Lecturas
«Tu cabeza huele a pólvora», decía escuetamente el mensaje recibido, y Alejandro García Caturla, juez de instrucción de Remedios, comprendió que sus enemigos no se detendrían ante nada.
Algún tiempo atrás, cuando con igual cargo radicaba en la ciudad de Palma Soriano, salvó milagrosamente la vida la noche en que una lluvia de balas fue lanzada contra su casa. Ahora la muerte lo rondaba de nuevo y de manera tan evidente que el peligro no pasaba inadvertido para familiares y amigos.
«Doctor, cuídese, usted es muy joven y es un crimen que le pase algo», le dijo uno de sus ayudantes, pero ni consejos ni amenazas lograron disuadirlo de sus propósitos. «Si me matan, mala suerte; mi deber está por encima de todo», expresó Caturla a su mujer poco antes de que lo asesinaran y con un sentimiento de amargo pesar añadió: «Está visto que yo no sé administrar justicia en Cuba».
Caturla se había convertido, desde los comienzos de su carrera, en una figura incómoda para aquellos tradicionalmente acostumbrados a dictar pautas al poder judicial. En Ranchuelo obligó a la empresa cigarrera Trinidad y Hermano a abonar los jornales que adeudaba a sus empleados. En Palma Soriano impuso multa al administrador de un central azucarero por violar la ley de nacionalización del trabajo, y se propuso erradicar el juego ilícito aun cuando para lograrlo tuvo que encausar a exponentes de la política y de los mandos militares locales.
En Camajuaní denunció las tropelías de un magistrado venal. En Remedios acababa de iniciar un proceso a un agente del orden acusado de maltratar a un detenido. A partir de ese momento —el asesinato se perpetraría 27 días después— los cuerpos represivos destacados en la ciudad echaron a correr el rumor de que el juez Caturla era elemento desafecto a las Fuerzas Armadas.
La madre del compositor, que era prima de Federico Laredo Brú, presidente de la República, visitó en Santa Clara al coronel Alejandro Gómez, jefe de la plaza, y le pidió protección para la vida de su hijo. Yo lo que puedo hacer es designar dos números que le sirvan de escolta, dijo el militar. La señora rechazó el ofrecimiento. No era esa la protección que pedía. Bien sabía ella que eran elementos del Ejército los mayores interesados en eliminarlo.
En vano intentaba Caturla calmar la intranquilidad de los suyos. «Nací en Remedios. Aquí viven mis padres. Es imposible que pueda sucederme nada», decía. Había sido declarado hijo predilecto y distinguido de esa ciudad de la región central de la Isla, y allí se sentía rodeado del cariño y el respeto de sus conciudadanos que le llamaban, familiarmente, «Alejandrito». Pero en verdad —y él lo sabía mejor que nadie— la conjura se orquestaba en su contra.
Mientras tanto la vida transcurría lenta en la vieja villa provinciana, la octava que fundaron los españoles en Cuba, y el juez continuaba ocupándose de sus asuntos habituales hasta que la mujer de uno de lo custodios de la cárcel local, nombrado José Argache, se empeñó en denunciar al marido a causa de la golpiza que le propinara. Se desconoce el motivo que llevó a Caturla a atender un caso que no era de su competencia ni nadie pudo prever que Argache fuera la mano asesina.
¿Hubo premeditación en los hechos? ¿Se dirigió la mujer al juez instructor por las garantías que ofrecía su integridad? ¿Los interesados en eliminar a Caturla aprovecharon las circunstancias que llevaban a Argache a su juzgado y lo indispusieron contra él? Las interrogantes siguen abiertas 82 años después del suceso, pero cualquiera que sea la respuesta definitiva, el asesino confió en que actuaba con absoluta impunidad cuando a escasos cien metros de la plaza central interceptó a García Caturla.
Tras increparlo, sin atender a los requerimientos del juez a fin de que respetara su autoridad, terminó por extraer el revólver de reglamento. Sonó un disparo y luego otro. Caturla se desplomó y empapó la ropa de sangre, con el pecho atravesado por dos proyectiles. Era el anochecer del 12 de septiembre de 1940.
