Niños y jóvenes visitan sistemáticamente el Memorial de Artemisa y beben allí de la savia de nuestra fecunda historia. Autor: Roberto Ruiz Espinosa Publicado: 21/09/2017 | 05:51 pm
ARTEMISA.— Entre el canto de los pájaros y el ir y venir de los artemiseños, justo en el espacio más sagrado del reparto La Matilde, viven sus hijos más queridos. En armonía con la ciudad que les forjó el espíritu de leones reposan confiados, seguros, tranquilos. Desde su puesto continúan vigilantes, fusil al hombro por si hiciera falta, como en aquellas jornadas de los años 50.
Así permanecen en el Mausoleo a los Mártires de Artemisa los gloriosos retoños de esta tierra. Desde el 16 de julio de 1977 regresaron al sitio donde muchos dejaron un hogar, mujeres e hijos aquel 24 de julio de 1953. Su gran casa les abrió los brazos agradecida de tenerlos de vuelta, triunfantes.
La idea de construir el Mausoleo provino de familiares de los mártires y de combatientes del territorio, según recuerda Mabel Martínez Deulofeu, directora de la institución. Aprobada por el Gobierno, le fue encomendada la tarea a los arquitectos Augusto Rivero, Marcial Díaz y Dolores Espinosa.
La obra estuvo precedida de una fuerte investigación histórica, de modo que el proyecto se insertara en la comunidad, como si todavía esos hombres que dieron su vida por defender un ideal permanecieran cercanos, tangibles.
Aunque el Mausoleo es la obra más grande, el complejo monumentario comienza en la Carretera Central, entre Guanajay y Artemisa. Diecisiete túmulos o elevaciones a la entrada de la ciudad indican la partida de los asaltantes hacia Santiago de Cuba. Cada cubo de mármol representa a uno de los caídos. Este elemento geométrico, el más simple y puro, simboliza las ideas por las que lucharon.
Un laberinto a la entrada del Mausoleo inicia el camino. Seis paños de barro cristalizado reflejan la realidad cubana tras el golpe de Estado: vemos la Universidad de La Habana, la Marcha de las Antorchas, acciones clandestinas, prácticas de tiro, la Logia Evolución, una madre ansiosa esperando en un balcón y allá, en tamaño superior, la figura de Martí, que fue fuente inspiradora de aquellos jóvenes.
Así llegamos, después de recorrer el laberinto, al sitio donde reposan los caídos en las acciones o posteriormente —debido a la ira desatada por la tiranía—, en nichos ubicados en paredes semiinclinadas, en forma de talud. La luz les acompaña. Y hasta el aire circundante, y el canto de los pájaros y el continuo ajetreo de los artemiseños les llega desde fuera, para que nada del acontecer de esta ciudad les sea ajeno. En el centro, un nicho recoge las flores que deposita el pueblo en su honor.
Un museo guarda algunas de sus pertenencias, recuerdos que los acompañaron, fotografías… Encima, el Cubo de la Victoria, símbolo de esta ciudad, los protege y se alza como el elemento más simbólico de Artemisa. Fidel y Raúl mantienen erguidos sus fusiles, en un llamado constante de lucha contra lo mal hecho, contra la injusticia.
Y fuera, rodeados de luz, entre majaguas, ocujes y palmeras, descansan desde el 2000 los artemiseños moncadistas que murieron después del triunfo de la Revolución, tras haber consagrado su vida a esa gran obra.
Hasta esa morada llegan cada día niños, jóvenes, trabajadores, ancianos y compañeros de lucha. Nadie quiere escapar al sagrado instante de rendir tributo a los héroes, de tenerlos cerca. Quizá alguno les hable, converse con ellos, porque —como dijera Fidel— no están ni olvidados, ni muertos.