El Rueda, una de las edificaciones insignias de Ciego de Ávila, hoy en fase de restauración, se pudo salvar gracias a una voladura de precisión. Autor: Luis Raúl Vázquez Muñoz Publicado: 28/08/2018 | 06:36 pm
CIEGO DE ÁVILA.— Antonio Eduardo Aguilera Franco, el Viejo Aguilera, se inclina en la silla giratoria y mira con desconfianza. «¿Qué tú dices?», pregunta con su voz ronca. «Eso...—le reiteran—, que te encanta poner bombas». Y al Viejo Aguilera la ronquera se le oye con cierta picardía: «¿Pero de qué tipo de bombas tú hablas, compay?» Y el periodista empieza a recoger pita: «De esas..., de las que tienen dinamita y le prendes una mecha o aprietas un botoncito, y ¡bum!, algunas cosas salen volando». Aguilera se echa hacia atrás y levanta un dedo. «Ah, bueeeeno... —dice arrastrando las palabras con acento oriental—. Aclara, ¿oíste bien? Aclara».
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La vida da muchas vueltas, y uno de los giros en la de Aguilera ocurrió en 1960, al terminar el bachillerato. Había decidido estudiar química y en Holguín se le acercó un comunista de mucho prestigio, el doctor Hugo Zayas Correa. «Toñito —dijo el doctor Hugo—, ¿por qué no te vas a estudiar a la URSS?».
Ya con las planillas completadas, en una reunión dijeron: «Aquí hay cien compañeros y para ingeniería de minas solo cinco han dicho que sí». Fue la tercera vuelta, porque en enero de 1961 llegó a la URSS en el barco Kuperatsia para convertirse en ingeniero de minas en el Instituto Superior Geólogo-Minero de Krivoy Rog, en Ucrania.
Después caminó Cuba entera en la búsqueda de minerales y en el montaje de maquinarias, hasta que entre 1974 y 1975 habló con el ingeniero Roberto Marrón, entonces jefe de producción de la Empresa Consolidada de Minería. «Oiga, Roberto —le dijo—, yo quiero estudiar ingeniería en voladuras». Y se fue a estudiar a Kotichse, en la antigua Checoslovaquia, en lo que fue la otra vuelta de su vida.
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«De puya, compay: tengo 74 años y de ellos 52 de graduado en voladuras de precisión, no me duelen ni los callos y todavía no termino de aprender», afirma Aguilera.
—Si no te iba mal como minero, ¿por qué te fuiste para las voladuras?
—Me embullé. Vi las películas en el cine de cómo volaban un edificio o una montaña, y me gustó. Luego sí me enamoré de las voladuras.
—¿Y qué tienen de interesantes?
—Chico, andas sobre un riesgo muy fuerte, y eso es apasionante. Pero, además, ¿tú te imaginas cómo es eso de pasarte meses haciendo cálculos, poner los cartuchos y cuando suena la explosión ves que lo que tú querías salió volando y lo demás quedó intacto? Oiga, compay, eso da una contentura. Lástima que no todo el mundo le meta a eso.
—Como dicen por ahí: ¿tu relevo no está garantizado?
—Por la provincia nada más que estoy yo. Me doy cuenta de que en el país a veces las voladuras se subestiman. La gente piensa que un buldócer o una retroexcavadora resuelven el problema porque dicen que los explosivos son costosos. Tienen parte de razón; pero cuando tú miras las roturas y el tiempo, que no se recupera, descubres que los explosivos sí son viables. Una voladura resuelve en un momento lo que una maquinaria se mete días y en ocasiones meses en solucionar.
—Oye, tú dices que no; pero por ahí hay mucha gente tirando bombas.
—¡Ná, compay!, no compare. Tirar bombas lo hace cualquiera. Pero tumbar una construcción grande en medio de una ciudad sin que ocurra un derrumbe y que el edificio caiga en el lugar que debe hacerlo, oiga: eso solo lo hacen zapadores de precisión. Lo otro es un cuento muy lindo.
—¿Cuánto tiempo puedes estar preparando una voladura?
—Eso depende. Nunca es igual, por mucho que se parezca y mira, yo tengo mi concepto. Te lo voy a dictar despacito. Dale, copia, dice así: una voladura es una señora respetable. Con ella se aprende. Es una gran maestra. Te da confianza. Te enseña a cuidarte celosamente. Pero tienes que andar con mucho cuidado porque, al igual que todas sus virtudes, ella mata.
—Aguilera, ¿y tú nunca te has equivocado?
—No.
