Lecturas
Habla sobre el tomate de mar. Dice que sus semillas tienen sexo y para determinarlo se sumergen en un vaso con agua. Las que flotan son hembras y se administran al hombre. Si se hunden, son machos y se destinan a las mujeres. Son semillas eficaces contra las hemorroides. Se atan con un cordón de San Francisco y se llevan en el bolsillo, en la cartera… se prenden del cinto. Si no cura las hemorroides, las tranquiliza, añade con picardía, y habla acerca del culantro. Aparte de su uso como condimento, su zumo es abortivo y regula la menstruación. La genciana de la tierra, añade, si se mezcla con alcohol y bien caliente es buena contra el reumatismo y la salvia de Castilla alivia el insomnio. El culantrillo de pozo es mágico. Sus usos son numerosos. Combate la bronquitis y cura el catarro. Limpia los dientes y mejora los trastornos hepáticos, intestinales y renales.
La mujer masca sus palabras y, mientras habla, clava sus ojos en los de su interlocutor a fin de medir el impacto que provoca. Apenas fue a la escuela, pero tiene la sabiduría de los viejos. Tiene 80 años o más, y dice descender de aborígenes, de negros y de españoles y es famosa en la barriada por sus conocimientos sobre yerbas y flores, el uso medicinal de las plantas, sus misterios, y los daños y beneficios que pueden provocarse con ellas. Es mitad médico y mitad bruja. La llaman Rosa la Yerbera.
No es de enfermedades de lo que quiere oír su interlocutor. Desea que este encuentro casual, mientras acompaña al doctor Eusebio Leal, Historiador de La Habana, en una caminata matinal por el centro histórico de la ciudad, que la mujer a la que acaba de conocer y con la que ya simpatiza, le hable de los hechizos, embrujos y sortilegios que las yerbas, palos y flores hacen posible. Acopia información para la novela que piensa escribir. Rosa la Yerbera es también ducha en esos menesteres, pero aclara que nunca utilizó para el mal su saber en ese sentido.
Permanece el visitante de pie, junto al Historiador, en el jardín, el área donde Rosa cultiva sus flores y yerbas, sus plantas medicinales. Ella ocupa una silla desvencijada a la entrada de su vivienda, una pequeña habitación en el que fuera el fastuoso palacio del Marqués de Arcos, jardín y habitación que lindan con la calle Mercaderes, sobre la que se abre una de las fachadas del inmueble. Allí nació. Allí vio crecer y morir a los suyos. Allí morirá ella también si logra sobrevivir a este palacio, cada vez más deteriorado. Tiene un sueño recurrente. En él se ve atrapada por los pedruscos que caen del techo y saltan de las paredes. Son piedras muy pesadas y el polvo la ahoga. Le falta el aire y el corazón brinca con fuerza en su pecho. Por suerte, despierta siempre antes de que todo acabe.
Detalla a su interlocutor. Viste pantalón rojo y camisa blanca. No hay dudas de que es una persona importante, que además está convencido de que lo es. Eusebio Leal le dice que se llama Gabriel García Márquez, el famoso Gabo, y que se trata del novelista colombiano de Cien años de soledad, Premio Nobel de Literatura. Pero el nombre y lo que le cuelga poco dicen a Rosa la Yerbera. Prefiere conocer a su visitante a través de gestos y ademanes. Lo observa con detenimiento. No hay más que ver la forma en que permanece de pie para percatarse de que se sabe un fuera de liga, y quiere hacer que los demás lo sepan. Tal vez lo sea, piensa Rosa y dice para sí misma: El pavo real vive en la copa de la ceiba; en lo más alto del palo más alto. Enseguida procede a complacer la petición. Dice:
La escoba amarga limpia la enfermedad y todo lo malo, sobre todo si se mezcla con maíz tostado. La lechuga libra la casa de malas influencias; para ello se impone baldear la morada con sus hojas, perejil, canela, huevos y miel de abeja. El palo mulato es tan bueno como malo; baila el son que le toquen. En baños, aleja las malas influencias; en sahumerios, purifica la atmósfera y desvanece las brujerías, en cocimiento, vigoriza el organismo. Se emplea además en la preparación de un talismán que se destina a aquellas mujeres que, aunque bonitas, carecen de suerte en el amor y la amistad.
Las flores del galán de noche resultan ideales para propiciar nuevos amores en las viudas, contribuyen a que vuelvan a casarse. El palo amargo es para entristecer al enemigo. Las hojas y la raíz del pega-pega unen matrimonios y relaciones amorosas rotos, mientras que la raspalengua ayuda a ganar el pleito en un tribunal. Pulverizada y ligada con cascarilla, canela y azúcar blanca se riega en el estrado del fiscal. El abogado pisa o aspira esos polvos inofensivos y permanece mudo, habla torpemente, se equivoca, retira la acusación. Con el palo para mí se llega a dominar a una persona y el éxito es completo si se junta con el palo de amansa guapo. El grajo machacado tranca el paso a los muertos perversos que deambulan con un farol en la mano.