«¡Mataron a Alejandrito!», gritó alguien, y Argache, perseguido por los que presenciaron la escena y otros que se les sumaron, corrió hacia el cuartel para eludir la indignación popular. «¡Maté a Caturla, lo maté!», exclamó el asesino al trasponer la puerta del cuartel, y un aforado al que apodaban «Pequeño», dijo a su vez: «Más antes debiste hacerlo».
Moría así un compositor que, decía Alejo Carpentier, se cuenta entre los que en el siglo XX dieron perfil propio a la música latinoamericana, un artista adelantado a sus contemporáneos en cuanto a intuición creadora y un músico convencido de que su nombre estaba llamado a barajarse entre los grandes de su época. «Su música tiene mucho de ciclón tropical», escribía la pianista María Muñoz de Quevedo. Caturla sintió admiración por compositores cubanos como Saumell y Cervantes.
Desde edades tempranas ejercitó la mano con obras de Milhaud, Satie y Stravinski, pero antes de cumplir los 20 años volvió sobre sí mismo para buscar un acento propio vinculado al suelo natal. Siempre se sintió atraído por lo negro y lo asimiló de tal manera que los entendidos aseguran que resulta imposible distinguir entre un canto lucumí auténtico y un tema de su propia invención. Hace muchísimos años el compositor Hilario González decía al escribidor: «En su obra podemos conocer, primero, cómo se puede ser académico y cubano; luego, impresionista y cubano; más tarde, bitonal y cubano; polirrítmico y cubano; casi atonal, incluso, y cubano. Ese es Caturla».
Nació el 7 de marzo de 1906 en el seno de una familia acomodada. Tenía una hermosa voz de barítono y fue un pianista extraordinariamente dotado. Puso música en cines de barrio a películas silentes, con lo que obtenía algún dinero para la atención de su primer hijo, que nació siendo él casi un muchacho. Aprendió idiomas por su cuenta e hizo estudios de Derecho por la libre al tiempo que estudiaba Composición Musical con el maestro Pedro San Juan, español avecindado en La Habana, y dirigía la jazz band Caribe en la Universidad habanera.
En 1929, en París, la compositora francesa Nadia Boulanger, que fue maestra de Copland, Cole y Piton, lo acoge como discípulo y, para probarlo, le fija un horario de clases poco habitual; las seis de la mañana. Llegó Caturla a Francia con el manuscrito de sus Danzas cubanas, bocetos de un poema sinfónico y numerosos apuntes; con lo que impresionó vivamente a Boulanger, que terminaría confiándole a Carpentier: «El talento de este joven es algo descomunal. Pocas veces he tenido oportunidad de vérmelas con un discípulo de semejante talla».
Encerrado en la habitación de un hotel francés, trabajaba sin piano el día entero. Así escribió Bembé, y mientras degustaba platos raros, como filete de jabalí, anguilas ahumadas y erizos de mar, tuvo la alegría de asistir en París a la primera audición de sus poemas afrocubanos Marisabel y Juego santo, con textos de Carpentier. Yamba-O y Primera suite cubana para instrumentos de viento y piano los escribió a la par que hacía las oposiciones para un cargo en la judicatura.
Por su novedad, audacia y pasta sonora trabajada sin miramientos para el ejecutante, Caturla sonó poco en la Cuba de su tiempo. Aun así pudo dar a conocer en vida un número considerable de obras. Con todo, lo que dejó inédito arroja una cifra varias veces superior.
Todo lo que Caturla hizo en lo personal —tuvo 11 hijos— y en lo artístico durante los 34 años que alcanzó a vivir, visto en retrospectiva desde su asesinato, parece llevar el sello de quien se sabe llamado a una muerte temprana. Quizá esa premonición explique el tema popular que incorporó a una de sus obras escrita casi al filo de la muerte, El canto de los cafetales: «La muerte me está rondando / Ay, mamá, / pa llevarme al cementerio…».
El Festival Nacional de Música de Cámara A Tempo con Caturla, que todos los años, por estos días, tiene lugar en la región central de la Isla, es un digno homenaje a su memoria.