Lecturas
Una tarde, hace ya muchísimo tiempo, pregunté a Jaime Sarusky quiénes eran las figuras que más lo impresionaron en su extensa carrera como entrevistador. Sin pensarlo mucho respondió que el filósofo francés Jean-Paul Sartre, «hombre brillante, de implacable lucidez», a quien debió servir de traductor durante sus dos estancias en La Habana, en 1960; y el gran poeta turco Nazim Hikmet, «con el corazón a punto ya de estallarle», que, en 1961, estuvo un en la Isla.
Poeta de la esperanza llamó el cubano Luis Suardíaz al autor de La nube enamorada, mientras que para ese grande olvidado de nuestra literatura que fue Félix Pita Rodríguez, la poesía de Hikmet, arraigada en el hombre, no puede ser confinada a un pueblo. «Por darnos la aventura esplendorosa del hombre sobre la tierra, no es posible enclaustrarle en un idioma o singularizarla geográficamente: es de todos los hombres y de todos los pueblos».
Celebraba Cuba la victoria de Playa Girón, estaba Nazim en La Habana y aparecía en Ediciones La Tertulia, que animaba el poeta Fayad Jamís, una plaquette con seis de sus poemas. Se titulaba La miel de la esperanza, llevaba una bellísima cubierta del propio Fayad y contó con una tirada de trescientos ejemplares que desaparecieron, rememoraba Suardíaz, «como gotas de agua en la arena caliente». Un cuadernillo que es hoy toda una rareza bibliográfica que recoge piezas que van desde lo directo y descriptivo, como El matadero,hasta otras de un inconfundible acento lírico que conduce a veces a una súbita desesperación, como es el caso de La mitad del sueño.
Ya para entonces, con la llegada a las librerías cubanas de otro poemario suyo, aquel que llevaba el famosísimo título de Duro oficio el exilio, había comenzado en Cuba el culto a Nazim Hikmet. Son poemas escritos entre 1929 y 1949 y que para esa edición se tradujeron del turco al francés y luego al español, lo que obligó al editor a explicar la imposibilidad de trasladar íntegras las imágenes de esos cantos abiertos y modernos, y a prevenir al lector sobre «las deformidades fatales de la traducción», particularmente grave en el caso de Nazim, que amasó y cinceló su lengua hasta explotar sus posibilidades más íntimas, sin contar otros escollos derivados de la construcción del idioma turco, tan diferente al de las lenguas romances.
Los que lo conocieron, lo recuerdan como un hombre alto, bien puesto, rubio, de ojos azules y piel rojiza, como un inglés. Nieto de un pachá e hijo de un alto funcionario imperial, era infantil como todo artista verdadero. Alegre, ingenuo, puro, vivía enamorado de su oficio y la poesía era para él no solo un instrumento de trabajo y de lucha, sino un medio realizador de la belleza.
No pocas veces coincidió Nazim Hikmet con Nicolás Guillén. Se conocieron en Praga, en 1949, y en el castillo de Dobrish, en las afueras de esa ciudad, solían reunirse con Pablo Neruda y Jorge Amado. Se vieron después en Berlín, en París, en Moscú, en La Habana. Su último encuentro fue, en 1963, en El Cairo, en ocasión de un congreso de escritores afroasiáticos. Recordaba el cubano que el autor de La vida es linda lucía, en sus sesenta años, más joven que nunca, más alegre y saludable de como luciera otras veces.
Lo acompañaba una mujer bella y joven y Nicolás, a sabiendas que se trataba de su esposa, le pidió que le presentara a su hija. Nazim soltó un carcajada y dijo a la muchacha: Mira bien a este hombre y conócelo. Es un negro pirata. El último que queda en el Caribe… Esa noche, tras la recepción que a los participantes en el evento ofreció el presidente Nasser en el fastuoso palacio que era su residencia oficial, los tres se fueron a pasear por las callejuelas del Al-Azar, el gran barrio popular de la capital egipcia.
