La verdadera ciudad deben reconstruirla ahora sus habitantes, quienes tienen la oportunidad, si se quiere, de dejarla más bellaVisitar la Isla de la Juventud después del paso del huracán Gustav es una experiencia desgarradora. El viajero que va por primera vez, solo puede imaginarse cómo era la ciudad hace una semana. Desde el avión, las plantas quemadas y las naves descubiertas son un contundente preámbulo de lo que vendrá después. Las palmas son ahora unos lastimeros palitos blancos, con una especie de plumita amarilla por penacho.
Al recorrer la carretera hacia Gerona, una se sorprende al ver los bosques de pinos, casi intactos, con sus árboles rectos y verdes. Pareciera que están organizados en una formación militar, burlándose de aquellas otras especies, corpulentas y hermosas, y que sin embargo sucumbieron ante el fenómeno.
«Es que son autóctonos de aquí —aclaró un especialista a este reportera—; los que no resistieron son los introducidos».
Foto: Periódico Victoria Al llegar a Gerona, se percibe que era una ciudad de frondosa vegetación. No hay una calle donde no estén apiñados restos de árboles derribados. Por eso los pineros añoran hoy un pedacito de sombra, mientras caminan bajo un sol y un calor implacables.
«Me cambiaron la Isla», es la expresión de muchos al constatar los daños. Y el visitante asiente, mientras observa lugares ante los cuales solo cabe preguntar: «¿Qué había aquí?».
Las personas solo tienen un tema de conversación. El shock dura todavía. Los diálogos se parecen todos: «¿Cómo te fue? ¿Y a tu familia?». Luego vienen las anécdotas de lo que sucedió en tal lugar, o a tal persona. La ansiedad no se ha ido. Y frases como «¿cuándo volveremos de nuevo a tener Isla?», se dicen con una risa desordenada, nerviosa. Es una especie de incontinencia verbal, propia de quien ha sufrido un estrés muy grande.
El mar empujó al río, que no respetó ningún límite y entró hacia las casas cercanas. Cundo salió, se llevó consigo todo lo que encontró a su paso. Muchos lo perdieron todo.
A otros, los vientos les llevaron el techo, y aunque lograron conservar sus bienes, han tenido que sacar sus colchones y muebles a la calle para que el sol los seque. Son los mismos que guardan sus equipos eléctricos húmedos, con la esperanza de que al llegar la electricidad, no se hayan echado a perder.
En el camino hacia La Demajagua, un poblado a 21 kilómetros de Gerona, el paisaje está inclinado hacia un lado: las torres de electricidad, los árboles, las señales de tránsito, la yerba. Solo la carretera permanece recta.
El bosque tupido que identificaba la entrada a la comunidad exhibe ahora una extraña desnudez. Los jigües siguen allí, pero han perdido gran parte del follaje, y dejan ver un camino claro, que antes no se divisaba.
Allí vive Grexi, una madre de tres hijos, a quien Gustav le corrió la casa, como si tuviera ruedas, y le arrancó parte del techo. Aun así, se considera dichosa. Conoce historias muy tristes, como la de una vecina, madre de cinco niños, que se quedó sin nada. O la de una amiga, joven como ella, que perdió un dedo tratando de sujetar una ventana.
Todavía la mayoría de los pineros está sin energía eléctrica. Por la mañana asisten al trabajo, y en las tardes muchos se sientan en los portales o en los quicios a refrescarse del calor. Han perdido la noción del tiempo, y no saben si es miércoles o jueves.
«Papá, las montañas tienen gel», dijo Claudia, una niña a quien los pocos árboles que quedaron en pie en las faldas de las lomas, le recuerdan el pelado moderno de los adolescentes.
Hay hechos que admiran y alegran. La vieja glorieta del parque Guerrillero Heroico, vencedora de todos los ciclones del siglo XX, no quiso ser menos en el XXI, y resistió airosa el azote de Gustav, aunque muchos de sus «compañeros» —bancos, farolas y árboles— yacen en el suelo. Y anima también ver la estatua de Alicia Alonso en la heladería Coppelia, que por primera vez en la historia de los ciclones pineros, no perdió su pierna.
Los niños aprovechan los troncos caídos para jugar y desatar su imaginación. Los desechos siguen sobre el asfalto, pero ya por la mayoría de las calles se puede transitar. Los pineros consienten de buen grado en que los camiones encargados de recogerlos se hayan dedicado a trasladar a los obreros que reparan las líneas eléctricas.
Reconforta ver a esos hombres trabajando de noche. Y las nuevas caravanas que llegan desde la Isla grande, van pitando a su paso por la ciudad, mientras los pobladores saludan a los recién llegados que vienen cargados de esperanza y deseos de trabajar.
Nunca antes el aeropuerto de Gerona tuvo tanta vida. Constantemente llegan aviones repletos de suministros, alimentos, colaboradores... La otrora Isla de Pinos, que un día acogió a miles de personas de otras provincias que echaron allí sus raíces y construyeron la Isla que es hoy, recibe de nuevo el aliento y la solidaridad de quienes llegan con su carga de amor desde diversos puntos del país.
Las personas siguen yendo a trabajar. Como sea. Así dice el chofer Jorge Frómeta, quien perdió su techo y ahora maneja en short, porque su ropa aún está húmeda y tiene mal olor.
Ese sentido de pertenencia fue el que empujó a numerosos pineros a permanecer en sus centros laborales mientras pasaba el huracán, a riesgo de no saber lo que sucedía en sus casas.
Para otros, el trabajo también puede ser una distracción, al no poder por ahora solucionar sus problemas. Pero también es el lugar donde la solidaridad reina. Y en muchos centros laborales se cocina para los trabajadores que perdieron sus bienes, y hasta para sus familias.
El hospital municipal se afectó mucho, pero los servicios médicos jamás se paralizaron. Aun en medio del ciclón nació un niño, hijo de la fiscal Iralys, como para demostrar que la vida aflora en medio de las más dramáticas circunstancias.
Luego de una visita de tres días, el viajero principiante se marcha convencido de que no conoció la Isla de la Juventud. Está demasiado fresca la huella de la tragedia. La verdadera ciudad deben reconstruirla ahora sus habitantes, quienes tienen la oportunidad, si se quiere, de dejarla más bella. La vida sigue allí, y ellos, cubanos al fin y al cabo, se empeñan en no decaer. Y permanecer como los pinos: firmes, unidos, y sin doblarse.