Cuando desperté por primera vez ya habían transcurrido 14 años del acontecimiento. Tal vez por eso no supe ponderar todo lo que galopaba a mi alrededor.
A los cuatro años fui a mi primera clase en una modesta escuela del barrio de Cautillo Merendero. En esta los maestros se desvivían para que los alumnos aprendiéramos a escribir «luz» y «montaña», «casa» y «verdad», a multiplicar y a viajar dentro de un cuento de oro.
Jamás le vi nada de especial a eso. Tampoco me pareció extraño que decenas de médicos dieran el alma para derrotar mis padecimientos de la garganta y las tremendas deformaciones de mis pies.
No encontré nada de anormal en el hecho de que nadie me discriminara ni sometiera a limpiar un parabrisas cualquier día de este mundo. Nunca me pareció raro que Avis, mi vecina minusválida intervenida en el quirófano nueve veces, fuera el centro del barrio y su casa el mejor punto de encuentro para los chistes, las anécdotas y curiosidades.
Así de grande era mi candidez o mi inocencia. Pero, andando el tiempo, llegué a historias y penetré el pasado de mis antecesores; fue entonces que se me empezó a descongelar la niebla de los ojos.
Mi familia, 58 años atrás, agonizaba de la más colosal desesperanza. Ninguno de sus integrantes pudo llegar a quinto grado. Mis parientes paternos, muy discriminados en aquella época, fueron amenazados varias veces con la «tea» hasta que un día de 1958 la guardia rural, sin justificación alguna, quemó la pequeña casa de yagua y la convirtió en nada.
Mi parentela materna, que se asentaba en el intrincado barriecito de El Bolo, nunca supo qué era una tubería, ni la luz eléctrica, ni un médico cercano, ni los edificios…
Mi historia, por haber nacido en abril de 1973, resultó diferente. Conocí muy de cerca todo lo que no vieron mis padres antes del triunfo de los barbudos. Llegué, incluso, a graduarme de Periodismo, una carrera que antaño solo era para contada «gente de ciudad»; una carrera que me permitió estar cerca del campesino más humilde o pararme, grabadora en mano, delante del presidente del país.
Ahora mismo, por eso, mientras se habla de sierras, relámpagos de un líder y su legado, he recordado, emocionado, los agradecimientos de mi trabajo de diploma, hace 21 años: «A la paloma de vuelo popular, más auténtica hoy cuando un moreno y un pelirrojo se abrazan como hermanos… A Fidel, que ha consagrado su existencia para que los guajiros y pobres nos sintiéramos gente».
Luego de ver el armón glorioso que transportó a un Fidel hecho Sol, con todo el simbolismo que esto entraña, pienso en el mágico torbellino que él nos deja.
Su obra, con luces ha aterrizado en la realización personal de millones de cubanos. Ha sido y será camino, orquídea, prueba… amor.