Muere Rosa en la misma habitación donde nació y su jardín queda abandonado. Entra en restauración el palacio del Marqués de Arcos. García Márquez, en una de sus tantas estancias en La Habana, hace, con Eusebio Leal, un recorrido más por el casco histórico. No es el Gabo de siempre. Perdió aristas y brillo. No habla; apenas deja escuchar frases incoherentes. Lo aqueja el mismo mal que padeció su madre y que él tanto temió para sí; la pérdida de la memoria. Más que caminar, se deja conducir por el Historiador. La caminata los lleva al palacio del Marqués de Arcos, entonces todavía en restauración, y se detienen en el mismo sitio donde años antes conversaron con la Yerbera. Al colombiano se le ilumina el rostro, parece haber recuperado la memoria. Pronuncia una sola palabra. Dice: Rosa.
Precisamente en el jardín de Rosa, delante de lo que fue su habitación, quiso el doctor Leal que se ubicara la escultura del Premio Nobel que realizó el artista cubano José Villa Soberón. En la imagen de bulto, de bronce y tamaño natural, García Márquez lleva dos libros en la mano izquierda y una flor en la derecha. Baja un escalón como si quisiera ir al encuentro de la Yerbera.
El palacio del Marqués de Arcos es uno de los exponentes más notables de la arquitectura colonial cubana. Lo construyó en 1741 Diego Peñalver, Tesorero de la Real Hacienda, cargo que también detentó su hijo Ignacio, primer Marqués de Arcos. Por eso se le llamó casa de la Tesorería. Luego fue sede de la administración de Correos y acogió con el tiempo al Liceo Artístico Literario de La Habana. Cuando la abandonaron los marqueses de Villada, sus últimos moradores, fue casa de vecindad hasta que la restauración le devolvió su esplendor.
Para el arquitecto Bay Sevilla este palacio era «el tipo más perfecto de casa colonial que nos queda… Nada hay más típicamente habanero que su zaguán y escaleras», decía, mientras que el arquitecto Enrique Luis Varela exaltaba la riqueza decorativa del balcón y comparaba su escalera con la de los grandes palacios del Renacimiento italiano. Afirmaba: «La impresión que recibimos al ascenderla es de grandeza, de señorío: es la escalera de un palacio».
Eusebio Leal tuvo entre sus planes que Gabriel García Márquez pudiera trabajar y recibir en una de las salas de esa casa en la que se le habilitaría un estudio. El proyecto no pasó de eso.
La escultura se realizó para ser emplazada en el Museo del Caribe, de Barranquilla. Fue un empeño del doctor Gustavo Bell, exvicepresidente de Colombia y entonces embajador de su país en La Habana. Después el embajador, que sirvió de modelo al artista, consiguió que se fundieran dos piezas, la de esa ciudad colombiana y la de nuestra capital.
José Villa Soberón, premio nacional de Artes Plásticas, nació en Santiago de Cuba, en 1950, y en su vasta obra va de lo abstracto a lo figurativo sin que ninguna de esas facetas opaque a la otra. La parte figurativa, que lo ha hecho muy popular, se inició en el año 2000 con su Homenaje a John Lennon. Luego de la imagen de bulto del integrante de The Beatles, siguieron esculturas de Martí, Hemingway, Antonio Gades y Alicia Alonso y, entre otras, una de Napoleón que se emplazó en Córcega, la isla natal del Emperador.
«Me ha parecido interesante devolver a la ciudad la imagen de algunos personajes que fueron importantes en algún momento», dijo Villa Soberón al escribidor hace un par de años. Añadió:
«En el caso de García Márquez me motivó la imagen de cuando recibió el Premio Nobel de Literatura. Fue, que conozca, el único galardonado que no acudió a recibirlo vestido de frac, como indica la etiqueta, sino con un liquilique, prenda típica colombiana. No lucía tampoco condecoración alguna; llevaba solo una rosa amarilla. El liquilique y la flor fueron los elementos que me parecieron apropiados para crear la imagen de la escultura y expresar, de una manera natural, no solo la grandeza de su obra y el reconocimiento que alcanzó con ella, sino también su compromiso con la cultura y su tiempo».
Con la flor y sus libros y su traje típico y arropado por sus lectores cubanos, García Márquez sigue vivo en su caminata habanera. Sirva esta página como una contribución a la memoria reciente de la ciudad.