Elegida en la capital cubana para clausurar la más reciente edición del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, la película francesa La clase es uno de los más elocuentes testimonios fílmicos en pro de la aceptación del otro, y del diálogo entre personas de diferentes culturas, edades y formación intelectual. Su director, Laurent Cantet, está en Cuba invitado por la Escuela Internacional de Cine y Televisión, en San Antonio de los Baños, con el propósito de ofrecer un taller a los estudiantes de dirección de tercer año que, por cierto, también proceden de diversas nacionalidades. De modo que el propio director se ha colocado en una situación similar a la del profesor que describe su ya célebre película. La clase es altamente recomendable para todo espectador interesado en un cine ilustrado, regocijante, altruista. Seguramente el ICAIC la exhibirá próximamente. Antes de eso, tuve la ocasión de conversar con Laurent Cantet sobre el propósito y el alcance de algunos temas inherentes a su obra.
—¿Le parecería correcta una interpretación de La clase, a partir del cuestionamiento y la reflexión de tres conceptos fundamentales en toda sociedad civilizada: pedagogía, multiculturalidad y participación democrática?
—Creo que sí. Pero no puede excluirse la reflexión sobre la juventud. Me gusta filmar a los adolescentes ya que esa es una etapa de la vida en que se ven precisados a realizar elecciones. A veces no tienen las armas necesarias para decidir sus vidas porque están expuestos por primera vez a la complejidad de la sociedad.
«Lo otro que me interesaba era ofrecer una imagen diferente de la juventud actual, que ha sido tan estigmatizada, y siempre se prejuzga y se la califica injustamente como idiotas, solo capaces de conectarse a Internet o estar todo el día jugando en una computadora. Se dice que no tienen nada en la cabeza, que no tienen proyectos ni compromisos. Y me parece que observándolos desde más cerca, uno puede apreciar todo lo nuevo que está surgiendo en ellos.
«Si todos recordáramos quiénes éramos, cuando teníamos 13 o 14 años, me parece que nuestras imágenes nunca distarían demasiado de la imagen que se ofrece de ellos hoy en día. Esta estigmatización es más dura en mi película porque en ella se observa a un grupo social y étnicamente desfavorecido. Así que el gran problema de la sociedad francesa y de todas las sociedades un tanto “favorecidas” sería no ver el desprecio con que trata a los inmigrantes o recién llegados. El problema se agudiza con la generalización de la crisis económica, además de la xenofobia ambiente y difusa, y de problemas sociales como el desempleo y la miseria».
—¿Se podría decir que el profesor que usted presenta en La clase también aprende de sus alumnos, de manera similar al modo en que usted declara que aprende de los jóvenes? ¿Este profesor es un poco el héroe del drama? ¿Hasta qué punto están ficcionados sus conflictos?
—No sé si el profesor aprende de sus alumnos, como usted me dice, pero sí es cierto que él es capaz de escuchar sus historias, sus problemas, y así puede tratar que ellos se conviertan en actores de su propio aprendizaje. En cuanto a su relación con los estudiantes, el profesor de la película está muy cerca de lo que era el personaje real de Francois Begaudeau cuando era profesor, antes de actuar en La clase haciendo el papel de sí mismo. En cuanto a los temas más fictivos, por ejemplo en su dilema respecto a ciertos alumnos, o a sus relaciones difíciles con los otros profesores, esta soledad en que lo coloca la segunda parte de la película, puedo decirte que todo fue escrito en un guión y Francois estaba interpretando a un personaje de ficción. Pero es verdad que en cuanto a la pedagogía están muy cerca el personaje de la película y las experiencias reales del profesor que fue Francois.
—¿Cuál es el método que sigue para lograr que un no-actor alcance semejantes niveles de naturalidad y organicidad?
—No puedo explicarlo en pocas palabras. Yo creo que todos somos capaces no solo de actuar el personaje que somos, sino de convertirnos en otra persona más o menos distinta a uno. Si uno quiere, puede, pero si no lo desea, nunca lo va a lograr. Nadie puede imponerte que seas un actor natural y orgánico, pero con alguien que te estima, y luego de un trabajo preparatorio muy largo (en el cual no se aprende a actuar, pero sí nos conocemos, aprendemos a confiar los unos en los otros, y cada quien tiene el espacio suficiente para representar su propia historia), y a partir de que los actores aceptan las reglas del juego se sienten muy implicados en la película. No solo están ahí para actuar, sino que se sienten responsables de una parte de la película, y eso cambia la relación que establecen con la película y conmigo.
—Del cine francés más actual y popular, a través de los festivales anuales consagrados a la producción de su país, nos llegan muchos títulos que juegan las mismas cartas del entretenimiento comercial y evasivo que en Estados Unidos. ¿No siente que sus apuestas por el realismo documental aparecen en solitario dentro de un panorama nacional más complaciente?
