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La Habana de 1840 (II y final)

La nobleza habanera es la verdadera dominadora del país, observa el escritor gallego Jacinto Salas y Quiroga en su viaje a la Isla, en 1840. Su influjo es inmenso, pero, precisa, solo en aquellos asuntos en los que el Gobierno no interviene, ya que su poder suele terminar en la puerta de los despachos de los altos funcionarios.

La riqueza de esos patricios es grande y célebre ya en el mundo, dice. Los distingue la opulencia y son intrincadas sus relaciones de parentesco; no se mezclan, sino entre ellos, aunque las escuelas y los cargos públicos suelen juntar a exponentes de estamentos diversos.

Salas y Quiroga tiene, sin embargo, una apreciación muy particular de la pobreza, pues cree que en La Habana es pobre quien quiere serlo, ya que «por mil son los medios de hacer fortuna y numerosos los protectores que encuentra todo joven honrado que desea un adelanto…». Ingenuidad que se hace evidente asimismo cuando alude a la felicidad del esclavo doméstico. Exalta la mezcla de sangres española y africana: en el mulato bulle el genio y la inspiración.

Advierte las diferencias entre el esclavo obligado a tareas agrícolas y el de ciudad, hábil para las artes y los oficios, y no comparte el criterio de algunos de sacar de la Isla a los negros libres. «En mi sentimiento no puede caber el que se prive de su patria al hombre laborioso que sabe adquirir su libertad y romper su cadena…».

Blancos y negros, ricos y pobres, esclavos y negros libres… una separación peor y más triste advierte Salas y Quiroga en la Cuba de su tiempo. La de peninsulares y criollos. «Unos y otros… somos hijos de los mismos padres y debemos a las cenizas de estos deponer los resentimientos y amarnos. Será esto franca y lealmente el día que reconozca el Gobierno de la metrópoli que unos y otros estamos hábiles para obtener los mismos empleos, y no cierre a los cubanos la puerta a los destinos de una ambición justa en personas dignas de servir a su patria».

Tarde y noche

En su libro titulado Viajes, deja el gallego Jacinto Salas y Quiroga, poeta y periodista, observaciones agudas y vívidas, aunque discutibles en ocasiones, sobre Cuba y los cubanos.

Habla de la hospitalidad sin límites de nuestra gente. Siempre encuentra aquí el forastero una mesa donde comer, mesa servida a veces como para un festín y que propicia la reunión de la familia, una reunión que «deleita el espíritu y ensancha el corazón».

Por las tardes, las calles están desiertas; no son muchos los habaneros que se animan a salir a esas horas y menos hacerlo a pie. Hay paseos magníficos, como el de Tacón —actual Carlos III—, con sus hermosas y extensas calles de árboles, columnas y estatuas, y su jardín con cascadas y plantas exóticas. Merece ser visitado, pero lo es escasamente en las tardes.

Todo se anima, en cambio, en el anochecer. Es risueño entonces el aspecto de la ciudad. Se iluminan las habitaciones de la planta baja de las viviendas y por sus ventanas se ven lindas muchachas que se mecen en sus sillones o, reclinadas en ellos, escuchan el requiebro de sus enamorados. No pocas damas salen a la calle a pie y a veces en grupo para disfrutar de las retretas en la Plaza de Armas. Existe luego la posibilidad de asistir al teatro. Funcionaban en la ciudad el Tacón, de construcción reciente en los días de la visita de Salas y Quiroga, y el Principal, el más antiguo y a esas alturas poco concurrido. Daba cabida a las temporadas de ópera, mientras el Tacón acogía una programación dramática. Anota con picardía el visitante:

«… Desde su luneta, nota el espectador desde el pie reducido hasta el abundante cabello de la actriz que sube a este escenario. Que, si para esta, es tal vez molesto no poder jamás presentarse al público sin exponerse totalmente a la mirada de los curiosos, es para estos una delicia gozar siempre de tan halagüeña vista».

Por mala que sea la obra que se presenta, el Tacón se llena, y el negocio prospera.

Termina la función sobre las 11 de la noche y no hay otra cosa que hacer que meterse en la cama. No se recibe en ninguna casa a hora tan avanzada, y los bailes ordinarios, excepto en tiempo de máscaras, no acaban mucho más tarde. Recuerda Salas en su libro de viajes lo sorprendido que se sintió cuando asistió por primera vez a un baile en la Sociedad Filarmónica: antes de las 12 de la noche no había un alma en el salón.

