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Los trajes cubanos de Mackandal

Un barrio santacruceño siente el orgullo de ser, en toda la Isla, el único en llevar el nombre de Haití

Autor:

Enrique Milanés León

En la salita se escucha un susurro admirado: «¡Oh, Mackandal, el volador…! El que entraba y salía sin que nadie supiera que era él. Mackandal tenía doble vida; algo sobrenatural lo impulsaba. Ese fue el precursor…» No, el periodista no repasa la novela espléndida en que Alejo Carpentier nos introdujo en las esencias mismas de Haití. A quien «lee» con idéntico éxtasis, conversando con ella, es a Eda Delis Clotarryos, Fifina, una viejita adorable que en sus 85 años resume la sabiduría y la bondad repartida entre dos pueblos que, de vecinos, pasaron a ser hermanos.

Fifina vive en Pino 2, barrio del pueblo santacruceño que siente el orgullo de ser, en toda la Isla, el único en llevar ese nombre: Haití. De Cuba y Haití, de amores y terremotos, de Fifina y más, dialogamos hasta que esa mañana se hizo mediodía.

«Yo no quiero perder nada de la cultura haitiana —responde Fifina—, ni la lengua, ni la comida, ni los ritmos. Hablo el francés y el patois; el creole no, no lo entiendo todavía y pienso que ya no me va a entrar».

Sus padres vinieron a Cuba desde Okay, muy jóvenes: él en 1920 y ella, en el ‘22. «Tuvieron que trabajar mucho para mantenernos a sus cinco hijos. Mamá murió aquí. De mis hermanos, una se fue para Haití cuando el presidente Grau San Martín amenazó con regresar a los haitianos, otra murió hace cinco años».

Fifina ha inculcado la unidad como estandarte familiar. «Ayer parecía que en mi casa había velorio o fiesta: tenía aquí a 11 nietos y a cuatro bisnietos; ellos traen la comida pero me dicen, “abuela, usted cocina”, porque les encanta mi comida al estilo haitiano; yo no cocino con olla Reina o arrocera, sino con carbón».

Bajita, delgada y alegre, frágil en apariencia, esta mujer es recio tronco familiar. «Yo soy la jueza en mi familia y no permito pleitos. Mis nietos vienen aquí a buscar de todo».

Heroica semilla

Emilio Fonseca Amador, el historiador de Santa Cruz del Sur, afirma que «los haitianos llegaron aquí a principios del siglo XX por el fomento del azúcar. En 1899 los yanquis hicieron un censo y para su proyecto azucarero en Camagüey tenían un obstáculo: la baja densidad poblacional. En ese año todo el municipio tenía, en sus 3 316 kilómetros cuadrados, un poco más de 5 000 habitantes; ¿quién les trabajaría entonces?».

Llegaron migrantes internos de occidente, también algunos españoles, pero eso no resolvía la demanda, por lo que en 1913 ya entraba al territorio mano de obra antillana, especialmente de Haití y Jamaica. «En 1913 una ley de la República respaldaba el uso de braceros antillanos, que entraban sobre todo por Guayabal. Se fortaleció el central Francisco (luego Amancio Rodríguez) y en 1919 empezó a instalarse el Macareño (nuestro Haití) que en 1921 molía con caña previamente fomentada por colonias haitianas llegadas del este. Cuando en 1926 terminó de instalarse el Santa Marta (después Cándido González) se completó la ruta haitiana por la zona».

Emilio reafirma lo que sabemos: los haitianos estuvieron aquí desamparados y se les discriminaba incluso más que a los jamaicanos. Pobres siempre, eran drásticamente vulnerables a los vaivenes de la economía y la política norteamericanas. «Cuando el mercado de azúcar cubano en Estados Unidos se saturó en 1925, ya no hacían falta tantos braceros y comenzaron a estorbarles a los políticos, que desearon expatriarlos, idea refrendada en ley en 1933», explica.

Según el historiador, en total a Santa Cruz del Sur llegaron a inmigrar unos 12 000 haitianos, tal vez más. «Tan es así —explica— que en el censo de 1931 el municipio registraba 31 000 habitantes. ¡En 32 años la población había crecido casi seis veces!».

Sufridos, laboriosos, estoicos, los haitianos sin embargo luchaban. En 1945 se incorporaron en masa a la lucha por un sindicato en el central Santa Marta, como réplica al sindicato de la patronal. El mismo Jesús Menéndez los apoyó. Cierta vez, un millar de ellos caminó más de 20 kilómetros por la línea del tren, desde Los Raúles hasta Santa Cruz, donde hicieron actos en el Gremio Portuario y tomaron por cuatro días el ayuntamiento en demanda de derechos sindicales.

Las batallas por hacer causa en nuestra tierra no comenzaron ahí. Según afirma el historiador, la primera manifestación antiesclavista en todo Puerto Príncipe se produjo en 1795, en una finca cafetalera de Cuatro Compañeros, y tuvo como protagonistas a esclavos traídos de Haití. Fueron sofocados, como el ilustre manco, y sus cabezas colgaron en el camino real, mas ¿qué importaba? ¡Bien temprano, la semilla de Mackandal había germinado en Santa Cruz!