—Hay muchos tipos de cines en Francia. Producimos unas 200 películas cada año, y eso garantiza una verdadera diversidad. Es verdad que cada vez es más difícil realizar películas singulares, y el dinero se apuesta mayormente a las comedias y las películas de acción, pero todavía se puede trabajar en los filmes que uno quiere hacer. Conservar esa libertad es el resultado de una política verdaderamente cultural, que se implementó en los años de la segunda postguerra, con la creación del Ministerio de Cultura, de las instituciones estatales que apoyan el cine y de todos los sistemas de ayuda que tratan de corregir, o aliviar, las tendencias y limitaciones del mercado.
—Hablando del pasado, ¿con qué tradiciones históricas del cine francés y europeo se siente en deuda? ¿Cuál cree que sea la característica dominante en su filmografía?
—Mis influencias se encuentran, sobre todo, en el neorrealismo italiano. Sin embargo, creo que los directores de la nueva ola tenían una relación muy directa con la realidad, menos documental de lo que yo quiero hacer, pero de todas maneras en las primeras películas de Jean Luc Godard, al modo de Masculino-Femenino, que trata sobre los suburbios, o de La china, que anuncia mayo 68. Es decir, que Godard estaba muy al tanto de la sociedad en que filmaba, aunque su modo de expresión fuera muy artístico, y algo artificioso, pero ya existía esa necesidad de hablar de la sociedad francesa. Creo que nuestro cine mira al mundo más allá de la intimidad y el erotismo, como piensan algunos espectadores prejuiciosos.
«Mi obra persigue que el espectador se pregunte si está delante de un documental o de una ficción, y por tanto aspiro a borrar las fronteras entre ambos géneros. Mis películas dicen lo mismo que yo pudiera escribir en un ensayo sobre un tema si me gustara escribir o supiera hacerlo, pero como no me gusta escribir ensayos, prefiero decirlo todo a través del cine, de la emoción, de las trayectorias de los personajes y de la historia».
—Ese método que alude puede seguirse a lo largo de sus mejores películas, Recursos humanos, El empleo del tiempo, y La clase, pero me gusta algo menos Hacia el sur, donde me parece que se aleja un poco de su método más típico y original...
—Es posible, pero todo lo que tiene que ver con el joven haitiano se pensó con un enfoque similar al de mis otras películas. En todas ellas lo que más me interesa es la influencia de la esfera pública en la privada, y me parece que Hacia el sur enfrenta esta contradicción. Lo público es la relación Norte-Sur, el poder del dinero y el colonialismo, mientras que lo íntimo es más cerrado porque tiene que ver con la sexualidad, el erotismo, el envejecimiento y el cuerpo que se deteriora con la edad.
«El punto de partida de esta es parecido al de mis otras películas, pero te concedo que el tratamiento es en verdad diferente y por varias razones. En primer lugar, no pude reunir durante el necesario tiempo a todos los actores antes de filmar, de modo que no hubo demasiado taller previo a la filmación. Charlotte Rampling estaba en París, Louise Portal en Montreal, los muchachos en Haití y República Dominicana, yo viajaba entre todos ellos, y solo pude reunirlos durante una semana antes del rodaje. Tuvimos una relación mucho más clásica con el guión. Quería hacerle un homenaje a Stromboli, de Roberto Rossellini, donde también hay una estrella norteamericana que confronta un mundo tan distinto al propio que no puede comprenderlo. Cuando empezaba la película, pensaba en Charlotte como en la Ingrid Bergman de Rossellini».
—¿No lo abruma el éxito de su más reciente filme? ¿Por qué decidió venir a dar clases en Cuba justo cuando La clase se ha convertido en una de las más reconocidas, celebradas y premiadas en los últimos seis meses?
—Desde que La clase ganó la Palma de Oro en Cannes, no me he quedado más de tres días seguidos en mi casa. Ya quiero terminar con esta historia de premios y conferencias de prensa. Quisiera parar con esto, y sentarme a revisar 20 o 25 proyectos antes de escoger uno. En Cannes había 25 buenas películas y nos dieron la Palma, y cuando nos nominaron con otras cuatro películas al Oscar pensé que podía ganar, pero honestamente le veía mayores posibilidades a Vals con Bashir. Era mágico estar en una ceremonia como esa, pero también pensé que uno rara vez tiene dos alegrías tan grandes y tan seguidas.
«Estuve en Cuba hace tres años y entonces conocí a varios profesores de la Escuela y fue buena mi relación con ellos. Motivaron mi curiosidad y quise ver este lugar donde se reúnen, para aprender cine, gente de tan diversos horizontes culturales. La diversidad del aula no la siento tanto porque nos entendemos en inglés, más o menos entiendo lo que me dicen en español, y ellos más o menos comprenden lo que les digo en francés. Lo importante es el deseo de comunicarnos, de aprender, de establecer el diálogo».