Cuentan que cuando el «general de opereta» —uno de los apodos por los que acostumbraba llamar a Machado— prohibió a la tripulación del buque soviético Vatslav Vorovski pisar tierra cubana, inmediatamente se dispuso a visitarlos a su embarcación e invitarlos a almorzar. Durante la comida, concentrado en la conversación, se sirvió el dulce como si fuera sopa y los invitados soviéticos lo imitaron respetuosos. Solo en el momento de servir el postre, al darse cuenta de su error, lanzó una carcajada que contagió a todos.
Este era Julio Antonio Mella cuando murió perseguido por la violencia del tirano Gerardo Machado, un día en que caminaba por la capital mexicana del brazo de su Tina, en enero de 1929.
Del líder innato perduran muchas obras, entre ellas la Federación Estudiantil Universitaria, organización que revolucionó la vida política del país y desde sus inicios brindó a los estudiantes de la enseñanza superior un papel protagónico en la efervescencia de aquellos años en que surgió y en la de estos en que perdura.
Personas como él se hacen indispensables en la cotidianidad de nuestros días para no perdernos en un camino difícil, como todos los que conducen a metas legítimas y sinceras, y que para hombres conscientes de su realidad son por tanto ineludibles.
Entre sus huellas está haber liderado el movimiento reformista en la Universidad de la Habana y el primer Congreso Nacional de Estudiantes, la fundación, junto a Carlos Baliño, del Partido Comunista de Cuba, el apoyo brindado al Movimiento de Veteranos y Patriotas y la dirección y colaboración con la revista Alma Mater.
Nunca pretendió ser un hombre incontestable sino consecuente con sus opiniones, y actuó de acuerdo con las necesidades del momento que vivió. Mella se mantiene entre nosotros luchando, como él mismo diría, por «hacer lo que la memoria del Apóstol y la realidad imponen».