—¿Seguro? ¿Nunca has estado a punto de matarte con una voladura?
—¡Ah, eso es otra cosa! Bueno, sí, una vez. En una pica de rocoso, para sacar rocas, una explosión se fue de control. Yo no había hecho el proyecto de barrenación con explosivos, y bajo tierra había cavernas. Cuando ocurrió la voladura, las piedras salieron que parecían navajas y hasta desbarataron una ventana porque la dispersión fue muy grande. Pasamos un susto, aunque te repito: yo no hice el proyecto.
Aguilera tiene 52 años tirando bombas, ha realizado más de 5 000 voladuras de precisión y todavía dice que está aprendiendo.
—¿Cuántas voladuras has hecho en tu vida, Aguilera?
—¡Ná, compay! No me haga esa pregunta. No llevo la cuenta exacta: pasan de 5 000. Yo he volado piedras en Cuba entera y en San Vicente e Islas Granadinas me metí cuatro años tirando explosivos. ¿Qué cuenta voy a llevar?
—Y de esas 5 000, ¿cuáles no puedes olvidar?
—¡Ah!, mira: hay dos. Te las voy a contar
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El hotel Rueda, en el centro de Ciego de Ávila, es una edificación fuerte, de época. Ahora lo están poniendo bonito, pero antes estaba en ruinas, con la fachada nada más. Un día llega el aviso de que el tanque de agua se estaba cayendo y podía provocar el derrumbe completo del edificio. El tanque lo habían levantado mucho después de la construcción original y lo montaron sobre unos ladrillos de barro, que se estaban autodestruyendo. Se pensaron distintas variantes: romperlo con martillos obturadores o volarlo por pedazos, pero ninguna daba seguridad. Propuse, entonces, hacer unas detonaciones para que cayera en el patio o quedara trabado entre las cuatro columnas del hueco de la escalera. Bueno, se evacuaron tres cuadras a la redonda y junto con un muchachito del cuerpo de bomberos me subí en un andamio, y una grúa nos encaramó en la azotea. Allí le pusimos la carga, los detonadores, los cables, todo. Luego la grúa se apartó. Colgados, en el andamio, se apretó el botón y se oyó un ¡pacatá! A los 67 segundos sonó la otra bomba, y el tanque cayó justo donde se quería: trabadito entre las columnas. Luego lo otro, picarlo en pedacitos, fue un vacilón. Pero si no llega a ser por las voladuras, El Rueda no existiría.
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¿La otra? Bueno, eso fue en San Vicente e Islas Granadinas. Yo estaba ahí en un convenio de colaboración y de pronto avisan que donde se construía la pista de aviación habían aparecido unas pinturas rupestres con una pila de años de antigüedad. ¿Pero sabes en qué lugarcito estaban? Agárrate: en el lado norte de una montaña que se debía dinamitar porque parte de ella quedaba en el área de la pista. La lomita tenía 27 metros de altura, cien de ancho, 150 de largo y 165 000 metros cúbicos de roca ígnea o de basalto, que clasifica entre las diez piedras más duras del mundo.
El problema era cómo salvar, específicamente, aquella pared de rocas con las pinturas. Había una cantidad de gente dándole vueltas a la cabeza. Unos decían que no había más remedio que volar las pinturas y otros con el grito en el cielo, invocando a la Unesco, las Naciones Unidas y el copón divino.
Pensé: «Me la voy a jugar» y pedí un chance. La gente empezó a poner dudas. Que si los jeroglíficos se dañaban, que aquello era Patrimonio de la Humanidad y de nuevo las Naciones Unidas, la Unesco y el copón divino. Yo les dije: «Miren, si sale mal lo hizo Aguilera; pero si sale bien, lo hizo Cuba, ¿correcto?». Y punto en boca todo el mundo. La idea era recortar el lado de la montaña por donde uno quería. Hicimos unas barrenaciones y por ahí se introdujeron las cargas. Si todo andaba bien, la losa con las pinturas debía salir sola, como si hubieras cortado un cuadrito con una tijera. Cuando llegó la hora, dije: «¡Allá voy!». Y sonó la bomba. Yo me quedé con un vacío en el pecho tremendo hasta que sentí una gritería y que me zarandeaban por todos los lados. «Genial, genial —gritaban—. Usted es un bárbaro, se salvaron las pinturas». Yo cogí un poco de aire, para quitarme el susto y dije: «Sí, pero acuérdense de una cosa». «¿De qué?», gritaron los técnicos. «Sí, ¿de qué? Que no lo hice yo. Lo hizo Cuba».