«Pero los bailes en La Habana son muy animados. Para mí nada hay preferible a una muelle (ritmo suave y acompasado), lánguida y voluptuosa contradanza española. Herencia de nuestros padres, yo la desconocía; la primera vez que la vi bailar en las Antillas confieso que me pareció más poética que nuestros fríos, sosos e insípidos rigodones.

«Y no solo opino yo de ese modo: apenas va un europeo a aquellas apartadas regiones que (…) no murmure al principio contra el baile americano y no lo adopte luego e insensiblemente vaya amándolo. Hay algo de dulce, de suave, de parecido al carácter del país; la música parece un continuado suspiro amoroso; los compases, movimientos de una sílfide que se columpia en los aires, y su interminable repetición se asemeja al cansancio del placer, al círculo que traza el que no puede arrancarse de su sitio. En suma, yo creo (…) que un hombre de genio podría idear un magnífico poema (…) escuchando los apagados compases de la orquesta, y viendo los pausados muelles movimientos de una bella cubana, danzando una antigua contradanza española, traducida algún tanto al sistema de su naturaleza tropical».

Anochece

¿Dónde se baila en La Habana? Comenta Salas que el amor excesivo al lujo, el deseo de no ceder a nadie en ostentación y la desidia de las habaneras son las causas de que escaseen las diversiones en las casas particulares. Para suplir ese vacío es que se ideó la formación de asociaciones que, en lugares destinados al efecto, ofrecen bailes periódicamente, razonable distracción que apenas grava el bolsillo de los asistentes.

«Pero como en La Habana nada se puede hacer sin que se tropiece con la división de clases, hasta en la formación de esas asociaciones se nota la diferencia que contribuye a alejar a las señoras unas de otras. Las que pertenecen a la aristocracia no concurren, sino a la Sociedad Filarmónica; a La Habanera y a la Santa Cecilia no van más que señoras de segunda y tercera clase. Los hombres concurren a las tres». Y en las tres, dice el cronista, se nota demasiado lujo; las tres están muy bien compuestas y en todas se pasa un par de horas deliciosas.

La vida en La Habana de un joven europeo es al comienzo un tanto fría. Se ha acostumbrado al bullicio de las grandes ciudades y el seguimiento de la política, de las novedades artísticas y literarias y de acontecimientos mundiales, hace que pase allá sus días ocupado o al menos distraído.

La cosa varía en La Habana. Apenas hay aquí posibilidades de dedicarse a la política, son escasas las oportunidades en la administración pública, las bellas artes no han nacido todavía, la literatura es un campo árido… Por una u otra razón, un número crecido de puertas está cerrado en La Habana. Los libros no abundan y se expenden a precios exorbitantes, las bibliotecas no existen, más que la parodia de una; círculos y gabinetes tampoco, porque cada uno se ocupa de su propio negocio; el puerto y el foro están concurridos… Debe uno ocuparse de sus obligaciones en la mañana, en la primera mitad del día. La segunda mitad termina pronto. «Hay menos diferencia en los días que en Europa, advierte Salas y Quiroga. Anochece siempre de seis a siete».

La lotería

En 1832, ocho años antes de la visita del escritor gallego Salas y Quiroga, José Antonio Saco, en su Memoria sobre la vagancia en Cuba, dijo que no había en la Isla ciudad, pueblo o rincón donde no hubiera enraizado ese cáncer devorador que es el juego. Por esa misma fecha el gobernador Miguel Tacón informaba al Gobierno de Madrid que en las casas públicas de La Habana se mantenían del juego más de 12 000 personas, «blancos y también negros, tanto libres como esclavos».

Sobre el juego también se habla en Viajes, libro de Jacinto Salas y Quiroga. La Lotería, recuerda, se establece en la Isla en 1812. Auspicia 16 sorteos anuales, cada uno con un fondo de 100 000 pesos y uno extraordinario de 140 000. El Gobierno gana la cuarta parte de esas cifras, mientras persigue una miserable casa de juego y arruina a un infeliz que vive del vicio ajeno. Es la ley del león, dice. «La civilización está clamando por la supresión de esta capa de holgazanería y vicio; la lotería es un medio de corrupción», escribe el viajero, y añade el escribidor por su parte que la Lotería fue la renta más sólida y segura del Gobierno colonial que, por ese concepto, sacó de Cuba, en menos de cien años, más de 150 millones de pesos.

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