Lecturas
El escribidor conoció a Dulce María Loynaz en 1980. Se decía entonces, y no era del todo infundado, que la poetisa, que cuando estaba casada con Pablo Álvarez de Cañas, bien pagado cronista social del periódico El País, ofrecía en su casa recepciones hasta para mil personas, no recibía ya ni concedía entrevistas porque se había enterrado en vida. Aun así, la llamé por teléfono y me recibió en la tarde siguiente. Me dijo: Joven, usted que vive en el mundo, cuénteme qué pasa fuera. Yo acopiaba entonces información para mi libro sobre los días cubanos de García Lorca y le pedí que me contara sobre lo cierto y lo falso en su relación con el poeta andaluz. Lo hizo con lujo de detalles. Creo que fui el primer periodista cubano que la entrevistó después de 1959.
Me habló mucho sobre Pablo, de quien llegaron a comentarse romances reales o supuestos con una ex Primera Dama de la República y con una de las figuras más conspicuas de la aristocracia cubana. Dulce María ignoraba lo que hubo de cierto en esos amores; sí que Pablo, que no contaba con el favor de la familia de la escritora, pasó 26 años pretendiéndola sin desmayos hasta que logró que lo aceptara cuando ella tenía ya 44 y un divorcio.
Hubiera querido ser médico y estudió durante dos años para serlo, pero la vida lo obligó a seguir otros caminos. Fregó platos en Brooklyn y trabajó como minero en un pueblecito de inmigrantes italianos cerca de Filadelfia. Antes, en La Habana, había sido aprendiz de tipógrafo y de linotipista… Pese a definirse como un Piscis consecuente, Santiago Álvarez, una de las grandes figuras mundiales del cine documental, no nació cineasta; aprendió a serlo cuando tenía ya 40 años de edad. No sabía nada de cine entonces, reconoció en una ocasión, pero tenía vocación periodística, lo impelía la necesidad ética de expresar la realidad de un mundo convulsionado y quería, con lo suyo, salir al paso a noticieros que se exhibían en esos momentos y que, a su juicio, no reflejaban adecuadamente el acontecer nacional.
Surgía así el Noticiero del Instituto Cubano del Arte y la Industria Cinematográficos (Icaic) y pronto empezaría a realizar documentales. Sobre la marcha, de manera un tanto intuitiva, Santiago afinaba su estilo y definía su estética. Concluyó que la noticia de hoy no tenía que ser fiambre mañana y que debía ver más allá de la actualidad noticiosa y buscar la perdurabilidad de un hecho. Empezó a olvidarse del tiempo de duración de sus documentales porque reparó en que cada tema exige el tiempo que necesita. Revolucionó el montaje. Se percató de que no solo la imagen es importante. Descubrió y resaltó los valores de la banda sonora y se valió de la música con una intención narrativa, eliminando, en ocasiones, al narrador oral. Now!, un documental contra el racismo, es, dicen algunos, el primer video clip de la historia, opinión que el cineasta no compartía, pero que tiene una base sólida. Para él, L. B. J., una historia de la violencia en EE. UU., es «el verdadero documental» porque carece de narración oral y tiene en cambio narrativa musical.
Pero Santiago Álvarez no mostraba particular preferencia por ninguno de los documentales que realizó. Aseguraba que cada uno de sus filmes —y fueron más de cien documentales y 600 noticieros— surgió de una circunstancia diferente y en un momento muy especial. Pero se emocionaba cuando hablaba sobre títulos como Hanoi, martes 13 y 79 primaveras, sobre la agresión norteamericana a Vietnam, De América soy hijo y a ella me debo, sobre la visita de Fidel a Chile, en 1971, y Mi hermano Fidel, que plasma la conversación del dirigente con un viejo campesino de las montañas de la zona oriental de la Isla. No se percata el anciano, por problemas de la vista, de quién es su interlocutor. Cuando ya avanzado el diálogo se percata de que es Fidel Castro en persona con quien conversa, le dice: «Usted es Fidel» y tiembla de emoción.
«Yo me emociono con lo que hago; si no fuera así, no emocionaría a la gente. El día en que mi trabajo me aburra, tendré que reconocer que perdí la inspiración», aseguraba el cineasta que tenía un método de trabajo sui géneris que ejemplificaba con De América soy hijo… el documental más largo que se ha hecho en Cuba. Sobrepasa las tres horas de exhibición y exigió unos 80 000 pies de película de 35 milímetros.
A la hora de editar, tal como hacía siempre, Santiago desglosó la película por planos y la fue colgando en percheros. «Así, manoseándola mucho, tocándola una y otra vez, es como monto un filme, plano por plano, secuencia por secuencia. De ese modo quedo seguro de que no desperdicio nada bueno, que nada se me queda en el tintero».
Se definía como un hombre impaciente y amante de la aventura. Tanta fue su impaciencia, recordaba, que obligó a su madre a parir en una ambulancia. Tenía siempre en algún rincón de su oficina una maleta con lo imprescindible por si debía salir de viaje de improviso. Sus dos hijos más pequeños nacieron cuando el cineasta sobrepasaba ya los 50. Disfrutaba más una buena novela que una buena película. Y no temió nunca al panfleto porque «los hay muy buenos, como El manifiesto comunista». Con la Revolución no solo aprendió a hacer cine; aprendió también a ser. «El trabajo constante, paciente y apasionado en el cine ha sido seguramente la consecuencia de haber vivido en un mundo agónico y desigual», escribió, en 1987, para la revista francesa Cahiers du Cinéma.
