Lecturas
Desconoce el escribidor por qué la Víbora se llama la Víbora. Alude, desde luego, a ese pedazo del municipio habanero de Diez de Octubre que unos ubican más acá y otros más allá, pero siempre en el entorno del paradero de ómnibus —o de lo que queda de él— que tomó el nombre del lugar, y cuyos límites resultan por lo general algo elásticos y aleatorios y movidos a veces por un criterio generacional.
Eduardo Robreño, por ejemplo, llamaba la cuesta de la Víbora a la loma de la iglesia de Jesús del Monte y existen documentos de los años 20 del siglo pasado que aseguran que el reparto Santa Amalia era parte de la Víbora, que equivale a decir que la Víbora se extendía hasta La Palma, mientras que para otros la Víbora es el espacio que media entre el ya aludido paradero y la esquina de la Calzada de Diez de Octubre y la Avenida de Acosta con su Conferencia tan venida a menos, o entre el paradero y la calle Santa Catalina, tramo que incluye la iglesia de los Padres Pasionistas y el Pre de la Víbora, y en el que no queda fuera la librería Alejandro de Humboldt que los más viejos siguen llamando La Polilla.
Ahora bien, si en Cuba no hay víboras, salvo en el campo metafórico, donde abundan, como decía Fernando Ortiz, ¿por qué la Víbora?
Hay versiones. Como aquella que habla de un médico alemán que después de 1720 estableció su consulta en las inmediaciones del paradero que entonces se llamaba de La Campana, y para anunciarse quiso que pintaran en la fachada de su consultorio un caduceo, esto es la vara entrelazada por dos serpientes con alas o un yelmo alado en la parte superior. Un símbolo que viene de la India o de Mesopotamia o más atrás y que los antiguos vieron como una representación del dios que cura las enfermedades, sentido que pasó a Grecia y a los emblemas de nuestros días, en tanto que las eses formadas por las serpientes corresponden a la enfermedad y a la convalecencia.
Buscó el médico a un pintor que acometiera el caduceo y encontró a un indio yucateco que pintó dos víboras en lugar de las inofensivas serpientes de rigor.
¿Cierto? No parece que lo sea. Y es aquí donde conviene recordar, como lo hace Esteban Pichardo en su Diccionario provincial de voces y frases cubanas (1875) que crece en Cuba una planta «cuyas hojas bordeadas de conchitas o con ondas por dientes, echan otras que salen de aquí mismo, y vegetan separadas de la mata, colgadas y puestas en parajes húmedos o sombríos; flores colgantes con la corola en forma de taceta dividida en cuatro partes…». Se le llama víbora porque se piensa que pueden nacer víboras de sus raíces y porque es venenosa. Una planta a la que en la región central de la Isla se le llama siempreviva.
¿Abundaría aquí y crecería en forma tal como para dar nombre a esa zona habanera?
De cualquier manera, la Víbora era un hito en el camino de Jesús del Monte, una de las vías, quizá la más importante, que partía de las Murallas para internarse en el campo y que debía su nombre a esa costumbre muy cubana de llamar monte a todo espacio no poblado.
Avanzaba el camino por la calzada de Monte, llegaba a Tejas y buscaba el puente de Agua Dulce. A la altura de Toyo, donde existe una panadería desde 1832, se iniciaba la calzada de Luyanó hacia Guanabacoa. Y se bifurcaba en La Palma. Por la derecha el camino iba rumbo a Santiago de las Vegas y Bejucal, y por la izquierda corría hacia Managua.
El caserío de Jesús del Monte existía ya a mediados del siglo XVIII y en 1820 era municipio, condición que perdió tres años después. En 1846 vivían en Jesús del Monte algo más de 2 000 personas, que fueron unas 4 000 en 1858, en tanto que en sus cinco leguas de superficie se asentaban, entre otros caseríos, las aldeas de Arroyo Naranjo, Arroyo Apolo y la Víbora, que existía desde antes de 1780 y que tenía entonces unos 500 habitantes. Por cierto, funcionaba un portazgo en Jesús del Monte donde se cobraba el peaje a los que pretendían continuar por ese camino, tributo del que estaban exentos los que radicaban en la Víbora.
El auge de Jesús del Monte obedeció, dice el historiador Jacobo de la Pezuela, «a la pureza de su atmósfera y a la amenidad de su paisaje», que impulsaron a representantes de las clases pudientes a establecer allí sus casas y quintas de recreo, y ya en 1863 la zona le disputaba al Cerro y a Puentes Grandes «la animación y concurrencia de las temporadas de verano». Eso duraría poco. Aun así, la Víbora es predio de grandes mansiones olvidadas.
Se dice que, ya en el siglo XX, fueron tres las familias que dieron lustre a la zona. Los Párraga, que en la esquina de Jesús del Monte y Carmen levantaron entre 1903 y 1907 su ostentosa mansión; los Mendoza y los Abreu.
Fue precisamente en 1903 cuando Ángel Justo Párraga adquirió tierras de la finca llamada Catalina de la Cruz. Su propiedad se extendía desde la calle Libertad hasta la Avenida de Acosta y desde Jesús del Monte hasta la calle Cortina. Los Mendoza —un clan que conformaban siete ramas de una misma familia— se hicieron dueños del área que se enmarcaba desde la Avenida de Acosta hasta Santa Catalina y desde Figueroa hasta Mayía Rodríguez. Rosalía Abreu vendió o cedió los terrenos que van desde Mayía hasta Goss.
