Me invitan porque quieren compartir su contentura. Me muestran con picardía fotos de sus años de estudiantes: «Mira, cuando aún no estaba calvo»… «¿Viste qué delgada era entonces?»… Llegan las anécdotas y las miradas cómplices, el arrebato de carcajadas y el colofón del abrazo. Ya son 35 años de que guardaron los libros y salieron a demostrar lo aprendido. Ahora vuelven a sus antiguas aulas y conversan con los maestros que una vez les enseñaron la ruta.
Sabedores del privilegio de haber sido la primera graduación de Ingeniería Civil e Hidráulica del otrora Centro Universitario José Antonio Echeverría (Cujae), hoy instituto superior, regresan a su alma máter a recorrer el camino tantas veces desandado. Llevan flores para homenajear al mártir que da nombre a la escuela, y se toman fotos ante el monumento que, como ellos, siente en su «cuerpo» el paso del «implacable».
«Es la tercera vez que nos reunimos —comenta orgulloso Enrique Rodríguez—. La primera fue en el aniversario 25 de la graduación y allí prometimos encontrarnos cada cinco años». Así han mantenido el precepto de unirse, y para que todo les salga bien, han formado un comité organizador encargado de prever hasta el último detalle de las actividades que preparan durante meses.
Carmen de la Guardia, otra radiante egresada, cuenta sobre los planes de este aniversario: «Celebramos durante dos días. El primero visitamos las obras constructivas de Mariel, donde vimos cuánto han trabajado en el puerto. Allí nos dieron las explicaciones técnicas y un recorrido para comprender lo que hasta el momento han realizado».
Ya no son los mismos muchachos que antaño revoloteaban por los pasillos de la escuela: muestran algunas o muchas canas y vienen acompañados por hijos y hasta nietos. Juntos fueron recibidos en el segundo día de fiesta por el Doctor Orlando Carraz, decano en funciones de la Facultad de Ingeniería Civil e Hidráulica de la Cujae, en un anfiteatro del instituto. Sintiéndose en casa, aprovecharon el momento para compartir lo que han estado haciendo desde el último momento en que se vieron. Para eso traen ponencias e imágenes de sus labores y proyectos, y reconocen a quienes los guiaron para lograrlos.
Por eso abrazan a su viejo profesor Francisco, «Paco», Medina. A él le regalan un breve, pero no pequeño homenaje, como agradecimiento a las horas que les dedicó, incluso años después de culminar la carrera. También recuerdan a los compañeros y maestros que hoy no los pueden acompañar, separados por el castigo del tiempo o de distancias inmensurables.
«Aunque cada vez que nos vemos somos menos, las ganas de seguir adelante y de volvernos a reunir dentro de cinco años actúan como una píldora revitalizante», confiesa Miriam Robert Vargas, algo nerviosa y emocionada. Pablo Rolando González, coordinador de los festejos de este aniversario, narra los avatares sorteados para que todo quedara de maravillas y cómo ahorraron entre ellos para asumir los gastos.
Mas, ninguna adversidad pudo detener el feliz encuentro. Y andan tan alegres que contagian el ambiente, y me hacen sonreír mientras repaso el álbum que crearon hace diez años, con fotos de algunos de sus profesores, de su período de estudiantes y otras actuales. Quieren sumarme a su júbilo y yo me siento a su lado, como si estuviera en mi propia aula, a conversar y divertirme con sus cuentos, dejándome llevar por el arrojo encomiable de su eterna juventud.