El rostro visible de una cultura

Sibelis Celidor García no es solo la directora del museo municipal de Santa Cruz del Sur; también atiende investigaciones en la Asociación de Residentes y Descendientes de Haitianos en el territorio. «En todo el municipio viven alrededor de tres mil descendientes y tres residentes: uno en Pino 3, de 101 años, y dos en Cándido González: uno de 101 y otro de 106 años», responde. Los descendientes son fundamentalmente de tercera generación, pero hay más de 200 de segunda.

Aunque enfocamos este trabajo en el poblado de Haití, el centro de esta cultura en Santa Cruz radica en La Caobita, con importantes puntos en Cándido González, La Jagua, el propio Haití y Macuto. «En La Caobita —refiere Sibelis— las costumbres se han mantenido con más pureza. Eso se ve en las prácticas religiosas, el uso del creole, los hábitos alimentarios, el empleo de plantas medicinales y la vitalidad de sus cantos y bailes, muy bien representados por Danza Okay, agrupación de allí mismo».

La especialista vindica a sus ancestros: «Se dio muy mala imagen de ellos: que eran brutos, brujeros, poco higiénicos. En realidad eran muy laboriosos; les decían las combinadas humanas, por su resistencia en el corte de caña. La familia de un paisano era como propia, y pese a todo mantenían la alegría. Al trabajo le decían convite y una vez concluida la jornada repartían la comida y la bebida y sonaban los tambores».

—¿Qué hay de cierto en esa extendida percepción de que lloran en los nacimientos y cantan en los velorios?

—Eso es una leyenda. Lo que pasa es que cuando fallece un haitiano se le hacen cantos, pero son cantos luctuosos, de despedida; lo del llanto cuando nace un niño son habladurías. Como cualquier persona, el haitiano ríe cuando le nace un familiar.

Entre las esencias de Haití vivas en Santa Cruz, Sibelis menciona los bailes de salón —como la contradanza, el minué y el eliancé—, así como el empleo de los tambores premier, second, bulá y catá, en la música.

La repostería haitiana aún testimonia en aquellas tierras del Sur la presencia de dulces hechos sobre todo de maní y coco, una variante propia del bombón, cremas, panes de maíz y de boniato. En la cocina, el apetitoso acervo pasa por el calalú, el tontón, el bacalao, el boniato y el ñame en varias recetas, el congrí —con frijoles caballero y gandul, y aceite de coco y maní—, un casabe llamado ducunú y muchos vegetales. Las bebidas incluyen el tifei, un licor dulce llamado ligué y el aguardiente tafiá.

Escuela de raíces

José Manuel Marshall López, el representante de la comunidad haitiana en Santa Cruz, tiene un sueño: «Espero materiales que coordiné con la Embajada de Haití para abrir aquí una escuela de creole. La idea es abrirla con descendientes de segunda y tercera generación, sumando a todo el que quiera inscribirse». La iniciativa es hermosa no solo porque da nuevos aires a una tradición cultural viva, sino también porque puede preparar a eventuales colaboradores cubanos en aquella nación.

«¿Qué tiene esa lengua? Sí, es bonita; goza de un refranero sabio. Nosotros decimos, por ejemplo, “perro que tiene cuatro patas coge un solo camino”, o “bien cerca no es llegamos”… por poner dos ejemplos. Nuestra cultura está viva en tejidos de canastas, sombreros, jabas, abanicos, en confección de nasas de pesca y muebles de bambú y guaniquiqui». José Manuel vuelve a la escuela. «No olvide que entre los años 30 y 40 del siglo pasado el creole se convirtió en la segunda lengua más hablada en Cuba».

Los buenos valores reaparecen en la conversación. «Nosotros tenemos un código familiar: todo se colegia, pero si no hay consenso impera lo que dice el mayor. Y entre hermanos no se presta dinero; si lo necesitas, aquí lo tienes».

Cada 1ro. de enero, José Manuel celebra dos revoluciones: la de Haití, proclamada en 1804, y la cubana, consagrada en 1959: «Ese día son dos revoluciones en una misma fiesta», responde este hombre que no se reconoce negro ni blanco. «En esta Cuba de ahora —argumenta— soy solo un hombre, no tengo raza; yo solo tengo este orgullo de mis raíces… y el orgullo no tiene color».

De temblores, vuelos y firmezas

Haití no es el mismo luego del terremoto del 12 de enero. José Manuel tampoco. «¡Figúrese, es la tierra de mi madre! El otro día vi en la televisión a una viejita y me dije: “¡cómo se parece a ella!” Yo quisiera ir allá a trabajar en lo que sea, y ese mismo es el espíritu de mi gente de aquí. Tenemos muchos descendientes dispuestos a colaborar y allá en Haití está la licenciada en español Florencia Alfredo Ricardo, una de nosotros».

Su prima Fifina piensa lo mismo: «Yo temblé y lloré con ese terremoto. Hice lo que estaba en mis manos: recé mucho por ellos, porque esos niños encuentren familiares y tengan un alivio. El mundo tiene que saber que Haití no es nada más ese terremoto: fíjese si el pueblo de mis padres es grande que con palos y piedras derrotó al ejército de Napoleón; cuando se dieron cuenta de que no había pluma, uno dijo “espérense”, y trajo la sangre de un invasor francés. Con esa firmaron la independencia», afirmó la viejita y desde entonces el periodista se pregunta si el dulce rostro de Fifina no será otro de los infinitos trajes con los que el volador Mackandal continúa, vigoroso y rebelde, en el reino de este mundo.

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