Lecturas
En diciembre de 1934, Dominga Maceo y Grajales estuvo en La Habana y se alojó en el hotel Isla de Cuba, en la calle Monte. Era ya la única superviviente de los hijos de Mariana. Venía con el propósito de entrevistarse con el coronel Carlos Mendieta y Montefur, presidente de la República, que le había dado cita en Palacio. Pero, llegado el caso, el mandatario no la recibió.
La hermana de Antonio y José se hallaba a esas alturas seriamente enferma, aquejada de una parálisis que le había impedido en los tres años precedentes asistir en el Cacahual a los actos por la muerte del Titán de Bronce y de su ayudante, el capitán Francisco Gómez Toro. Había formado parte de la comisión de veteranos y personalidades santiagueras que había traído de Jamaica, en 1923, los restos de Mariana, muerta en esa isla 30 años antes.
Aquella tarde, Dominga Maceo y Grajales salió del edificio de Refugio número 1, desconsolada. Tal vez Mendieta la recibiera el lunes siguiente o un día cualquiera. No quedaba otro remedio que esperar. De cualquier manera, no volvería a su casa, en Oriente, sin exponerle al Presidente lo aflictivo de su situación. La acompañaba su hija Baldomera.
Así las cosas, el doctor Miguel Mariano Gómez, alcalde de La Habana, tomó cartas en el asunto. Puso un médico al servicio de la patriota y abrió para ella los servicios de sanidad y beneficencia del municipio, a fin de aliviar, en lo posible, el mal que la llevara a la parálisis.
Al fin, el 4 de diciembre el coronel Mendieta recibió a la hermana del general Antonio. Ella se limitó a pedirle que se le entregara completa y en tiempo la pensión a la que tenía derecho a fin de poder atender sus necesidades.
Luz Palomares iluminó la suerte de Antonio Maceo a comienzos de la contienda de 1895. Tenía ella ya cierta edad y había sufrido privaciones y cárcel durante la Guerra de los Diez Años. Concluida esta, y recién salida de la prisión, regresó a Guáimaro, su ciudad natal, pero las autoridades coloniales no demoraron en desterrarla a la región de Baracoa.
Allí, a su finca El Buquién, en el barrio del Toa, vio Luz Palomares llegar, a comienzos de abril de 1895, a Antonio y José Maceo, a Flor Crombet y a los expedicionarios de la goleta Honor, que habían desembarcado en Duaba. Fue entonces que el general Antonio le confirió el grado de Capitana del Ejército Libertador. No eran pocos sus méritos para merecerlos, y mucho más lo que había sufrido desde que, sorprendida con los suyos en la manigua por una tropa española, vio morir macheteados a sus hermanos de 12 y 14 años y fallecer a su madre del infarto que le provocó ese crimen horrendo. Desde 1872 hasta el fin de la guerra, en 1878, Luz Palomares había guardado prisión, primero en Las Tunas y luego en Holguín.
En agosto de 1895, el alijo de armas llegado en el vapor León fue puesto a recaudo en la finca El Buquién. Una patrulla española intentó entrar en el predio, pero fue rechazada por los cubanos, entre ellos la propia Luz que, machete en mano, evitó que el enemigo se acercase al armamento.
Por esos días recibió el diploma que consignaba su grado militar. Tendría que comerse el documento para evitar que cayese en manos de los españoles en un registro sorpresivo. Se mantuvo en la zona hasta el cese de la guerra.
No fue hasta marzo de 1931 que el Congreso de la República le reconoció su derecho a la pensión del Ejército Libertador que le correspondía. Habían pasado 33 años desde el fin de la guerra. Falleció en 1948.
A Magdalena Peñarredonda, quien fue delegada de la Junta de Nueva York en la Guerra del 68, y en la del 95 delegada del Partido Revolucionario Cubano, sus colaboradores le daban trato de general. Dos mambisas villareñas, Antonia Romero y María Escobar, estrechas colaboradoras de Máximo Gómez en Caibarién y Remedios, respectivamente, eran llamadas las coronelas.
