Lecturas
«Hay más gente sin ocupación aparente en La Habana que en ninguno de los otros lugares en que he estado, existiendo cientos de personas bien vestidas que no parecen hacer otra cosa que fumar tabacos y jugar al dominó y al billar. Existe un café llamado La Lonja, donde hay media docena de mesas de billar y otras tantas de dominó, siempre rodeadas de jugadores y curiosos desde la mañana hasta la noche…», escribe el escritor y diplomático inglés Sir Charles Augustus Murray —quien llegaría a ser mayordomo de la reina Victoria— en su Visita a Cuba en 1836.
Cuatro años después, el escritor gallego Jacinto Salas y Quiroga apunta en su libro de viajes que la renta de loterías convoca en la Isla a 16 sorteos anuales, con un fondo de 100 000 pesos cada uno, y un sorteo extraordinario de 140 000. Antes, en 1821, Francis Robert Jameson, cónsul inglés en La Habana, alude en sus cartas a las casas de juego que existen en la ciudad y apunta que «la opinión pública es muy poco adversa a las mismas…». Escribe también que si hay programadas corridas de toros «allá va toda La Habana».
Raro era encontrar, durante la colonia, a un extranjero que escribiera sus impresiones sobre la Isla y no consignara una referencia principal al juego.
«No hay ciudad, pueblo ni rincón de la Isla hasta donde no se haya difundido este cáncer devorador; se juega desde la punta de Maisí hasta el cabo de San Antonio», escribía, en 1832, José Antonio Saco en su Memoria sobre la vagancia en Cuba. Por esa misma fecha el gobernador Miguel Tacón ponía en conocimiento del Gobierno de Madrid que más de 12 000 personas se mantenían en La Habana en las casas públicas, cuando la capital contaba apenas con 100 000 habitantes. «Y son blancos y también negros, tanto libres como esclavos», detalló. Cinco décadas después, escribía Raimundo Cabrera: «Esta es la tierra donde el juego del monte y otros no menos ilícitos y escandalosos, se han establecido en calles y plazas, como medio de arbitrar fondos para edificar iglesias y donde las casas de juego han sido siempre objeto de pingües explotaciones».
La primera ruleta que funcionó en la Isla parece haber estado instalada en el café El León de Oro, en la Plaza de San Francisco. Fue este espacio —la segunda plaza con que contó la urbe por orden de antigüedad— el mercado público en los comienzos de la vida habanera, hasta que por pedido de los frailes franciscanos lo trasladaron a la plaza que entonces llamaron Nueva y que hoy es la Plaza Vieja.
Pero, con o sin mercado, esa plaza fue en la colonia el centro de la vida comercial y de toda clase de transacciones. Y uno de los escenarios principales del juego en La Habana. Con el pretexto de la feria de San Francisco, el más humilde de todos los santos, que comenzaba el 3 de octubre, se proporcionaban jornadas de esparcimiento más o menos lícito a ricos y pobres y en las que imperaba, por encima de todo, el juego. En la misma plaza se colocaban numerosas mesitas que facilitaban los lances de la «lotería de barajas, el gallo indio y el negro, la perinola y los dados», mientras en El León de Oro y en inmuebles aledaños hacían su agosto en las bancas, a costa de la clase distinguida y culta, toda una pléyade de astutos talladores.
En un país donde imperaba la esclavitud, el blanco cruzaba sus apuestas con el negro y el negro libre lo hacía con el esclavo. Los garitos tenían en La Habana colonial un poder nivelador formidable y eficaz, que no se ponía de manifiesto con la exaltación del de abajo, sino con la depresión del de arriba.
¿Qué se jugaba en La Habana colonial? Los juegos más corrientes eran los de naipes, y entre ellos el llamado monte llevaba la supremacía. Cierto es que era un juego de origen español, pero la inteligencia y la astucia del cubano lo había dotado de mil y una complicadas combinaciones.
Mas, no se piense que imperaban los mismos entretenimientos en todos los garitos y sitios destinados a los juegos de azar. El bacará, el 30 y 40 y el póker, tal vez por su mismo abolengo extranjero, eran muy comunes entre los socios de clubes y casinos, así como de cualquier entidad con membresía reglamentada. La ruleta, en todas sus manifestaciones, era incentivo usual en ferias, romerías y jolgorios al por mayor, en tanto que el burro, el 31 y las siete y media se hacían habituales en tabernas, cantinas y billares. Las rifas y los acertijos de la charada china satisfacían a menestrales y domésticos.
Durante la colonia, los gobiernos municipales consideraban el juego como una de sus mayores ganancias. El impuesto que de él se derivaba se distribuía entre las autoridades locales y sus superiores en la provincia como si fuera algo legal. Y hubo gobernadores provinciales que cada 15 días recorrían su territorio, temerosos de que sus subalternos les dieran la mala con las recaudaciones.
La metrópoli explotó la pasión por el juego y creó la Real Lotería de la Siempre Fiel Isla de Cuba. El 21 de abril de 1812 se celebró el primer sorteo. Fue, dicen especialistas, la renta más sólida y segura del Gobierno colonial que por ese concepto y en menos de cien años pudo sacar de Cuba más de 150 millones de pesos.
Con todo, el juego cubano por excelencia fue siempre la pelea de gallos. Cristóbal Colón trajo los primeros gallos finos y los primitivos colonizadores extendieron pronto la práctica de pelearlos. En un pueblo en fomento, antes de la escuela y a veces antes de la iglesia misma, se construía la valla de gallos, escribe Francisco Figueras en su libro Cuba y su evolución colonial. Espacio democrático donde blancos y negros, sin distinción, cruzaban sus apuestas. Dice el historiador Emilio Roig: «La afición por los gallos se manifiesta aquí en todas las épocas y circunstancias desde que La Habana no era más que el puerto de Carenas».
La cosa llegó a tal extremo que el capitán general Francisco Dionisio Vives tuvo su propia gallería en el patio del castillo de La Fuerza, y para que se la atendiera sacó de la cárcel a un tal Padrón, asesino convicto y confeso, que era experto en esos menesteres.
También aficionado a los gallos era José Gutiérrez de la Concha. Verdugo de tantos patriotas, aquel funesto gobernante se deleitaba con los espolazos de los jabaos y los pintos, mientras clavaba su espolón de militarote feroz en las entrañas del país. Fue uno de los pocos españoles que gobernó la Isla en tres ocasiones. La primera vez condenó a muerte a Narciso López, de quien fue subordinado en el ejército español, y mandó a fusilar en las faldas del castillo de Atarés a 50 de los compañeros de aquel caudillo. En su segundo mandato ordenó dar garrote a Pintó y a Estrampes, pero salió de La Habana con el sambenito de débil. Claro, en su primer gobierno había tumbado más de 50 cabezas, y solo dos en el segundo.
Si durante sus dos mandatos iniciales Concha se bañó de sangre, en el tercero se bañó de oro. No le sucedería en esa tercera oportunidad lo de la primera vez, cuando, a su retorno a España, debió pedir dinero prestado.
Esa vez, pese a que la insurrección mambisa estaba en su apogeo, Concha hizo un Gobierno que la gente definió como de las tres B: baile, baraja y botella. Ganaba y perdía grandes cantidades de dinero en la casa de la Condesa de Jibacoa, de quien era contertulio asiduo, y como apenas se ocupaba de la guerra, los intransigentes decían que estaba vendido al oro mambí.
En plena colonia, los chinos introdujeron su charada. Treinta y seis números que se correspondían con otros tantos signos o símbolos que remitían a flores y a personajes de la dinastía Ming. Su primer banco estuvo en la calle Lealtad.