Era un hombre generoso. Guillén no olvidaba una de las tardes en que lo visitó en su casa de Moscú. Estaba en vísperas de un viaje y mientras hacía su maleta, dijo al cubano: «Tengo algo para ti. A mí no me sirve para nada, pero a ti te vendrá muy bien». Era un billete de cien dólares, que Nazim sabía, por supuesto, que podía cambiar en rublos, pero prefirió darlos a su amigo a fin de que no careciera de algún dinero en un país extraño.
Escribía el poeta Suardíaz que cuando el poeta turco llegó a La Habana parecía un antiguo conocido, cuya historia formaba parte de la nuestra y cuyo drama familiar no era un secreto para nadie. En efecto, su firme posición ideológica lo llevó a pasar una verdadera temporada en el infierno, ya que permaneció en prisión trece años durísimos, que sumados a sus prisiones anteriores totalizaban más de dieciséis. Pero, además, no retornó nunca a su país cuando fue lanzado al exilio que consumió los últimos doce años de su vida. De la cárcel traía una incurable enfermedad del corazón…
Una mañana de 1961 sonó el timbre del teléfono en la casa de Nicolás Guillén. Levantó el auricular el poeta de El son entero y alguien, desde el otro lado, le habló familiarmente en francés. Contestó el cubano en el mismo idioma, pero sin saber con quién hablaba, aunque la voz le era vagamente conocida.
Cesó la conversación en francés y el aparato dejó escuchar una voz de mujer. Una funcionaria de la Cancillería informaba a Nicolás sobre la identidad de su interlocutor. Estupor por parte del cubano. Sorpresa. ¿Nazim Hikmet en Cuba? Pidió a la mujer que lo pusiera de nuevo al teléfono. Habló otra vez el visitante: Claro, como ustedes hicieron una Revolución, ya no conocen a nadie…, bromeó.
Guillén no cabía en sí de gozo. Salió a la calle, se metió en el primer taxi que pasó —parece que la UNEAC no disponía aún de automóviles— y llegó al hotel donde se alojaba Nazim. No demoraron en salir a la calle. Quería Nicolás mostrarle la ciudad, el cielo, las palmas, el mar agresivo y azul. «Darle, en fin, posesión de La Habana, como a un príncipe recién coronado se le da un reino».
Recordaba Guillén: «Solo que nuestro calorazo no le hizo bien. El trópico lo asfixiaba, lo derretía en sudor, le producía constantes refriados a la más pequeña diferencia de temperatura. Malo para su corazón. Con todo, le tuvimos una larga tarde en nuestra Unión —donde se le recibió con un coctel— y lo agasajamos en la medida en que su salud y su tiempo se lo permitieron. Aquí dejó la impresión de ser un hombre puro, inteligente, cultivado, viril. Un hombre independiente, con ideas propias sobre un montón de problemas acerca de los cuales no poca gente anda sirviéndose de las ajenas, como si fueran zancos. Su manera de ser personal no desmintió su manera poética…».
Otra cualidad del amigo resalta Nicolás. No solo era un gran poeta. Era también un gran diseur de su poesía. Precisaba: «Yo lo oí varias veces y, aunque no sé una palabra de turco, me arribaba o enardecía, según el tema de la composición. Era sin duda un artista profundo y consciente, lo cual explica su intransigencia acerca de la creación literaria y, de un modo general, artística…».
Escribía por su parte Luis Suardíaz: «Su permanencia en La Habana, en aquel histórico año de 1961, fue breve, mas contribuyó a subrayar su grandeza; el gallardo nieto de un Pachá había roto desde su juventud todas las amarras que lo separaban del pueblo y desde entonces se unió a los que proclamaban la Revolución social. ¿Qué mejor visitante podía depararnos la suerte en momentos decisivos? Aquel gigante con el corazón herido y sangre fluyendo incesante hacia la vida, constituía un ejemplo que muchos debían seguir…».
El poeta turco más destacado del siglo XX, renovador de la poesía de su país, murió en Moscú, el 3 de junio de 1963, de un ataque al corazón. Había nacido en Salónica, cuando esa ciudad griega formaba parte del imperio otomano, el 20 de noviembre de 1901. Aparte del ya aludido La miel de la esperanza, otros de sus libros están publicados en Cuba. Duro oficio el exilio, en 1975; Poemas, en 1978, y Amo en ti lo imposible (2007).