Entonces, se dice que esa es la Víbora, por lo menos la original: el espacio comprendido entre Jesús del Monte y Goss y entre la Avenida de Acosta y Santa Catalina.
El 19 de abril de 1905 se autorizó la construcción de una calle de 25 metros de ancho, que podía ser Carmen o Vista Alegre, en el reparto llamado entonces Catalina de la Cruz, propiedad de Josefa de Armas, viuda de Tarafa, y Ángel Justo Párraga. Se escogería al fin la calle Carmen, que pasa por el costado de la casa de ese último y que llevaba el nombre de Villa Doña Isabel en homenaje a su esposa.
No se consigna en la información consultada a lo largo de cuantas cuadras se extendería esa anchura que a la postre quedó constreñida al tramo que corre entre la Calzada de Diez de Octubre y la calle Párraga —la llamada Plaza Roja de la Víbora—, pero se desprende que iría más allá, pues el documento precisa que debía respetar los trazados de las calles «de los repartos colindantes de la finca San Agustín, o sea, Acosta, y el de Vivanco, conocido por Alturas de La Habana, por encontrarse ya aprobados».
Ángel Justo era hermano de José Miguel, destacado patriota nacido en 1847 que se fue al exilio en los comienzos de la Guerra Grande y vino en la expedición del general Thomas Jordan. En virtud de sus estudios de Medicina, integró el Cuerpo de Sanidad del Ejército Libertador y combatió a las órdenes de Máximo Gómez, Ignacio Agramonte, Julio Sanguily, El Inglesito… En Nueva York, donde ejerció como médico, fue amigo de José Martí. Falleció en esa ciudad en la década de 1890.
Carlos Ignacio, hermano de Ángel Justo y también abogado como él, fue fundador y propietario del reparto Párraga, en Arroyo Naranjo, donde vendió terrenos a plazos y a muy bajo costo con el lema de Un solar, una peseta. Militó en el Partido Liberal y fue Senador de la República.
Ángel Justo falleció en 1933; Isabel, la esposa, en 1939. A esa altura la familia estaba en ruinas. Mantuvieron la casa, que a la postre hubo que dar en alquiler, aunque retuvieron los sótanos. Una parte de la servidumbre quiso permanecer en la casa, corriendo el destino de la familia, pero constituía un gasto tan elevado que hubo que despedirla. En 1947, el Gobierno del presidente Grau confiscó a los Párraga el terreno enmarcado por las calles Carmen, Párraga, Vista Alegre y Poey con vistas a construir ahí el edifico para el Instituto de Segunda Enseñanza de la Víbora, inaugurado por el propio mandatario el mismo día en que salía del poder.
La Calzada de Jesús del Monte comenzó a llamarse de Diez de Octubre a partir de 1918, a solicitud de la Asociación de Emigrados Revolucionarios Cubanos. El paradero de ómnibus de Diez de Octubre esquina a Patrocinio fue primero un paradero de tranvías y antes un lugar donde el transeúnte podía hacer un alto en el camino a fin de reponerse de una jornada larga y agotadora, comer y beber y cambiar de cabalgadura si era preciso. Entonces se llamaba, como ya se dijo, el paradero de La Campana, por la que se hacía sonar ante el arribo de un viajero.
Muy concurridos a toda hora eran, inmediatos al paradero, la cafetería-restaurante El Asia y los cafés Central y El Recreo. Existían una panadería y una farmacia que llevaban ambas el nombre de San Ramón, Una tienda de confecciones como La Casa Brito, después Cadenas Brito. En Diez de Octubre entre O’Farril y Acosta, se hallaba la oficina política de Nicolás Castellanos, alcalde de La Habana entre 1947 y 1952, y dos o tres casas después, en la misma acera, la residencia de Evangelina de la Llera, jefa de la Oficina de Coordinación de la Censura del Palacio Presidencial en tiempos de la dictadura batistiana. Enfrente, una de las 57 sucursales del Banco Continental Cubano.
En plena calle, en el tramo de la Calzada comprendido entre O’Farrril y Patrocinio, rendía viaje la ruta 38, que venía desde el Surgidero de Batabanó. Cuatro salas cinematográficas abrían sus puertas en la zona: Gran Cinema, en la esquina de Diez de Octubre y O’Farril, Alameda, en Santa Catalina y Párraga, Santa Catalina, antes Teatro Mendoza, en la calle del mismo nombre esquina a Juan Delgado y Mónaco, en Mayía Rodríguez esquina a Acosta. Ninguna funciona ya como cine y da tétanos y desolación ver como el edifico del Mónaco transcurre abandonado a su suerte.
Quizá por aquello de «la pureza de su atmósfera», de la que hablaba el historiador Pezuela, varias casas de salud se establecieron en la zona, tal la clínica Pasteur, hoy policlínico del mismo nombre; Centro Médico Nacional, después hospital Luis de la Puente y hoy centro de intervenciones quirúrgicas de mínimo acceso, y los hoy inexistentes Centro Médico de la Víbora y la clínica San Luis, ambas en la Avenida de Acosta.
La mansión de los Párraga no escapó a esa suerte: fue ocupada primero por la clínica Santa Isabel y, al abandonarla esta, por la clínica Nuestra Señora de Lourdes. Desde hace años radica allí la Casa de la Cultura del municipio de Diez de Octubre.