La muerte de Sab, uno de los momentos de mayor expectativa en la obra. Autor: Yahily Hernández Porto Publicado: 21/09/2017 | 05:51 pm
Camagüey-. En el año 2005 el Ballet Folclórico de Camagüey (BFC), dirigido por el maestro Reinaldo Echemendía Estrada, estrenó María Antonia, a partir de una relectura de la obra de Eugenio Hernández Espinosa.
Con este atrevido movimiento hacia lo teatral, la agrupación se lanzó por vez primera a experimentar fuera del que ha sido siempre su terreno: el músico-danzario; un intento demandante de renovación en los lenguajes escénicos aprehendidos—por poner a dialogar en un mismo cuerpo y con medida justa al bailarín y al actor—y de investigación sobre las raíces de la identidad cubana.
La recién estrenada Sab —novela escrita por Gertrudis Gómez de Avellaneda y publicada en el año 1841, durante el Romanticismo, con tendencias realistas— no resulta entonces el inicio de Echemendía y sus bailarines en los riesgos de esa mezcla complicada de música, baile y actuación.
A casi una década de María Antonia, el lance—aún mayor—asumido por esta agrupación denotó un riguroso proceso de producción, por la síntesis con que se trabajaron todos los elementos dramatúrgicos de Sab.
Freddys Núñez Estenoz, prestigioso teatrólogo cubano, valoró este hecho cultural como un proceso de estudio y síntesis minucioso de la novela, desarrollado a partir de su asimilación y enriquecimiento. «El maestro Echemendía consigue, desde la partitura coreográfica, transitar y elaborar un complejo entramado de acciones que logran desdibujar las bien marcadas fronteras entre el teatro y la danza», significó Estenoz.
El pasado 12 de junio el público cubano descubrió un BFC excepcional, que se elevó por encima de su amplio repertorio y de su dominio del arte de las tablas, para revelar una ambiciosa proyección escenográfica, en medio de la lejana y dorada atmósfera del romanticismo decimonónico.
La propuesta resultó no solo fiel al texto de Sab —para gloria del espectáculo— sino que satisfizo las expectativas del público; en complicidad latente con los bailarines.
La obra, de gran limpieza coreográfica, logró un diseño de sus trajes coloniales insuperable —hasta de las túnicas femeninas para dormir—, que ubicó al espectador en la época representada.
En el Teatro Principal la versión músico-danzaria y teatral se cristalizó en un acontecimiento cultural, al decir de Juan García Fernández, fundador del Folclórico Nacional de Cuba (FNC). «Se impuso pautas en modos de hacer folclor en el país», enfatizó el asesor del FNC.
En el año 200 del natalicio de La Tula, una de las plumas más brillantes de la literatura hispanoamericana del siglo XIX, los artistas e intelectuales de la tierra que le vio nacer le debían un homenaje como este.
El montaje de Sab reflejó una ambientación escenográfica funcional, aunque tuvo sus vacíos visuales, pues no se logró una reproducción exacta del siglo XIX, sino pinceladas para una acuarela campesina o citadina, según palabras del director Estrada.
Los cuadros destinados a sustentar este objetivo fotografiaron un entramado de la antigua urbe, tal cual lo relató La Avellaneda. En ellos se reprodujeron escenarios camagüeyanos como la Sierra de Cubitas y sus cuevas, los salones principeños, residencias y haciendas señoriales, y barracones de los ingenios azucareros.
Este Sab folclórico regaló una función de notable equilibrio entre el baile, la escenografía y el desempeño dramatúrgico de los bailarines, quienes se transformaron en consagrados actores y actrices. En ella brilló por su novedad e impronta, para el devenir del folclor nacional, la demasía con que la orquesta del BFC acompañó los tres actos de la obra, durante una hora y 15 minutos.
La música interpretada en vivo, peculiaridad en las tablas cubanas, resultó otra protagonista, pues se desdobla funcionalmente y quebranta su tradicional servicio de acompañante, para asociarse al juego confidente de los conflictos amorosos de los personajes, representar con agudeza la muerte del protagonista y el triste final de Teresa, y secundar la denuncia en contra de la esclavitud, la discriminación y el nefasto final de los nativos.
El cántico interpretado devino concierto soberbio, que no agredió la integralidad de los elementos de la obra, sino que los involucró con la creación.
Desde la escarpa del escenario, la orquesta del BFC consolidó su creación musical, al disfrutarse de valiosos arreglos y de piezas que solo se escuchan —cuando el destino concede oírlas— en soportes digitalizados. Esta compañía recuperó maneras de hacer música para coliseos, un tanto perdidas en el país.
