Lecturas
Dice Eliseo Diego en su poemario Por los extraños pueblos: «Tapen bien los espejos que la muerte presume». En Cuba —desconoce el escribidor si en otras naciones ocurría lo mismo— existía la creencia de que la muerte gustaba de mirarse en ellos, por eso en la casa donde ocurría un deceso se cubrían con lienzos blancos, no solo los espejos, sino también los cuadros, floreros y demás adornos de la sala principal, sin contar que las ventanas que daban a la calle permanecían cerradas durante seis meses.
Era parte del ritual del luto que se guardaba por el difunto, de dos años si se trataba de un padre o una madre y de un año en caso de un hermano, mientras que el de la viudez duraba toda la vida.
Costumbres que hoy llaman la atención se ponían de manifiesto en los velorios, o mejor, como se decía entonces, en los velatorios. Digamos, por ejemplo, que tanto en La Habana como en el interior había comida en ellos, y juegos de azar para ayudar a pasar la mala noche y hacer más llevaderas las duras horas en que se cumplía con la familia del difunto, quienes reclamaban, por lo general, la presencia de un artista que, al ejecutar un retrato del muerto, lo devolvía a la vida… Solo en el lienzo, por supuesto.
Otra ceremonia del ayer sigue vigente de manera esporádica: alguien de la familia, a punto ya de salir el entierro, toma con cintas o cordeles medidas de los más allegados al difunto, como si se dispusiera a hacer chaqués de paño para los caballeros y vestidos de luto para las damas, solo que cuando concluye su tarea enrolla cintas o cordeles y los coloca en uno de los bolsillos de la ropa que envuelve el cadáver, o los pone sencillamente dentro del ataúd junto con los pañuelos blancos de hilo de los dolientes. Así se hacía para que no se fueran con el muerto aquellos que le fueron más cercanos.
«Vamos a pasar revista a algunas de las costumbres que más raras parecen al extranjero, y que por consiguiente le sorprenden…», escribe el colombiano Nicolás Tanco, agudo observador de tradiciones y tipos habaneros que dejó anotados en su libro Viaje de Nueva Granada a China y de China a Francia (1881).
Precisa el mencionado cronista: «El pobre muerto se halla muy quieto y tranquilo en medio de colgaduras y cirios, pero la concurrencia de amigos no permanece del mismo modo. Triste es decirlo, pero las escenas que pasan en estos momentos son escandalosas: en lugar de la compostura y silencio que exige un acto de esta clase, reina la mayor algazara y ruido. Todos los amigos se reúnen en un cuarto donde generalmente están los parientes del finado y hablan de todas las materias y en alta voz, como si estuvieran en su casa».
Prosigue Tanco: «Cuando se acercan las 12 de la noche se pasa al comedor, y allí le aguarda una magnífica cena donde con el humo [del tabaco] el champaña y las tajadas de jamón se suele mitigar un tanto el dolor. Allí al ruido de los corchos empiezan los consuelos de cada cual a los allegados… Los niñitos se levantan de la mesa y mascando sus buenas tajaditas se acercan a contemplar el cadáver. En un cuarto especial hay mesas de juego para los aficionados».
Algo más o menos similar ocurría en Santiago. El pintor inglés Walter Goodman, quien vivió en esa ciudad oriental entre 1864 y 1868 y dejó testimonio de su estancia en el libro La perla de las Antillas; Un artista en Cuba, dice: «Observo que los deudos y amigos del fallecido soportan la pérdida con coraje, ahogando la tristeza en la copa que alegra y en la animada charla… De vez en cuando, aparece una bandeja con dulces, bizcochos, café, chocolate y buen tabaco. Noto que estos banquetillos solo se interrumpen al presentarse otro visitante. Los dolientes, entonces cambian de tono y expresan sonoramente sus tristezas. Las señoras gimen, estallan en un grito, chillan o varían el procedimiento, desmayándose o cayendo en francos arrebatos de histeria. A cada uno que llega le reciben en igual forma que a mí; lo llevan a ver al difunto en el féretro, donde algún doliente da rienda suelta a su tristeza…».
Siempre en los velorios, en Santiago, La Habana y cualquier parte, antes y ahora, alguien expresa su dolor de manera más ruidosa que el resto de los dolientes, sin que el desprevenido llegue a precisar a veces su grado de parentesco o relación con el muerto.
En el caso del velorio al que Goodman asiste como retratista es doña Dolores ese doliente mayor. Panchito, el muerto, es de mediana edad, doña Dolores le llama mi niño. También mi hermano, mi vida, mi amor, mis entrañas. ¡Pancho de mi corazón y de mi alma! Hermano, padre, amante, hijo… Hace una pausa, solo para reanudar la cantaleta con más impulso: «Virgen Santísima, Virgen de la Caridad del Cobre… ¿Dónde está mi Panchito? ¿Qué han hecho de él? ¿Dónde te encuentras? Ya no puede pararse ni hablar… habla, dime dónde estás. ¡Ven a mí, Pancho!, ¡mi Panchito! Ay, Pancho, Pan-cho, Pa-an-cho…».
