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Luis Traba Taureaux no le teme al vacío

A punto de lanzarse por primera vez desde una gran altura, un joven comando salvó la vida gracias a un inusual «amigo»

Autor:

Luis Raúl Vázquez Muñoz

CIEGO DE ÁVILA.— Se detuvo en seco: «¿Qué tú dices?». Luis Traba Taureaux miró a su amigo, recostó la bicicleta a la cintura e insistió: «Eso que dices es verdad. ¿Dónde lo oíste?». «Lo están diciendo por la radio».

Observó los alrededores. Era el final de la tarde y una suave brisa empezaba a sentirse en el ambiente. A su izquierda estaba La Turbina, el lago artificial que bordea la ciudad de Ciego de Ávila. A esa hora del día sus aguas tenían un color plomizo que parecía eterno. Luis arqueó las cejas y dijo: «Voy en esa».

Ahora, vestido con el traje oscuro de los equipos de rescate y salvamento, se echa a reír y se acaricia el pelo. «Era algo que había soñado toda la vida —confiesa—. Siempre quise ser un comando de rescate, desde chiquito buceaba y hacía ejercicio. Yo veía pasar a los bomberos y les caía atrás. Por eso cuando me enteré de la convocatoria para una plaza de técnico de rescate y salvamento, no lo pensé mucho. Era mi oportunidad».

Se dirigió a la Dirección del Cuerpo de Bomberos en la provincia. El jefe, teniente coronel Ubén Matías Concepción, lo atendió en su oficina. «Vamos a conversar un rato», le dijo sonriente, pero sin bajar la vista. Al cabo de unas horas, el oficial dio el dictamen: «Está bien, prepárate para ir a la Escuela».

La gran fiesta

Luis se acomoda en la butaca. Mide seis pies y tiene un cuerpo delgado, sin gran musculatura. Sin el uniforme y las botas de comando que ahora calza parecería uno de esos muchachos de barrio que andan en bicicleta o se sientan en las aceras para hablar de pelota.

Cuando habla del trabajo, no hay un gesto de superioridad; solo en ocasiones un leve encogimiento de hombros al mencionar las partes difíciles de su labor. Fuera de esos detalles, y con ropas de paisano, sería difícil ubicarlo como una de esas personas que se lanzan al vacío desde un edificio de 30 metros de altura y se sumergen en las aguas de una presa a punto de desbordarse.

«Mis viejos no pusieron objeciones —dice—. Pedí la baja del Pedagógico, donde estudiaba; preparé el maletín y al poco tiempo me encontraba en la Escuela Nacional de Bomberos Mártires de la Calle Patria. Tenía 20 ideas en la cabeza y un embullo tremendo. Pero enseguida aterricé».

El entrenamiento lo puso ante la verdad. Pese a que siempre hacía ejercicio y se reconocía como un buen nadador, las primeras jornadas en el polígono y la piscina le demostraron varias certezas: no tenía tanta resistencia para correr, no podía estar demasiado tiempo bajo el agua o flotando como alguna vez pensó y la más chocante: nadaba de forma bastante desordenada.

«Los entrenamientos —recuerda— eran casi siempre por la mañana o por la tarde. En la primera carrera de resistencia fue mucho si llegué a los 500 metros a la velocidad exigida. Pero lo que me reventó fue correr 400 metros en menos de un minuto. Salí disparado y enseguida se me hizo una bola en el cuello: entré dando traspiés y soltando ronquidos. Después fue en el agua, cuando intenté nadar un kilómetro sin detenerme. Pensé que no llegaba a la orilla y que me iba a hundir.

«Mi consuelo es que yo no era el único. Todos los nuevos estábamos así. Respirábamos como si el pecho se fuera a salir, con las manos en las rodillas y los ojos muy abiertos. Entonces llegó el turno de los instructores. En mi caso, al nadar me señalaron que lanzaba los brazos sin la secuencia correcta. Por eso no avanzaba lo debido y perdía energías.

«Poco a poco las cosas cambiaron. Sin darnos cuenta, las carreras fluían mejor. Nos cansábamos menos al trotar los siete kilómetros, para descansar cinco minutos y retomar enseguida los otros 7 000 metros. Al finalizar los seis meses del curso, ya nos pasábamos dos horas dentro del agua como si fuera la gran fiesta del día».

El gran amigo

«El que no sienta miedo, no es un buen técnico de rescate —afirma Luis—. Yo también me asombré cuando los instructores lo repitieron en la escuela: debíamos querer al miedo. Porque una cosa es sentirlo y otra muy distinta es dejar que se apodere de ti. La valentía es el dominio del miedo, y eso me lo enseñaron en el centro».

Ya en activo, una de las primeras veces en las que Luis sintió ese cosquilleo en el estómago fue ante las compuertas de un embalse. Aún no existía una situación de alarma, pero una de las llaves estaba partida y era necesario sumergirse para accionarla desde el fondo y permitir que las aguas aliviaran.

A uno de los comandos, Yunior Expósito Mirabal, le dieron la misión de bajar. Luis y otro comando estarían sobre el muro, con la misión de asegurar la cuerda que su compañero se prendió a la cintura antes de descender cinco metros hasta el fondo.

«Fue sencillo —recuerda Luis—; pero siempre sentí la tensión de que un golpe de agua arrastraría a Yunior. Sin embargo, lo que nunca olvido es la primera vez que sentí el miedo de verdad. Fue en la Escuela de Bomberos. Nos dijeron que al sentirlo, enseguida debíamos revisar el equipo, porque algo andaba mal. Eso lo confirmé cuando hice mi primer salto de entrenamiento. Ya estaba en lo alto del muro, solo. Abajo veía la gente bien chiquita. Aguanté la respiración para saltar y un aguijonazo me aguantó los pies. Me dije: “¿Qué pasa aquí?”. Iba a insultarme, a decir que era una gallina, un cobarde que se asustaba por cualquier bobería, cuando vi el fallo. Una anilla de seguridad estaba medio suelta. Si me hubiera lanzado, nada me hubiera protegido. Solté la respiración. La apreté duro y salté. El miedo me había salvado».

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