Echemendía Estrada, también coreógrafo, director artístico y creador de una gran parte de la música, introdujo en el guion y libreto a clásicos de la cancionística cubana de renombre mundial como los compositores José Marín Varona, Luis Casas Romero, Jorge González Allué, Jorge Luis Betancourt y Joaquín Betancourt; todos camagüeyanos.
Los géneros escogidos, expresión de la sintaxis entre la forma de mostrar al Sab folclórico y al contenido para redescubrirlo, se corresponden con esa etapa colonial cubana, a la vez que la trasladan sabiamente al presente, en disfrute de la rica tradición musical de la nación.
La obra seduce por el graficado y conceptualización que desde la música designa: la danza, contradanza, habanera, criolla, canción trovadoresca del siglo XIX, vals, cuartetas, tonadas campesinas y toques de tambor de la cultura afrocubana.
La interpretación de las danzas africanas por los bailarines-esclavos, sobrevenida en homenaje a nuestros orígenes congos, fijó códigos gestuales en el BFC: la maestría de los movimientos y expresiones de sus bailarines.
El desafío colmó expectativas. Las actrices Elsa Avilés como la Tula —personaje creado para la obra; y que narra la historia—, Janixe Jiménez como Carlota y Enaisy Mackenzie como Teresa, y los actores Alexis López como Sab y Eduardo Garay como Enrique, regalaron actuaciones irrefutables, que no renunciaron al diálogo preciso más que a la declamación de parlamentos. Todos aseguraron boletos para una nueva etapa de crecimiento profesional.
La ambiciosa obra impuso detalles no tan bien logrados. La proyección de las voces por momentos, junto a la deteriorada calidad acústica del teatro, quedó por debajo de los decibeles que exige una sala como el Principal. Aquí indudablemente la cuestión es también tecnológica, que reclama en demasía mayor esfuerzo profesional, esencialmente en considerar con precisión que mientras la música funja como acompañante, lo más importante es lo que expresan los artistas.
Inigualable fue el desempeño del personaje de la muerte —introducido sabiamente por el director e interpretado por Laura Suárez Estrada. Por su manera de adentrarse en el escenario, articular su rol y por su determinante fuerza expresiva; sin pronunciar palabra, arrancó aplausos del público, mientras apagaba sin piedad la vida del liberto.
Meritorias fueron también las actuaciones de Alaín Yuri Garcés como el ancestro congo o guía espiritual de Sab —montado para la ocasión— y Nathaly Couto Torres como Martina, descendiente aborigen.
La aparición de la poetisa no falseó su original. En la selección de los textos estuvo el triunfo de este personaje, cuya aparición marcó la diferencia entre el Sab, dignificado por La Avellaneda, y el concebido por Echemendía. Los parlamentos, su imagen, actuación calmada, pero determinante, cedieron el paso infinito a la primera poetisa romántica hispanoamericana y no solo desde el ámbito literario, sino como una figura de sorprendente dimensión universal que se adelantó a su época.
Inesperado final, pero certero, fue la coronación de Gertrudis, alma y guía de la obra, en los segundos antes de bajar el telón. Reynaldo Echemendía tal vez no imaginó la magnitud del triunfo de este giro en el drama.
Lo que ya es un hecho rotundo es que en esa relectura de la novela antiesclavista, Echemendía pondera sus conocimientos músicos-danzarios al encontrar los puntos de contacto entre la obra clásica literaria y los códigos manejados por su compañía, que no solo las hermana, sino que le permite implicar los más esenciales elementos del ballet clásico, de los bailes campesinos, de la danza contemporánea y del folclor, para reverenciar y dignificar este último estilo, de enraizada tradición en el país.
Es un hecho consumado que el Sab del siglo XXI resurge como un hito; un giro conceptual dentro de espectáculos para conjuntos y compañías de folclóricos en la nación, afirmó Jorge Rivas, experimentado crítico de arte, en el semanario Trabajadores. «Está por estudiarse su dimensión artística-cultural, la cual merece ser asimilada por los seguidores del folclor en el país», refirió.
La obra trasciende como una conquista de muchos, pues las improntas de instituciones como el Ballet de Camagüey, la dirección provincial de Cultura y el Consejo Nacional de Artes Escénicas, y de creadores como el actor Luis Orlando Antúnez (Bambino) y el artista plástico Nasario Salazar, se impusieron a los derroteros del tiempo y de la novedad del complejo entramado de las acciones que la enalteció.