En medio de tanto escándalo y algarabía, Pancho parece escuchar el llamado de doña Dolores y da muestras de vida; abre la boca y reclina la cabeza.
«Por un instante, en medio del estallido de elocuencia, el difunto da la sorpresa a todos, hasta a mí mismo», escribe Goodman, y es que «para facilitarme el trabajo, el cuerpo había sido levantado con soportes, y, por alguna causa, los sostenes se corrieron».
Pero doña Dolores está fuera de sí con alegría, su Pancho ha resucitado, mañana saldrán a pasear a la Alameda, le darán ahora café y tabaco y ya no será menester hacer su retrato, por lo que el pintor Goodman sobra en la casa. Hace por ponerlo de patitas en la calle porque Panchito y ella irán a la fotografía y le ahorrarán a Goodman su trabajo…
«Afortunadamente, los amigos de la dama intercedieron, pues ella, fuera de sí, al ver que yo no obedecía sus órdenes dio un empellón para tumbar mi libro de apuntes». Derriba también la caja de colores y uno de los candelabros. Pero terminan convenciéndola de la verdad.
Escribe Tanco que tan pronto exhala un habanero su último suspiro, todos sus amigos y relaciones se apresuran a presentarse en la casa mortuoria para dar el pésame. «En eso son cumplidísimos, y algunas veces se pasan de serlo, pues aún no ha agonizado el paciente cuando ya vienen a acompañar a la familia en su próximo dolor».
El cadáver es colocado en medio de la sala sobre un catafalco que generalmente es muy lujoso, cubierto de terciopelo negro y lleno de los adornos del caso. Se expone en su propia casa o en la de algún familiar o amigo cercano, y las puertas y ventanas se abren de par en par para dar mayor publicidad a la ceremonia. Ya se sabe que, como decía el cada vez más olvidado Rubén Martínez Villena, aunque la muerte es algo que diariamente pasa, un muerto inspira siempre cierta curiosidad.
Rodean el catafalco seis o 12 blandones y otros tantos candelabros cuyas velas permanecerán encendidas hasta la salida del entierro. El piso de la sala mortuoria se cubre con mantas blancas y negras, y los más ricos encierran el ataúd en una urna de cristal y tapizan con cortinas negras las paredes de la sala.
Al salir el ataúd, los plañidos y lamentos se repiten; las mujeres se desmayan, caen al suelo, se desgarran la cabellera y gimen lastimosamente a todo pecho. A esa altura doña Dolores sigue arengando al muerto hasta que queda sin palabras, y, perdido el color y desmayada, se impone llevarla a su aposento.
Se forma la procesión. Los dolientes marchan a pie, con paso lento, detrás de la carroza fúnebre, dorada y ricamente ornamentada. Todos de luto cerrado, con encrespado sombrero de copa, levita negra y pantalón blanco. Los mudos profesionales, contratados al efecto, presentan la más sombría apariencia. No solo visten de negro, sino que son negros sus manos y sus rostros. Escribe Goodman: «Los mudos en Cuba están representados por negros del tinte más oscuro».
En la iglesia se oficiará la misa de difuntos a cuerpo presente. Los que no quieren ganarse las indulgencias quedan fuera del templo. Fuman, dan paseítos, se enfrascan en una plática animada hasta que, terminado el responso, siguen en procesión, con gran aparato, hasta la puerta del cementerio, donde todos se despiden sin aguardar el entierro, que acometen dos enterradores negros vestidos de monaguillos, quienes, sin la presencia de un sacerdote, dolientes u otra persona bajan el ataúd a la fosa.
Así, cuenta Goodman, sucede en Santiago. En La Habana, expresa Nicolás Tanco, el traslado del difunto a la necrópolis se hace en un coche mortuorio del que tiran hasta ocho parejas de caballos, enmantados y con vistosos penachos amarillos y negros.
El luto comenzaba a prepararse en cuanto se tenía la certeza de que el enfermo moriría sin remedio, pues exigía la ropa adecuada. En el luto riguroso no podían los hombres lucir chaleco de seda ni casaca de paño. Los trajes debían ser de alepín, sin brillo. Las mujeres, por su parte, no podían usar encajes ni adorno alguno o piedras. En el medio luto, que seguía al luto riguroso, se daba entrada a los colores blanco y morado.
Más acá en el tiempo, llegó hasta las décadas iniciales del siglo XX, existía en los cementerios el médico de los muertos. Una vez en la necrópolis, se sacaba el cadáver del ataúd y se colocaba sobre una mesa de mármol. El médico entonces lo miraba fijo a la cara y, a golpe de ojo, certificaba que el sujeto era cadáver. Existe una jugosa crónica del historiador Emilio Roig sobre esto.