Santiago Álvarez falleció en La Habana, donde había nacido, en mayo de 1998. Le restaban unos meses para arribar a los 80 años. Él hubiera querido, y así lo dijo varias veces, llegar a los 105.
Sus amigos recuerdan su rigor y su honestidad; su actitud intransigente frente a lo mal hecho, su agudo sentido del humor. Dicen que, aunque podía mostrar toda su ternura, era ríspido y peleón y, por momentos, ácido, burlesco, hiriente. Pero sabía crear un clima de juego y alegría que facilitaba el trabajo en las filmaciones, y, con una actitud flexible y abierta, podía escuchar y aceptar los aportes que, durante la realización de una película, surgían de la discusión improvisada. Su obra fue reflejo intenso de su personalidad y de su tiempo, dice el ensayista Reynaldo González; comunión de militancia disciplinada y cuestionamiento polémico en un compromiso absoluto con su país y con su época.
Tomás Gutiérrez Alea es el más emblemático de los directores cubanos de cine. Su película Memorias del subdesarrollo, esa cinta ácida e hímnica al mismo tiempo, como la califica el poeta Roberto Fernández Retamar, lo consagró entre los grandes, y su penúltimo filme, Fresa y chocolate, que codirigió con Juan Carlos Tabío, le dio la alegría de verse nominado al Oscar. Pero Titón, como le llamaban sus amigos, fue un cineasta que vivió tan ajeno a los lauros como a las incomprensiones y molestias que pudiese provocar su quehacer. Le interesaba, sí, y mucho, el juicio del espectador. Cuando lo entrevisté para La Gaceta de Cuba a raíz del estreno de Una pelea cubana contra los demonios fue él quien hizo las primeras preguntas porque quería saber qué decía la gente en la calle de su película.
Realizó documentales que nunca se estrenaron. Hubo otro Titón que se conoció menos: el magnífico dibujante, el consumado pianista, el hábil bailarín de tap, el poeta que recogió sus versos en el cuaderno Reflejos, que imprimó él mismo valiéndose de una imprentita de mano. Retamar gusta evocarlo también como el árbitro de la moda que fue sin proponérselo, y la realizadora Rebeca Chávez dice que tenía los ojos azules más expresivos del cine cubano. A Gutiérrez Alea le encantaban esos pequeños piropos que estimulaban su ego.
A comienzos de los 90 el cineasta llegó a tener en sus manos más de 20 proyectos, entre ellos uno sobre la novela Los pasos perdidos, de Carpentier. Pero estaba ya herido de muerte. Amigos norteamericanos del mundo del cine sufragaron los gastos de la delicada y costosa intervención quirúrgica a la que se sometió en EE. UU., que le prolongó la vida. El mal reapareció, implacable, y Titón pidió a Juan Carlos Tabío (Se permuta, El elefante y la bicicleta, Lista de espera…) su colaboración para Fresa y chocolate. El binomio volvería a armarse para la filmación de Guantanamera. Desde La muerte de un burócrata y Los sobrevivientes, la muerte había sido un elemento clave en su obra. Pero ya no era tema ni elemento, ahora lo rondaba de verdad, la sabía cada vez más cercana y esa cinta, su última realización cinematográfica, significó un exorcismo, su manera de asumirla como necesidad y consecuencia de la vida.
Entonces las ferias del libro no se convocaban todos los años, como ahora, y tenían como único escenario el céntrico Pabellón Cuba, en la mítica Rampa habanera. Había adquirido un ejemplar de la segunda edición, correspondiente a 1965 de El siglo de las luces y al ganar la calle 21 me topé cara a cara con Alejo Carpentier. Carpentier en persona. Atreviéndome más de lo que me atrevía entonces le pedí que me firmara su libro. Lo hizo y puso la fecha: junio de 1966.
Ese mismo año volvería a ver a nuestro gran novelista cuando en noviembre la Biblioteca Nacional, con una exposición deslumbrante de sus libros, manuscritos, fotos y otros documentos, le rindió homenaje con motivo de sus 45 años de trabajo intelectual.
Por aquella época Carpentier se asomaba de cuando en cuando a la prensa cubana, y en el periódico El Mundo, siempre en primera plana, aparecían sus artículos. Fue un periodista de toda la vida y, por muchas que fueran sus ocupaciones encontró siempre tiempo para transitar ese puente de información y entendimiento que es el Periodismo. En su bibliografía, una parte muy dilatada la ocupa su labor en ese campo. El narrador publicó su artículo inicial el 23 de noviembre de 1922. Escribiría el último el 24 de abril de 1980, el mismo día de su muerte. Nunca renegó de su quehacer para la prensa; dijo siempre que benefició su carrera de escritor, aunque jamás fue remiso a reconocer que en determinados momentos lo hizo porque se lo pagaban.
El escribidor tuvo la oportunidad de entrevistarlo en 1972; una larga entrevista que apareció en la revista Cuba en ocasión de los 70 años del narrador.
Volvimos a vernos durante las sesiones del Parlamento cubano. Él era diputado y yo, como periodista, «cubría» aquellas reuniones. Intenté otra entrevista, pero no la conseguí. Después murió. Sus restos se velaron en la base del monumento a José Martí, en la Plaza de la Revolución. Una multitud silenciosa y anónima lo acompañó a pie, tras el coche fúnebre, en su último viaje. A lo largo del trayecto del cortejo, miles de personas se agolpaban en la calle, portales, ventanas y balcones para de esa manera decir también adiós al gran novelista.