Ninguna cubana alcanzó tales grados en la manigua. La mujer con más alta graduación en el Ejército Libertador fue la farmacéutica Mercedes Sirvén, ascendida a comandante en 1897. Fundó ella una «botica revolucionaria», destinada a abastecer de medicamentos y material de cura a hospitales de guerra, tanto fijos como ambulantes, en todo el territorio holguinero. La distribución la realizaba sola, sin más ayuda que su mula y su fusil.
En Holguín, junto a su hermano médico, Mercedes esperó la orden de alzamiento el 24 de febrero de 1895. Por eso se dice que es la primera mujer que se fue al campo insurrecto, sin embargo, documentos oficiales consignan su ingreso en el Ejército Libertador el 5 de octubre de 1896.
La mujer a la que hubiera correspondido el honor de ser la primera, no pudo lograr su propósito. Se llamaba Amparo Orbe y, como novia de Antonio López Coloma y amiga de Juan Gualberto Gómez, siguió muy de cerca en La Habana las órdenes de José Martí para el inicio de la guerra.
Coloma y Juan Gualberto serían los jefes del frustrado alzamiento de Ibarra, el 24 de febrero. Cuatro días después, Amparo se les incorporaba. Ese grupo fue descubierto y dispersado. Coloma montó a la novia en la grupa de su caballo y galopó en busca de un lugar seguro. Intentó el jinete saltar una cerca de piedras y Amparo cayó al suelo. El enemigo estaba cerca y varios de los compañeros de Coloma retrocedieron para proteger a la pareja que logró refugiarse al fin en un cañaveral cercano. No demoraron en ser apresados.
Conducidos a La Habana, los novios pasaron todo un año incomunicados en celdas contiguas. Un tribunal condenó a muerte a Coloma y dispuso la reclusión de Amparo en la Casa de Recogidas. Un momento antes de que a él lo condujeran al cadalso y a ella la trasladaran, les permitieron casarse y Amparo, sin transición, pasó de novia a viuda.
Adela Azcuy estuvo casada, en primeras nupcias, con un camagüeyano apuesto y amable, de definidas ideas separatistas. Era licenciado en Farmacia y juntos montaron una botica en Viñales.
El hombre murió y Adela volvió a casarse, esta vez con un español, también farmacéutico, que fuera ayudante de su anterior esposo. Tenían ideas radicalmente contrarias en relación con la independencia de Cuba, pero el matrimonio prefería no enarbolarlas para no romper la tranquilidad hogareña. Esa paz hizo crisis cuando, a partir del 24 de febrero de 1895, cada uno comenzó a mostrarse como lo que era. Mencionó Adela su intención de irse a la manigua insurrecta y él, burlándose, respondió que no era ella capaz de matar un pollo. No se habían apagado aún las risotadas del marido cuando la mujer, revólver en mano, le disparó sin acertar.
Ese mismo día decidieron cerrar la botica y se separaron. Cogerían caminos diferentes. Ella salió a Hoyo Colorado, a unirse a los mambises; se alzó en armas el 14 de febrero de 1896. Él se alistó en el ejército colonial en el que permaneció hasta la derrota española.
En octubre de 1934, la prensa daba a conocer la carta que la señora Victoria Sarduy, viuda del general Ramón Leocadio Bonachea, dirigió a tres gobernadores provinciales, veteranos todos del Ejército Libertador. Vivía en el olvido y padecía una angustia económica desesperante. Les dijo:
«En la situación de desamparo económico en que me encuentro, viuda de quien como el general Ramón Leocadio Bonachea arriesgó su vida y la dio por la independencia de Cuba, es a ustedes a quienes apelo… He tocado muchas puertas e inclusive a los del Centro de Veteranos de la Independencia sin que interesen las desdichas y las miserias que experimentan los familiares de aquellos de nuestros veteranos que murieron en la manigua en los campos de batalla o en el suplicio y que no vivieron lo bastante para figurar entre los veteranos de la República…».
La viuda de Bonachea percibía una pensión menor de 25 pesos mensuales; su hija tenía otra que no rebasaba los 19 y desde meses antes no recibía ni un centavo.
Sin embargo, Octavio Zubizarreta, ministro de Gobernación de la dictadura machadista, preso en La Cabaña y condenado a muerte por el asesinato de los hermanos Freire de Andrade, sanción que no se cumplió porque fue indultado, recibía en cárcel una pensión de 200 pesos mensuales.