encima y al otro día me dolían los músculos. Pensé que era un catarro común, pero de eso nada. Ya me han puesto dos dosis de la inyección».

Antonio Carlos Gutiérrez se siente bien. Es médico en San Cristóbal. Trabajó en un centro de aislamiento para contactos de positivos. Cuando le tocó el PCR, al quinto día de su descanso, resultó confirmado al virus.

«Desde el 5 de febrero no veo a mi pequeño de cuatro años ni a mi esposa o mis padres, y los extraño mucho. Yo nunca me he sentido nada. Atendí a pacientes que resultaron positivos y supongo que, pese a mis cuidados, en algo fallé y me contagié… De verdad debemos cuidarnos mucho», nos cuenta y a sus ojos asoma un regaño interno y el brillo de una lágrima.

Los días allí dentro parecen tener más de 24 horas. Las historias no dejan de doler y solo alivia el momento de decir adiós a un paciente que marcha sano hacia la casa. Responsabilidad adquiere un significado mayor cuando estás ahí, cuando escuchas eso de «las reacciones son peor que la enfermedad» y los doctores no tienen más remedio que desempacar el miedo y vestirse de valientes.

Solo un rezo colectivo de agradecimiento les hará más llevadera la estancia a Adrián y sus compañeros. Ya vencieron una semana de no cruzar los brazos y han acumulado horas para agendar anécdotas que luego contarán entre lágrimas y nervios, pero siempre con la certeza de que palpitar en la zona roja es bombear con fuerza el sentido de estar vivo.

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